En la escuela de María





                       Apuntes tomados en la 

                       Escuela de María


                                     Jesús Azcárate Fajarnés

 Índice

 Introducción

 La Encarnación

 La Visitación

 El Nacimiento de Jesús

 La Presentación del Niño

 El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo

 El Bautismo de Jesús

 Las bodas de Caná

 El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión

 La Transfiguración del Señor

 La institución de la Eucaristía

 La Oración de Jesús en el Huerto de los olivos

 La flagelación del Señor

 La coronación de espinas

 La Cruz a cuestas

 Jesús muere en la Cruz

 La Resurrección del Señor

 La Ascensión del Señor

 La venida del Espíritu Santo

 La Asunción de la Virgen

 La Coronación de la Virgen





 Introducción

 El 16 de octubre de 2002, al iniciar el vigésimo quinto año de su Pontificado, el venerable Juan Pablo II, con la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, proclamó el Año del Rosario. Meses después, el inolvidable Pontífice, en su último viaje apostólico a España, invitó a los jóvenes españoles a formar parte de la “Escuela de la Virgen María”, Escuela de virtudes es, pero especialmente en ella se aprende a conocer a Cristo. María, además de ser la Madre cercana, discreta y comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento de la verdad a través de la contemplación. Y la Verdad es Cristo.

 En la Escuela de María se aprende a ser pregoneros de esperanza, de amor y de paz. En ella irá creciendo la fe, esa fe sin la cual no se puede agradar a Dios ni entrar en la bienaventuranza eterna; y, a pesar de las miserias propias de la condición humana, en las lecciones que en dicha Escuela se imparte el alumno se llena de esperanza, confiando en la infinita misericordia de Dios. Además, al asimilar bien las enseñanzas, aumenta la caridad, ese amor encendido a Cristo y, por Dios, al prójimo.

 Estas páginas son solamente unos apuntes. En toda escuela las lecciones son dictadas por maestros, y el alumno, al tomar notas, recoge las ideas expuestas por el profesor. Siempre unos apuntes son pobres comparados con la explicación magistral de los temas tratados hecha por el maestro. 

 En la Escuela de María se aprende del único Maestro que tiene palabras de vida eterna, Jesucristo. Por eso, en la exposición de los temas -uno por cada misterio del Rosario- la fuente principal son los Evangelios, en los cuales está la vida y las enseñanzas del Señor. También el alumno aprende de Santa María, verdadera Maestra. Ella, con su vida llena de gracia, remite a su Hijo y enseña a vivir todas las virtudes. Con el deseo de ser buen hijo y discípulo aventajado de la Virgen María, el alumno debe procurar imitar sus virtudes: su fe y su esperanza, su ardiente caridad, su profunda humildad, su obediencia rendida, su oración, su inmaculada pureza, su paciencia, su dulzura, su espíritu de sacrificio...    

 A Jesús por María es una antigua -y siempre actual- máxima espiritual. La Virgen María es la mejor maestra de oración, que vive de la palabra de Dios y guarda en su corazón las palabras que le vienen de Dios; de docilidad al Espíritu de Cristo que, llena de confianza, se pone en las manos de Dios, abandonándose a su voluntad. Con Ella se aprende a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor.    

 También en la Escuela de María imparte clases la Iglesia, Madre y Maestra. La Iglesia, a la cual Cristo Nuestro Señor encomendó el depósito de la fe, para que, con la asistencia del Espíritu Santo, custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente, tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes, utilizando incluso sus propios medios de comunicación social (Código de Derecho Canónico, c. 747 & 1). Por eso en estos Apuntes hay bastantes referencias al Catecismo de la Iglesia Católica, auténtico manual de la doctrina cristiana. 

Dentro de la Iglesia el Papa tiene la misión de enseñar como Supremo Pastor y Doctor de todos los fieles, a quien compete confirmar en la fe a sus hermanos. Del abundante y rico magisterio de Juan Pablo II, en estas páginas, como hilo conductor, se ha utilizado la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, aunque también hay citas de otros documentos y de homilías del citado Pontífice.

Por último, en los Apuntes también hay bastantes referencias a los escritos y a la predicación de san Josemaría Escrivá, especialmente del libro Santo Rosario. En la vida del Fundador del Opus Dei sobresale su intenso amor a la Virgen María. Él aprendió en la Escuela de María a amar con locura a Cristo. 

 Quiera Dios que estos Apuntes sirvan a muchos para aprender en la Escuela de María a meditar la vida de Jesús con María, a contemplar la entrañable y adorable figura de Cristo, viendo en su rostro amabilísimo el tesoro de su misericordia sin límites.  



 



 
 La Encarnación

En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón que se llamaba José, de la casa de David. La Virgen se llamaba María. 
Y entró donde ella estaba y le dijo: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”. 
Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué podía significar este saludo. Y el ángel le dijo: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin”. 
María le dijo al ángel: “¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?”.
Respondió el ángel y le dijo: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible”.  
 Dijo entonces María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. 
 Y el ángel se retiró de su presencia (Lc 1, 26-38).

*****

 El acontecimiento central de la Historia

 La Anunciación a María y Encarnación del Verbo es el hecho más maravilloso, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los hombres, de la misericordia divina, y el acontecimiento más importante y de mayor transcendencia que ha habido en la Historia de la humanidad. Un Dios que se hace hombre, semejante en todo a la criatura humana menos en el pecado, para salvar a la humanidad de la triple esclavitud (demonio, pecado y muerte) a la que estaba sometida el género humano desde el pecado de los primeros padres, Adán y Eva.

 Con gran sencillez el evangelista san Lucas narra la Encarnación. Sólo la Virgen nazarena se enteró, porque precisamente en Ella se produjo el prodigio, mientras que sobre la faz de la tierra, aparentemente, nada extraordinario sucedía. Sin embargo, aquel día cambió la Historia. La Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la débil naturaleza humana de las purísimas entrañas de Santa María.

 Con cuánta atención, reverencia y amor se ha de leer este pasaje evangélico, rezar el Ángelus cada día, siguiendo la extendida devoción cristiana, y contemplar el primer misterio gozoso del Santo Rosario.

 El designio amoroso de Dios

 Y el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Con este versículo del Prólogo del Evangelio según san Juan se expresa de forma breve el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios.   

 He aquí la explicación que da un Padre de la Iglesia de la necesidad por parte del hombre de la Encarnación: Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, Oratio Catechetica 15).

 El plan primitivo de la creación fue quebrantado por la rebelión del pecado del hombre. Para su restablecimiento fue necesaria una nueva intervención de Dios que se realiza por la obra redentora de Jesucristo, Mesías e Hijo de Dios.

 Tras la caída, el hombre no fue abandonado por Dios. Al contrario, lo llama y le anuncia de modo misterioso la victoria sobre el mal y le promete el levantamiento de su caída, según se narra en el Génesis, en los versículos llamados Protoevangelio, por anunciarse por vez primera la Redención. En el relato bíblico se habla del Mesías Redentor, del combate entre la serpiente y la Mujer, y la victoria final de un descendiente de Ésta.  

 Cumplimiento de la promesa divina

 Cuando llega la plenitud de los tiempos, Dios cumple su promesa. Envía a su Hijo, el Redentor prometido ya desde el pecado de Adán y Eva. 

 Enseña la Iglesia: Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado de Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que “salido de Dios”, “bajó del cielo”, “ha venido en carne”, porque “la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 423).

 Cristo, Encarnación de la infinita misericordia de Dios, ha dirigido a la humanidad su mensaje de verdad y de esperanza, ha obrado prodigios, ha asegurado el perdón de los pecados, pero sobre todo, se ha ofrecido al Padre en un gesto de inmenso amor, víctima de expiación por nuestros pecados (Juan Pablo II, Discurso 21.V.83). Por tanto, la vida de Jesucristo en la tierra obliga a los hombres a tomar postura; o con Dios o contra Dios. El que no está conmigo, está contra Mí; y el que no recoge conmigo, desparrama (Lc 11, 23).

 Con su Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia humana, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.

 Primer motivo de la Encarnación: la Redención del género humano

 El Verbo se encarnó para salvar al hombre reconciliándolo con Dios: Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10); El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo (1 Jn 4, 14); Él se manifestó para quitar los pecados del mundo (1 Jn 3, 5).

 La historia del hombre sobre la tierra es testimonio constante de la verdad de aquellas palabras de san Pablo: Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4). Ya en los albores mismos de la Historia, después de haber creado todas las cosas de la nada, Dios formó al hombre y, por decreto libre de su Voluntad, elevó su naturaleza al orden sobrenatural. A este amor generoso y paterno del Creador, el hombre correspondió con el pecado original, desafiante negación a los requerimientos divinos. Pero el coloquio paterno y santo, interrumpido entre Dios y el hombre a causa del pecado original, fue maravillosamente reanudado en el curso de la historia. La historia de la salvación narra precisamente este largo y variado diálogo, que nace de Dios y teje con el hombre una admirable y múltiple conversación (Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam, n. 52).

 Cuando llegó el momento establecido por Dios desde toda la eternidad, el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Por la vida y muerte de su Hijo, el Señor restableció de nuevo al hombre en la dignidad primera: así que -dice san Pablo- ya no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y domésticos de Dios (Ef 2, 19). Y no contento con esto, sabiendo que una y otra vez los hombres se rebelarían a su amor, la misericordia de Jesucristo dejó en la tierra la Iglesia para que a través de los sacramentos la gracia de salvación ganada por su muerte de cruz acudiese a sanar, siempre que fuera necesario, las heridas causadas al alma por los pecados.

 Segundo motivo de la Encarnación: Hacer a los hombres hijos de Dios

 El Verbo se encarnó para hacernos partícipes de la naturaleza divina (2 P 1, 4): Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios (San Ireneo, Adversus haereses, 3, 19, 1); Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios (San Atanasio, De incarnatione, 54, 3); El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del Corpus).   

 La filiación divina es la gran revelación de Jesucristo a los hombres: Dios es un padre que ama infinitamente a sus criaturas. La filiación divina del hombre bautizado es participación de la filiación de Cristo. Jesucristo es el Hijo por naturaleza; el cristiano lo es por adopción, pero es verdaderamente hijo de Dios.

 Del magisterio pontificio son estas palabras: En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre (...). Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la Encarnación del Verbo. Si Dios va en busca del hombre, creado a su imagen y semejanza, lo hace porque lo ama eternamente en el Verbo y en Cristo lo quiere elevar a la dignidad de hijo adoptivo. Por tanto Dios busca al hombre, que es su propiedad particular de un modo diverso de cómo lo es cada una de las otras criaturas. Es propiedad de Dios por una elección de amor: Dios busca al hombre movido por su corazón de Padre (Juan Pablo II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente). 

 Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual como Señor está sentado en los cielos a la derecha del Padre (Juan Pablo II, Discurso 2.VII.99).

 Tercer motivo de la Encarnación: Manifestación del amor de Dios

 El Verbo se encarnó para que el hombre conociese así el amor de Dios: En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él (1 Jn 4, 9); Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).

 Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13), y esto es lo que hizo Jesucristo por cada ser humano: dar su vida.

 El mensaje que la Iglesia proclama a todo hombre es muy sencillo: Dios te ama. Dios quiere tu salvación. Dios quiere que seas feliz. Y el amor ya conocido de Dios no se puede responder de otro modo que con amor. La fe es en cierto modo una declaración de amor a Dios. 

 Cuarto motivo de la Encarnación: Mostrar el único modelo de santidad

 El Verbo se encarnó para ser modelo de santidad: Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí... (Mt 11, 29); Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: Escuchadle (Mc 9, 7). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: Amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo.

 Enseña la Iglesia: Toda su vida, Jesús se muestra como nuestro modelo: Él es el “hombre perfecto” que nos invita a ser sus discípulos y a seguirle: con su anonadamiento, nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza, llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 520).

 Papel primordial de Santa María en la Encarnación

 La Encarnación fue posible al fiat (hágase) de María. Has oído, Virgen, que concebirás y darás a luz un hijo. Has oído que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. (...) En tus manos está el precio de nuestra salvación; si consientes, de inmediato seremos liberados. (...) Apresúrate a dar tu consentimiento, Virgen, responde sin demora al ángel, mejor dicho, al Señor, que te ha hablado por medio del ángel. (...) Abre, Virgen santa, tu corazón a la fe, tus labios al consentimiento, tu seno al Creador. (...) Levántate por la fe, corre por el amor, abre por el consentimiento. He aquí -dice la Virgen- la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (San Bernardo, Homilía sobre las excelencias de la Virgen María). Gracias, Madre. 

 
 La Visitación

 Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo: “Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que te han dicho de parte del Señor”.
 María exclamó: “Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre”.
 María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa (Lc 1, 39-56).   

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 Mensajera de la salvación

 Se contempla en este episodio evangélico la Visitación de Nuestra Señora a su pariente santa Isabel, que es el segundo misterio de gozo del Santo Rosario. 

 Como es propio del sol alumbrar y del agua humedecer, así también es propio y natural de la infinita bondad de Dios, el comunicarse a sus criaturas, repartiendo con largueza sus dones, para atraernos con el suave imán de sus amorosos beneficios. Esta misma conducta observó María en el Misterio que meditamos; pues desde aquel Fiat admirable por el cual llegó a ser Madre de Dios, consintiendo en las promesas de la embajada celestial, quiso ya comunicar el sumo Bien que poseía, haciendo partícipe a su prima Isabel (Rafael de la Corte y Delgado, Novena de Nuestra Señora de la Cinta).  

 Ejemplo de caridad

 La Virgen María al conocer por la revelación del arcángel san Gabriel que su pariente santa Isabel ha concebido un hijo en su ancianidad y que está en el sexto mes del embarazo, se hace cargo de la necesidad de ayuda en que se halla su pariente. Y movida por la caridad, se apresura a prestarle los servicios que necesite. 

 Es un ejemplo maravilloso de caridad, de espíritu de servicio, de olvido de sí mismo. La Virgen no repara en dificultades ni en las incomodidades del viaje. Marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá donde se hallaba su pariente Isabel. El viaje emprendido desde Nazaret, que posiblemente lo hizo acompañada por san José, suponía en aquella época una duración de cuatro días. No era, pues, un trayecto corto el que hubo de recorrer Santa María.  

 Este hecho de la vida de la Virgen tiene una clara enseñanza para los cristianos: han de aprender de Ella la solicitud por los demás. No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 145).

 En el Evangelio están estas palabras del Señor: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). El espíritu de servicio caracteriza a quienes desean seguir a Cristo. Y es incompatible con la soberbia. Sin humildad no es posible servir. 

Grandeza de servir: sólo cuando se sirve se es útil a los demás. Servicio hecho por Amor, sin buscar recompensas o compensaciones. El espíritu de servicio, que es caridad, ayuda a renunciar a fines personales y facilita el olvido de sí.

 Mujer modelo de fe

Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que te han dicho de parte del Señor. Isabel alaba la fe de María. No ha habido fe como la de la Virgen; en Ella tiene el hombre el modelo más acabado de cuáles han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión completa, acatamiento pleno. 

 María es Virgen de la Fe, porque se confió totalmente a Dios, prestándole el homenaje del entendimiento y asentimiento de la voluntad a la revelación hecha por Él. Así cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres. Por eso, los Santos Padres afirman que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad, fue desatado por la Virgen María mediante su fe. 

 La fe incondicionada y sin temores en la presencia cercana del Señor ha de ser la brújula que oriente vuestra vida de trabajo y de familia hacia Dios, de donde viene la luz y la felicidad. El mundo en que vivimos necesita -como vosotros- esta fe, este faro de luz. Olvidarse de Dios, como pretenden las tendencias materialistas significaría hundirse en la soledad y en la tiniebla, quedarse sin rumbo y sin guía. Por eso (...) os animo encarecidamente a que cultivéis la fe recibida. Conocéis ya cómo acercaros a Cristo, cómo estar con Él, siendo discípulos de su persona y de su mensaje; y de esta experiencia propia han de beneficiarse vuestras familias y cuantos (...) se acerquen a vosotros, aun los que quizá no han oído el mensaje evangélico (Juan Pablo II, Discurso 9.XI.82). Por tanto, vida de fe debe ser la vida del cristiano, y entonces habrá eficacia en el apostolado, porque se cumplirán todas las cosas que son dichas al hombre de parte de Dios.

 Lección de humildad

 Después de escuchar las palabras de su pariente, Santa María pronuncia el cántico del Magnificat. Es todo un canto de alabanza a Dios y de manifestación de humildad. María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador. Esta maternidad es el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las generaciones. También Santa María muestra cómo en el misterio de la Encarnación que se ha obrado en Ella se manifiestan el poder, la santidad y la misericordia de Dios.

 Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava. El alma humilde ante los favores de Dios se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la Santísima Virgen el beneficio divino sobrepasa toda gracia concedida a criatura alguna. Y el Corazón de Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud y su alegría. 

 Ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo. Ella ha sido elegida para ser Madre de Dios. Y Dios la ha colmado de gracias. Con sus palabras, la Virgen dirige la alabanza a Dios. Éste premia la humildad de María con el reconocimiento por parte de todos los hombres de su grandeza: Me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Esto se cumple cada vez que alguien reza el Avemaría, que es un clamor de alabanza a la Madre de Dios sin interrupción en toda la tierra. 

 Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de “Madre de Dios”, a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, en conformidad de sus mismas palabras proféticas: “Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso” (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 66). 

 Lección de humildad que se aprende en la Escuela de María. El deseo del cristiano es parecerse a su Madre celestial, María. Y como Ella, el creyente debe buscar siempre, en todas sus acciones, sólo la gloria de Dios.  

 En el Magnificat María habla de la misericordia de Dios, que se derrama de generación en generación. Ella es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Por eso, también se la llama Madre de misericordia. Es, por tanto, sus palabras del cántico del Magnificat como una invitación materna para que se acuda confiadamente a Dios, que es rico en misericordia. 

 Enseñanza sobre la vida familiar

 Este segundo misterio de gozo, el viaje de Nazaret a Ayn Karim y los meses que pasó María en casa de Zacarías y de Isabel, también invita a pensar en la vida familiar. Acompaña con gozo a José y a Santa María... y escucharás tradiciones de la Casa de David (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Segundo misterio gozoso). 

 También el hogar de cada familia cristiana debe ser reflejo del hogar de Nazaret, de esa casa humilde donde pasó Cristo Jesús la mayor parte de su vida terrena, santificando la vida familiar; y tener el encanto de la casa de Isabel, donde la Virgen María vivió jornadas llenas de caridad fina.

 No es difícil imaginarse las sobremesas -las tertulias- en la casa de Zacarías y de Isabel durante la estancia de Santa María, al principio acompañada de san José, hasta que éste regresó a Nazaret, y después, todo el tiempo que permaneció hasta el nacimiento de Juan. Serían ratos llenos de alegría, de amabilidad, de delicadeza, de estar pendiente de los demás.

Escucharás tradiciones de la Casa de David. En un hogar verdaderamente cristiano es donde crece y se desarrolla la fe de los niños, al oír hablar a sus mayores, en una auténtica catequesis familiar, de Dios, de los misterios de la vida de Jesucristo. Además, las prácticas de piedad y devociones marianas, al verlas hechas realidad en las vidas de sus padres, les llevan al amor de Dios y a una tierna devoción a la Virgen María.  

 Que el ejemplo que Santa María da con su estancia en casa de santa Isabel mueva a los cristianos a valorar el tiempo que hay que dedicar a la vida de familia.
                 

 
 El Nacimiento de Jesús
 En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este empadronamiento se hizo cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Y cuando ellos se encontraban allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en la posada.
 Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De improviso un ángel del Señor se les presentó, y la gloria del Señor los rodeó de luz. Y se llenaron de un gran temor. El ángel les dijo: “No temáis. Mirad que vengo a anunciaron una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre”.
 De pronto apareció junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
 Cuando los ángeles les dejaron, marchándose hacia el cielo, los pastores se decían unos a otros: “Vayamos a Belén para ver esto que ha ocurrido y que el Señor nos ha manifestado”.
 Y vinieron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.
 Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho (Lc 2, 1-20). 

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 Cuando llegó la plenitud de los tiempos

 En el tercer misterio de gozo del Santo Rosario se contempla al Hijo de Dios encarnado, Jesús, que nace en la humildad de un establo, en el seno de una familia pobre; y cómo unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento más feliz de la historia de la humanidad.

 Al cumplirse la plenitud de los tiempos, en Belén de Judá, como había sido por profetizado Miqueas, nació Nuestro Señor Jesucristo. Su nacimiento está narrado escuetamente por san Mateo y san Lucas. Los dos evangelistas subrayan dos detalles: el lugar del nacimiento, Belén, y la pobreza y desamparo materiales que lo acompañaron.  

 La cátedra de Belén

 Corresponde ahora, siguiendo el relato evangélico, considerar las enseñanzas del Nacimiento de Jesús. En medio de tantas cosas maravillosas, hay una nota triste: no hubo lugar para ellos en la posada. Las puertas de las casas de Belén se cerraron para María y José, en definitiva, para Dios. 

Ojalá Jesús halle en los corazones de los hombres de hoy lugar donde nacer espiritualmente. Se debe aspirar a que Cristo nazca en cada persona, que es como decir que cada hombre, cada mujer, debe nacer a una vida nueva, ser una nueva criatura, guardar aquella santidad y pureza de alma que se le dio en el Bautismo y que fue como un nuevo nacimiento. 

 Hay que dejar que el Niño Dios nazca en lo más íntimo del ser de cada persona. Es decir, dejar que aparezcan en toda vida humana su bondad, su ternura y su amor. Es preciso abrir de par en par las puertas del corazón a Cristo. Él es el Amigo que nunca defrauda. Él trae un mensaje de paz. 

Cuando se le dice al Señor: ven, Señor, Jesús mío; ven a mi corazón y al corazón de todos los cristianos, Él no se hace esperar. Y Jesús viene. Se le pide que venga y Él responde: aquí estoy. Se presenta manso, humilde, lleno de caridad, lleno de comprensión y decidido a sufrir todo por toda la humanidad. Cuando se ve a Dios hecho Niño por amor al hombre, qué nada parece todo demás (Santa Maravillas de Jesús, Pensamientos).

 Lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre. Dios hecho hombre nace en un establo. Pudo haber nacido donde hubiera querido, pero se le ve recostado en un pesebre. Jesús recién nacido no habla, pero es la Palabra del Padre. El pesebre de Belén es una cátedra. Su lección mejor es la humildad.

 Dios se humilla para que podamos acercarnos a Él, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 18).

 Lección de pobreza

 Para incorporar a la vida propia los divinos ejemplos que se contemplan en la gruta de Belén, es necesario esforzarse por aprender bien las enseñanzas que imparte el Niño Dios desde el pesebre. 

Pasando de la plenitud divina a la condición de siervo, Jesucristo quiso nacer en la pobreza para enseñar así cuál debe ser la actitud del hombre ante los bienes materiales. Esta actitud la describe muy bien el Concilio Vaticano II: El hombre, redimido por Cristo y hecho en el Espíritu Santo nueva creatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de la mano de Dios. Dando gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las creaturas con pobreza y libertad de espíritu, el hombre entra de veras en la posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo. Todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios (Constitución Pastoral Gaudium et spes).
  
 Jesucristo no sólo dio ejemplo de pobreza en su nacimiento en la gruta de Belén, sino también durante toda su vida. Las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza (Mt 8, 20). Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza (1 Co 8, 9). En la Encarnación Cristo se hizo pobre para enriquecer con su pobreza al hombre creyente.

 Predilección por los sencillos

 Había unos pastores por aquellos contornos... Dios envía a sus ángeles en busca de pastores para anunciarles la Buena Nueva del nacimiento de Cristo. Estos pastores eran de la comarca de Belén, gente sencilla y humilde. Ellos son los primeros en recibir la grata noticia de la llegada del Salvador. Es una muestra patente de la predilección de Dios por los humildes; se oculta a los que presumen de sabios y prudentes y se revela a los pequeños.

 Los pastores, presurosos, acudieron al lugar indicado por los ángeles para ver al Niño Dios. Tímidos se asomaron a la puerta del establo. Y vieron a un niño en pañales recostado en un pesebre, y que su madre lo mira. Ante el misterio, cayeron de rodillas en señal de adoración. Tenían ante sus ojos la salvación del mundo, lo que les llenó de contento. 

 Presurosos. La prisa de los pastores es fruto de su alegría y de su afán por ver al Salvador. Comenta san Ambrosio: Nadie busca a Cristo perezosamente. 

 Pero Cristo vino para salvar a todos los hombres, su salvación estaba destinada a hombres de toda condición y raza. Por eso en su nacimiento quiso manifestarse a personas de diversa condición: a los pastores, como ya se ha visto; a los Magos, según relata el evangelista san Mateo; y a los justos Simeón y Ana. Comenta san Agustín: Los pastores eran israelitas; los Magos, gentiles; aquéllos estaban cerca; éstos, lejos. Unos y otros acudieron a Cristo como a la piedra angular (Sermón de la Natividad del Señor, 202).

 Los pastores ofrecieron -con generosidad- a Jesús lo que tenían en aquellos momentos: unos quesos, unas ovejas... Los Magos, oro, incienso y mirra. ¿Qué se le puede regalar al Niño Jesús? Esto es lo que se le puede ofrecer al Señor: una oración sincera, confiada, humilde y constante; mortificación, para pisotear al hombre viejo que cada uno lleva dentro; el apostolado de amistad y confidencia; un trabajo realizado con rectitud de intención, procurando ponerle en la cumbre de todas las actividades; una alegría, que hay que procurar que sea contagiosa, esa alegría de saber que el Señor ya ha llegado a la tierra.     

 Príncipe de la paz 

 Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Is 9, 5). Uno de los títulos mesiánicos es el de Príncipe de la paz. 

 Hay dos tipos de paz: aquélla que los hombres son capaces de construir por sí mismos y la que es un don de Dios. La primera es frágil e insegura, porque se funda en el miedo y la desconfianza. La segunda, en cambio, es una paz fuerte y duradera, porque fundándose en la justicia y en el amor, penetra en el corazón (Juan Pablo II, Discurso a Univ’86, 24.III.86).

 Sobre la paz, dádiva divina, enseña el Concilio Vaticano II: La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz (...), ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres (Constitución Pastoral Gaudium et spes, n. 78). Que el Niño Jesús traiga su paz para el mundo, para todas las naciones, para las familias, para toda persona humana y para cada conciencia. Que todos los hombres sean hombres de buena voluntad.
 La oración de María

  María, por su parte, guardaba y ponderaba todas estas cosas en su corazón (Cfr. Lc 2, 19. 51) En breves palabras, san Lucas dice mucho de la Virgen. La presenta serena y contemplativa ante las maravillas que se estaban cumpliendo en el nacimiento de su divino Hijo. Santa María las penetra con mirada honda, las medita y las conserva en el silencio de su alma. ¡Es Maestra de oración! Enseñanza que se saca de esta actitud orante de María: cada cristiano debe imitar a la Virgen, guardando y ponderando en el corazón lo que de Jesús oye y ve, al leer con atención el Evangelio.  
 
 La Presentación del Niño
 Y cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor.
 Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel”.
 Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él.
 Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre: “Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y a tu misma alma la traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones”.
 Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén (Lc 2, 22-38).

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 Observancia de la Ley
 En el cuarto misterio gozoso del Santo Rosario se contempla a José y a María con el Niño Jesús que van de Belén a Jerusalén para cumplir dos prescripciones de la Ley mosaica: purificación de la madre, y presentación y rescate del primogénito. Según la Escritura, la mujer al dar a luz quedaba impura. Cuando el hijo era varón el tiempo de la impureza legal era de cuarenta días. Al cumplirse este tiempo tenía lugar el rito de la purificación por el cual desaparecía tal impureza.

 Santa María, siempre virgen, toda limpia, sin mancha alguna, no estaba obligada al rito de la purificación, porque de hecho no estaba comprendida en estos preceptos de la Ley ya que ni había concebido por obra de varón, ni su Hijo al nacer rompió su integridad virginal. Sin embargo, Ella quiso someterse a la Ley, sin estar obligada.

 Purificación

 ¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! -Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. -Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Cuarto misterio gozoso).      

 Sí, todo hombre, toda mujer, está necesitado de purificación, pues todo ser humano, con la excepción de la Virgen, ha pecado. En cuantas ocasiones, el cristiano en vez de dejarse llevar por el espíritu de Cristo y hacer la voluntad de Dios, ha seguido el espíritu de este mundo contradiciendo lo que es como cristiano. Necesita de la misericordia de Dios, de esa misericordia que es más grande que todas las infidelidades. Aún cuando vuestros pecados fueran como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque fuesen rojos como la púrpura, vendrán a ser como la lana (Is 1, 18). 

 La Iglesia enseña la necesidad del reconocimiento de la propia culpa para alcanzar misericordia, el perdón de Dios. “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (San Agustín). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1, 8-9) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.847).

 Como manifestación concreta del deseo de purificación, es preciso acudir a la Confesión.

 Pertenencia a Dios

 El otro precepto de la Ley indicaba que todo primogénito pertenecía a Dios y debía serle consagrado, esto es, dedicado al culto divino, en recuerdo perenne del gran prodigio obrado por Yavé en Egipto, cuando el ángel exterminador eliminó en una noche a todos los primogénitos de los egipcios y dejó a salvo sólo a los de los hebreos. Sin embargo, desde que este culto fue reservado a la tribu de Leví, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu dejaron de dedicarse al culto y para mostrar que seguían siendo propiedad especial de Dios se realizaba el rito del rescate.  

 Una vida de esperanza

 Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Éste era un hombre justo y temeroso de Dios. Conocía bien la Escritura y, por tanto, la antigua profecía de Malaquías: vendrá a su templo el Dominador a quien vosotros buscáis, y el Ángel del testamento que vosotros deseáis (Ml 3, 1). Pero no reducía las esperanzas mesiánicas -como hacían otros israelitas contemporáneos- a una liberación temporal de Israel. Sabía que el Mesías traería a la tierra el perdón y la paz para todos los hombres. Durante su ya larga vida había estado rogando a Dios que llegase el momento, y había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor.

 Cuando María y José entran en el Templo con Jesús en brazos, Simeón ve que por fin ha llegado el momento por él suspirado, el momento que ha dado sentido a su existencia. Tomó al Niño en sus brazos y bendijo a Dios, porque conoció no por razón humana sino por gracia especial de Dios que ese Niño era el Mesías prometido, la Consolación de Israel, la Luz de los pueblos.

 Se puede entender bien el gozo singular de este anciano venerable, israelita piadoso, al considerar que muchos patriarcas, profetas y reyes de Israel anhelaron ver al Mesías y no lo vieron, y él, en cambio, lo tenía en sus brazos.

 Acción de gracias a Dios

 Simeón agradece a Dios el consuelo indecible de contemplar al Mesías. La primera parte de su cántico es una acción de gracias a Dios, traspasada de profundo gozo, por haber visto al Salvador del mundo. También cada cristiano debe dar gracias a Dios por contemplar a Cristo con los ojos de la fe bajo las especies sacramentales en la Eucaristía; por la presencia de Cristo entre los cristianos; por ser Luz que ilumina el caminar terreno del creyente.  

 En la segunda parte del cántico, Simeón acentúa el carácter profético y canta los beneficios divinos que el Mesías trae a Israel y a todos los hombres. El cántico destaca el carácter universal de la Redención de Cristo, anunciada por muchas profecías del Antiguo Testamento. Dios ha mandado a su Hijo al mundo para salvar a todos, restaurando así el designio original de su amor. Cristo es Salvador de todos los hombres: un don para los judíos y gentiles, hermanados finalmente en el cumplimiento del designio divino de salvación.

 María y José contemplan pasmados la escena: estaban admirados de las cosas que se decían acerca de Él. Aunque conocen el origen divino de Jesús, el misterio de Cristo, les causa admiración el modo cómo Dios iba revelándolo, como la comprensión del misterio se ilumina progresivamente con los acontecimientos que rodearon el nacimiento de Jesús. Una vez más, María y José enseñan a todos los que creen en Cristo a saber contemplar los misterios divinos.

 Signo de contradicción

 Después del cántico, el anciano se dirige a los esposos; tras bendecirlos, inspirado por el Espíritu Santo, profetiza sobre el futuro del Niño y de su Madre. Las palabras de Simeón se hicieron más claras al cumplirse en la Vida y Muerte del Señor.

 Simeón predice a María que ese Niño pequeño que tiene en brazos, que ha venido para la salvación del género humano, será sin embargo signo de contradicción, dividirá los corazones de los hombres: unos lo aceptarán con fe, para éstos Jesús será su salvación, librándolos del pecado en esta vida y resucitándolos para la vida eterna; otros se empeñarán en rechazarlo, y para éstos Jesús será su ruina.

 Y a tu misma alma la traspasará una espada. Este misterio, aun conservando el sabor de la alegría, anticipa indicios del drama del Calvario. Las palabras dirigidas a la Virgen anuncian que María sufrirá en unión con Cristo, que habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo. La espada que traspasará el alma de la Madre expresa la participación de ésta en la pasión del Señor con un dolor inenarrable.  

 La profecía del anciano se cumplirá plenamente años después, cuando la Virgen esté en el Calvario junto a la Cruz de Cristo; y se sigue realizando en todas las épocas, porque la Iglesia -Cuerpo Místico de Cristo- y los cristianos que viven coherentemente su fe continúan siendo signo de contradicción entre los hombres. 

 El Señor sufrió en la Cruz por los pecados de la humanidad; también son los pecados de cada cristiano los que han forjado la espada de dolor de Santa María. En consecuencia hay un deber de desagravio no sólo con Dios, sino también con su Madre, que es también Madre de los discípulos de su Hijo, de todos los cristianos. 

 Testimonio

 Vivía entonces una profetisa llamada Ana. El testimonio de esta anciana viuda es muy parecido al de Simeón: como éste, también ella había estado esperando la venida del Mesías durante su larga vida, en un fiel servicio a Dios; y también es premiada con el gozo de ver al Mesías. Hablaba de él, es decir, del Niño; alababa a Dios en oración personal, y exhortaba a los demás a que creyeran que aquel Niño era el Mesías. 

 Así, pues, el nacimiento de Cristo se manifiesta por tres clases de testigos y de tres modos distintos: primero, por los pastores, tras el anuncio del ángel; segundo, por los Magos, guiándoles la estrella; tercero, por Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo.

 Quien, como Simeón y Ana, persevera en la piedad y en el servicio de Dios, por muy poca valía que parezca tener su vida a los ojos de los hombres, se convierte en instrumento del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás. En sus planes redentores, Dios se vale de las almas sencillas para conceder muchos bienes a la humanidad.

 La vida del cristiano que vive su fe es de oración, de sacrificio, de servicio a Dios. Si se persevera, también recibirá él la recompensa de ver a Jesús, cuando por la infinita misericordia de Dios alcance la gloria del Cielo.

 A Santa María hay que pedirle su ayuda para que cada uno se purifique de verdad, de tal forma que siempre esté en condiciones de recibir a su Hijo en el corazón y en el alma como lo recibió en sus brazos el anciano Simeón.   
 
 El Niño Jesús perdido y hallado en el Templo

Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que lo advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y al no encontrarlo, volvieron a Jerusalén en su busca. Y al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos lo oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”.
 Y él les dijo: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?”.
 Pero ellos no comprendieron lo que les dijo (Lc 2, 41-50).   

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 Vida oculta en Nazaret

 Sólo el evangelista san Lucas ha recogido el suceso del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo, que piadosamente se contempla en el quinto misterio gozoso del Santo Rosario. Éste es el único suceso que rompe el silencio de los Evangelios sobre el período de tiempo de la vida de Jesús denominado la vida oculta.  

 Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios. La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana. 

 De la homilía pronunciada por Pablo VI en Nazaret, durante su viaje a Tierra Santa en enero de 1964, son las siguientes palabras: Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio... Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable... Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable... Una lección de trabajo. Nazaret, casa del “Hijo del Carpintero”, aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano...; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino (Discurso 5.I.1964). 
 
 En Nazaret, Jesús estaba sujeto a María y a José, cumpliendo con perfección el cuarto mandamiento del Decálogo. Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 17).  

 Dedicación a las cosas de Dios

 Gozoso y dramático al mismo tiempo es el episodio del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo de Jerusalén. Ante la pregunta de su Madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos, Jesús deja entrever el misterio de su consagración total a una misión derivada de su filiación divina: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? Revelando su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia la radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 20).

 La Virgen sabía desde el anuncio del ángel que el Niño Jesús era Dios. Esta fe fundamentó una constante actitud de generosa fidelidad a lo largo de toda su vida, pero no tenía por qué incluir el conocimiento concreto de todos los sacrificios que Dios le pediría, ni del modo como Cristo llevaría a cabo su misión redentora. Lo iría descubriendo en la contemplación de la vida de Nuestro Señor. 
 
 María y José se dieron cuenta de que la respuesta de Jesús entrañaba un sentido muy profundo que no llegaban a entender. Lo fueron comprendiendo a medida que los acontecimientos de la vida de Cristo se iban desarrollando. La fe de ambos esposos y su actitud de reverencia frente al Niño les llevaron a no preguntar más por entonces, y a meditar, como en otras ocasiones, las obras y palabras de Jesús.

 Con su respuesta, Jesús enseña que por encima de cualquier autoridad humana, incluso la de los padres, está el deber primario de cumplir la voluntad de Dios: Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús -¡tres días de ausencia!- disputando con los Maestros de Israel (Lc 2, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Quinto misterio gozoso).   

 Cuando Dios llama

 Cristo es exigente: pide todo. (...) Lo que vale forzosamente cuesta, como el tesoro y la perla de gran valor. Así sucede con las bienaventuranzas. Siguiendo a Cristo, se lleva la cruz, pero se recibe el gozo de una recompensa eterna (Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes, 8.X.88). 

La vocación es una muestra de predilección por parte de Dios, pero exige renuncia. Al joven rico el Señor le pidió que lo dejara todo para seguirle. En otro momento, Cristo dice: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí (Lc 10, 37). Estas palabras de Cristo no entrañan ninguna oposición entre el primero y el cuarto mandamiento (amar a Dios sobre todas las cosas y amar a los padres), sino que simplemente señalan el orden que ha de guardarse.

 Hay que amar a Dios con todas nuestras fuerzas, tomarse en serio la lucha por alcanzar la santidad; y también se debe amar y respetar -en teoría y en la práctica- a los padres que Dios ha dado a cada persona humana y que generosamente han colaborado con el poder creador de Dios para transmitir la vida, a los cuales se les deben tantas cosas. Pero el amor a los padres no puede anteponerse al amor de Dios; en general no tiene por qué plantearse la oposición entre ambos, pero si en algún caso se llegase a plantear, hay que tener bien grabadas en la mente y en el corazón estas palabras de Cristo. Él mismo dio ejemplo de esto: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?; respuesta de Jesús adolescente en el Templo de Jerusalén a María y a José, que le buscaban angustiados. 

 De este hecho de la vida de Nuestro Señor, que es norma para todo cristiano, deben sacar consecuencias tanto hijos como padres. Los hijos, para aprender que no se puede anteponer el cariño a los padres al amor de Dios, especialmente cuando el Creador -Dios- pide un seguimiento que lleva consigo una mayor entrega; los padres, para saber que los hijos son de Dios en primer lugar, y que por tanto Él tiene derecho a disponer de ellos, aunque esto suponga un sacrificio, heroico a veces.

 San Josemaría Escrivá dejó escrito: Me gustaría gritar al oído de tantas y de tantos: no es sacrificio entregar los hijos al servicio de Dios: es honor y alegría (Surco, n. 22). 

De acuerdo con esta doctrina hay que ser generosos y dejar hacer a Dios. De todas maneras Dios nunca se deja ganar en generosidad. Jesús ha prometido dar el ciento por uno, aun en esta vida, y luego la bienaventuranza eterna, a quienes responden con desprendimiento a su santa Voluntad.    

 Buscar a Cristo

 La solicitud con que María y José buscan al Niño ha de estimular al cristiano a buscar siempre a Jesús, sobre todo cuando lo haya perdido por el pecado. Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Quinto misterio gozoso). 

 La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 278).

 Y al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos lo oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas.

 Formación cristiana

 Cristo es la Sabiduría increada, y en este episodio evangélico se le ve oyendo a los doctores de la Ley. Hay que tener en cuenta que Jesús conocía con detalle desde su concepción el desarrollo de toda su vida en la tierra, de su conciencia de ser Hijo de Dios. Es un ejemplo para que los bautizados dediquen tiempo a su formación cristiana, sin conformarse con lo aprendido en la catequesis para hacer la Primera Comunión. Todos los cristianos necesitan ir profundizando en los misterios de la fe. Y además, tienen la obligación de transmitir la fe recibida a los que vienen detrás, a las generaciones futuras. 

 Éste es el consejo que dio Juan Pablo II a los jóvenes en los comienzos de su pontificado: Prepararos a la vida con seriedad y diligencia. En este momento de la juventud, tan importante para la maduración plena de vuestra personalidad, sabed dar siempre el puesto adecuado al elemento religioso de vuestra formación, el que lleva al hombre a alcanzar su dignidad plena, que es la de ser hijo de Dios (Discurso, 6.XII.78).

 La Iglesia se siente comprometida a cuidar la formación cristiana de los niños, que a menudo no está asegurada suficientemente. Se trata de formarlos en la fe, con la enseñanza de la doctrina cristiana, en la caridad para con todos y en la oración, según las tradiciones más hermosas de las familias cristianas, que para muchos de nosotros son inolvidables y siempre benditas. (...) La Iglesia exhorta a los padres y a los educadores a cuidar la formación de los niños en la vida sacramental, especialmente en el recurso al sacramento del perdón y la participación en la celebración eucarística. Y recomienda a todos sus pastores y colaboradores un notable esfuerzo de adaptación a la capacidad de los niños (Juan Pablo II, Alocución, 17.VIII.94).

 El deseo de formarse bien lleva al estudio y al conocimiento exacto del dogma y de la moral, de la Sagrada Escritura y de la liturgia, de la historia y del derecho de la Iglesia. Para ello, hay que meditar y repasar el Catecismo de la Iglesia Católica, y leer las encíclicas del Romano Pontífice y otros documentos del Magisterio de la Iglesia.    

 La mirada de la Virgen María siempre estuvo llena de adoración y asombro, no se apartó jamás de Jesús. Su ejemplo ayuda a seguir y avanzar como Ella en el itinerario de la fe. Procuremos nosotros imitarla -aconsejaba san Josemaría Escrivá-, tratando con el Señor, en un diálogo enamorado, de todo lo que nos pasa, hasta los acontecimientos más menudos. No olvidemos que hemos de pesarlos, valorarlos, verlos con ojos de fe, para descubrir la Voluntad de Dios (Amigos de Dios, n. 285).



 
 El Bautismo de Jesús

 Entonces vino Jesús al Jordán desde Galilea, para ser bautizado por Juan. Pero éste se resistía diciendo: “Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿y vienes tú a mí?”.
 Jesús le respondió: “Déjame ahora, así es como debemos cumplir nosotros toda justicia”.
 Entonces Juan se lo permitió. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua; y entonces se le abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz desde los cielos dijo: “Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido” (Mt 3, 13-17).

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 La figura del Precursor

 Pasada la infancia de Jesús y sus años de vida oculta en Nazaret, los Evangelios relatan los años de la vida pública del Señor. Después de haber considerado los misterios de la infancia de Cristo, la contemplación se dirige ahora a lo que se pueden llamar de manera especial misterios luminosos del paso por la tierra del Redentor del género humano. 

 Misterio de luz es ante todo el Bautismo en el Jordán. En él, mientras Cristo, como inocente que se hace “pecado” por nosotros, entra en el agua del río, el cielo se abre y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto, y el Espíritu desciende sobre Él para investirlo de la misión que le espera (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 21). 

 En este primer misterio luminoso del Santo Rosario aparece la figura de Juan el Bautista, el Precursor del Señor. Es un hombre de voluntad recia, empeñado en cumplir la misión que Dios le había encomendado. Notas características de su personalidad son la humildad, la austeridad, la valentía y el espíritu de oración. Tiene la misión de preparar la venida del Señor y se presenta predicando la necesidad de la conversión y de hacer penitencia para recibir al Mesías. Llevó a cabo con perfección su misión: preparó al pueblo para recibir el Reino de Dios y dio testimonio ante el pueblo de que Jesús era el Mesías que traía dicho Reino.

 El Bautista predicó las exigencias morales del Reino mesiánico con caridad, pero sin miramientos humanos. Entre otras cosas exige de todos -fariseos, publicanos, soldados- a vivir las normas de la justicia y de la honradez en el ejercicio de su profesión. La predicación de la verdad llega a hacerse molesta y hasta insoportable para quien la escucha sin ánimo de conversión, pero no por eso hay que dejar de anunciarla. 

 Predicación de la conversión

 San Juan Bautista no sólo predicó la penitencia y la conversión, sino que exhortaba a someterse al rito de su bautismo, que prefiguraba las disposiciones para recibir el Bautismo cristiano: fe en Cristo, el Mesías, fuente toda gracia, y apartamiento voluntario del pecado. Era un modo de preparar interiormente a los que se acercaban a él, y hacerles comprender la inminente llegada de Cristo. 

El reconocimiento humilde de los pecados por parte de los que acudían al Precursor disponía a recibir la gracia de Cristo por el Bautismo en el Espíritu y en el fuego. En otras palabras, el bautismo de Juan no producía justificación (no limpiaba el alma de los pecados), mientras que el Bautismo cristiano es el sacramento de iniciación que perdona los pecados y da la gracia santificante.   

 La palabra fuego indica, de modo metafórico, la eficacia de la acción del Espíritu Santo para borrar totalmente los pecados y la acción vivificante de la gracia en el bautizado.

 Ejemplo de humildad

 Sin tener mancha alguna que purificar, Jesucristo quiso someterse al rito del bautismo de Juan Bautista de la misma manera que se sometió a las demás observancias de la ley mosaica, que tampoco le obligaban. Al hacerse hombre, se sujetó a las leyes que rigen la vida humana y a las que regían en el pueblo israelita, elegido por Dios para preparar la venida del Mesías, el Redentor del género humano. Los Santos Padres comentan que el Señor fue a recibir el bautismo de Juan para dar ejemplo de humildad, para ser conocido por todos, para que todos creyeran en Él y para dar fuerza vivificante al agua del Bautismo.

 El Señor deseó ser bautizado para proclamar con su humildad lo que para nosotros era necesidad (San Agustín, Sermón 51, 33). Además, con el bautismo de Jesús en el Jordán quedó preparado el Bautismo cristiano, que fue directamente instituido por Jesucristo con la determinación progresiva de sus elementos, y lo impuso como ley universal momentos antes de subir al Cielo: Me fue dado todo poder en el Cielo y en la tierra; id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo (Mt 28, 13).

 Revelación del misterio trinitario

 Cuando Nuestro Señor fue bautizado por Juan en el Jordán se reveló el misterio de la Santísima Trinidad: el Hijo, que recibe el Bautismo; el Espíritu Santo, que desciende sobre Él en figura de paloma; y la voz del Padre, que da testimonio de la persona de su Hijo. En el nombre de las divinas Personas habrán de ser bautizados los cristianos. 

 En el bautismo de Cristo se encuentra reflejado el modo como actúa y opera el Sacramento del Bautismo en el hombre: su bautismo fue ejemplar del nuestro. Así, en el bautismo de Cristo se manifestó el misterio de la Santísima Trinidad, y los fieles, al recibir el Bautismo, quedan consagrados por la invocación y virtud de la Trinidad Beatísima. Igualmente el abrirse de los cielos significa que la fuerza de este Sacramento, su eficacia, viene de arriba, de Dios, y que por él queda expedita a los bautizados la vía del Cielo, cerrada por el pecado original. La oración de Jesucristo después de ser bautizado enseña que después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 39, q.5).  

 Manifestación de la divinidad de Jesús

 La Iglesia recuerda en su liturgia las tres primeras manifestaciones solemnes de la divinidad de Cristo: la adoración de los Magos, el Bautismo de Jesús y el primer milagro que hizo el Señor en las bodas de Caná. 

 En la adoración de los Magos Dios había mostrado la divinidad de Jesucristo por medio de la estrella. En el Bautismo la voz de Dios Padre, venida del Cielo, revela a Juan el Bautista y al pueblo judío -y en ellos a todos los hombres- este profundo misterio de la divinidad de Cristo. En las bodas de Caná, a través de un milagro, Jesús manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en Él. 

Éste es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido. Esta voz -la del Padre- que viene del Cielo, es un testimonio divino acerca de Jesús, en el que se muestra claramente que Jesucristo no es uno más, ni siquiera el más excelente, de tantos hijos adoptivos de Dios; sino que, con toda propiedad y fuerza, declara que Jesús es el Hijo de Dios, el Unigénito, absolutamente distinto, por su condición divina, de los demás hombres.

 La presencia visible del Espíritu Santo en forma de paloma señala el comienzo del ministerio público de Cristo. También aparecerá el Espíritu Santo, en forma de lenguas de fuego, en el momento en que la Iglesia inicia su camino entre las naciones el día de Pentecostés.

 La paloma, según la interpretación más común en los Santos Padres, es símbolo de la paz y reconciliación entre Dios y los hombres. Aparece ya en el relato del diluvio, indicando que cesaba el castigo divino sobre la humanidad. Su presencia al comienzo del ministerio público de Jesús viene a simbolizar la paz y reconciliación que Cristo venía a traer.

 Configuración con Cristo

 La espiritualidad cristiana tiene como característica el deber del discípulo de configurarse cada vez más plenamente con el Maestro. La efusión del Espíritu en el Bautismo une al creyente como el sarmiento a la vid, que es Cristo, lo hace miembro de su Cuerpo místico. A esta unidad inicial, sin embargo, ha de corresponder un camino de adhesión creciente a Él, que oriente cada vez más el comportamiento del discípulo según la lógica de Cristo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2, 5). Hace falta revestirse de Cristo (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 15). 

 El cristiano debe procurar, ya que es hijo de Dios por adopción, parecerse a Jesucristo, el Hijo de Dios por naturaleza, el Amado. Toda su vida es luz. Él es la luz del mundo (Jn 8, 12). Y entonces, los que le rodean, los que pasan a su lado podrán ver esa luz de Cristo en su vida. 

 Hay que iluminar a este mundo que está casi sumergido en sombras. Y para hacerlo, el cristiano debe esforzarse por poner en práctica la doctrina de la Iglesia -sin rebajar sus exigencias prácticas- en el ambiente en que se encuentra. Si lo hace, también Dios tendrá sus complacencias en él. 

 Con María se contempla el rostro de Cristo, se escucha las palabras del Padre y se recibe el amor que viene del Espíritu Santo. Y así, este primer misterio luminoso alumbrará la senda del amor divino y del amor humano, al tiempo que ayudará a vivir todos los compromisos bautismales.


 
 Las bodas de Caná

 Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y, como faltó vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”.
 Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora”.
 Dijo la madre a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”.
 Había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, con una capacidad de unas dos o tres metretas. Jesús les dijo: “Llenad de agua las tinajas”.
 Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: “Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala”.
 Así lo hicieron. Cuando el maestresala probó el agua convertida en vino, sin saber de dónde provenía -aunque los sirvientes que sacaron el agua lo sabían- llamó al esposo y le dijo: “Todos sirven primero el mejor vino, y cuando ya han bebido, el peor; tú, al contrario, has reservado el vino bueno hasta ahora”.
 Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de los signos con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él (Jn 2, 1, 11).

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 Presencia del Señor en unas bodas

 El segundo misterio de luz del Santo Rosario es la autorrevelación de Jesús en las bodas de Caná. Allí realizó el primer milagro -la transformación del agua en vino- y abrió el corazón de los discípulos a la fe, gracias a la intervención de María, la primera creyente.

 Las fiestas de boda tenían larga duración en Oriente. Durante ellas, parientes y amigos iban acudiendo a felicitar a los esposos; en los banquetes podían participar hasta los transeúntes. El vino era considerado elemento indispensable en las comidas y servía además para crear un ambiente festivo.

 Entre los invitados a las bodas de Caná, el evangelista menciona en primer lugar a Santa María. Y después dice: También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Tanto Jesús como su Madre viven en el mundo. Tienen muchos amigos y parientes. Y no descuidan la vida de relación social. Esta presencia de Cristo en las bodas de Caná es señal de que Jesús bendice el amor entre hombre y mujer, sellado con el matrimonio. Dios, en efecto, instituyó el matrimonio al principio de la Creación, y Jesucristo lo confirmó y lo elevó a la dignidad de Sacramento.

 El amor humano

 Cristo quiso sumarse con sus discípulos a aquella boda para santificar el amor humano.

 El amor puro y limpio de los esposos es una realidad santa que yo, como sacerdote, bendigo con las dos manos. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas -escribe san Cirilo de Alejandría- para santificar el principio de la generación humana (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 24).

 También se puede encontrar otra enseñanza de la presencia del Señor en Caná. Asistiendo a aquella fiesta de bodas, Cristo enseña que no hay por qué destruir las fiestas populares; hay que cristianizarlas y ennoblecerlas, especialmente en los tiempos actuales. También hay que santificar la diversión, siempre que sea sana. No se puede permitir que las diversiones sea un campo abonado para el enemigo de las almas, ni que la diversión sea palabra sinónima de pecado. 

 Para demostrar la bondad de todos los estados de vida (...) Jesús se dignó nacer de las entrañas purísimas de la Virgen María; recién nacido recibió la alabanza que salió de los labios proféticos de la viuda Ana e, invitado en su juventud por los novios, honró las bodas con la presencia de su poder (San Beda, Homilía 13, para el 2º domingo después de la Epifanía). 

 Es posible que Jesús, en un aparte de la música y de los festejos, hablase con sus discípulos para decirles que el amor divino es capaz de llenar las más profundas ansias del corazón.

 Intercesión de María

 En Caná de Galilea (...) se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone en medio, o sea, se hace mediadora, no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede -más bien, tiene derecho de- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación tiene carácter de intercesión: María intercede por los hombres (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris Mater, n. 21). 

 La intervención de María en Caná de Galilea señala la especial solicitud de la Virgen hacia los hombres. Ella, que estaba pendiente de que todos lo pasaran bien, advirtió la falta de un elemento fundamental en un banquete de bodas: el vino. Se dio cuenta de que quedaba poco y empezaba a escasear. Movida por su misericordia, decidió interceder ante su Hijo para remediar aquella necesidad y evitar el consiguiente apuro a los jóvenes esposos.

La madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”. Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora”. Pero la intercesión de María es todopoderosa. Mira cómo pide a su Hijo, en Caná, hacía considerar san Josemaría Escrivá. Y cómo insiste, sin desanimarse, con perseverancia. -Y cómo logra. -Aprende (Camino, n. 502).

 La confianza de la Virgen en su Hijo es total. No duda que hará algo por resolver el apuro de aquellos recién casados. Aun con aquella respuesta de apariencia negativa, va a los sirvientes y les dice: Haced lo que él os diga. Esta lección impartida en Caná de Galilea enseña que, con la intercesión de su Madre, se puede esperarlo todo de Jesucristo, aun lo más difícil.

 Conversión del agua en vino

Jesús les dijo: “Llenad de agua las tinajas”. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dijo: “Sacadlas ahora y llevadlas al maestresala”. Al beber del contenido de aquellas tinajas, el maestresala degustó del mejor vino que había probado en toda su vida. El agua se había convertido en vino.

 Jesús convierte el agua en vino, pero no en cualquier vino, sino en un vino estupendo. Los Santos Padres han visto en este vino, el mejor posible, reservado para el final de aquella fiesta de boda, y en su abundancia, una figura del coronamiento de la Historia de la Salvación: Dios había enviado a los patriarcas y profetas, pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió a su propio Hijo, cuya doctrina lleva a la perfección la Revelación antigua, y cuya gracia excede las esperanzas de los justos del Antiguo Testamento. También han visto en este vino bueno del final el premio y el gozo de la vida eterna, que Dios concede a quienes, queriendo seguir a Cristo, han sufrido las amarguras y contrariedades de esta vida.

 No tienen vino. También en los días actuales María sigue intercediendo como Madre a favor de los hombres, que, sean conscientes o no de ello, tienen sed de vino nuevo y mejor del Evangelio.

Hay que rogarle a Santa María que pida a su Hijo que no falte nunca el vino nuevo y mejor del Evangelio; el vino bueno de la caridad para que se sepa ir al encuentro de todos los hombres para ayudarles en toda la gama de sus necesidades; el vino espléndido y oloroso del afán apostólico y evangelizador para que dé la fuerza y la sabiduría para poder hablar a Dios y hablar de Dios a los demás hombres. 

 Santa María escucha este ruego, acoge esta petición. Pero también Ella, en su función materna, hoy repite las palabras que dirigió a los sirvientes y que son como su testamento: Haced lo que Él os diga. La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad de su Hijo. Sus palabras son como una invitación permanente para cada cristiano: En eso consiste toda la santidad cristiana: pues la perfecta santidad es obedecer a Cristo en todas las cosas (Santo Tomás de Aquino, Comentario sobre S. Juan).


 
 El anuncio del Reino de Dios invitando a la conversión

 Después de haber sido apresado Juan, vino Jesús a Galilea predicando el Evangelio de Dios, y diciendo: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar; convertios y creed en el Evangelio” (Mc 1, 14-15).

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 Comienzo de una nueva etapa en la Historia de la Salvación

 Jesucristo comienza su predicación con palabras parecidas, por no decir idénticas, a estas otras de Juan Bautista: Haced penitencia porque está al llegar el Reino de los Cielos (Mt 3, 2). Convertíos y haced penitencia son expresiones equivalentes, porque el acto esencial de la conversión es hacer penitencia. No es posible convertirse sin hacer actos de penitencia. La conversión no se reduce a un buen propósito de la enmienda, sino que es necesario cumplirlo, aunque cueste. El terreno en el que crece la penitencia es la humildad: todo hombre debe reconocer sinceramente que es pecador; y acompañante de la penitencia es la obediencia: todo hombre debe obedecer a Dios y cumplir sus mandamientos.

 También son equivalentes estas expresiones: Reino de los Cielos y Reino de Dios. La primera es la más usada por san Mateo y está más en consonancia con el modo de hablar de los judíos que, por reverencia al nombre de Dios, evitaban pronunciarlo y lo sustituían por otras palabras. 

La etapa nueva de la Historia de la Salvación, la llegada del Reino de Dios, que trae consigo la obra redentora de Cristo, exige un cambio radical en la conducta del hombre hacia Dios. La Redención es una intervención salvífica especial de Dios a favor de los hombres, que implica, a su vez, una exigencia de que éstos se abran a la gracia divina y se conviertan.   

 Conversión

 El enunciado del tercer misterio luminoso del Santo Rosario es el anuncio de Reino de Dios invitando a la conversión. Jesús de Nazaret, el hombre de la cruz, es el Hijo de Dios que llama a la conversión, esto es, al cambio radical de la existencia por medio de un comportamiento nuevo que nace de querer compartir todo con Él. 

 Misterio de luz es la predicación con la cual Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión, perdonando los pecados de quien se acerca a Él con humilde fe, iniciando así el ministerio de misericordia que Él continuará ejerciendo hasta el fin del mundo, especialmente a través del sacramento de la Reconciliación confiado a la Iglesia (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 21).

 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: “No he venido a llamar a justos sino a pecadores”. Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa “alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta”. La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida “para remisión de los pecados” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 545).

La conversión es necesaria dada la condición pecadora de la humanidad tras el pecado original. Para recibir la salvación que Cristo trae, la llegada del Reino, todos los hombres necesitan hacer penitencia de su vida anterior, esto es, convertirse de su caminar alejándose de Dios a un caminar acercándose a Él. Puesto que por medio está el pecado, no hay posibilidad de dar la vuelta hacia Dios sin conversión, sin penitencia.  

 En realidad toda la vida del hombre es una incesante rectificación de su conducta -comenzar y recomenzar, hacer de hijo pródigo-, y por tanto implica un continuo hacer penitencia. Ya en el Antiguo Testamento la conversión había sido predicación constante de los Profetas; pero ahora, con la venida de Jesucristo, esa conversión y penitencia se hacen absolutamente indispensables. Que Cristo haya cargado con los pecados de toda la humanidad y padecido por los hombres no exime sino que exige de cada uno de éstos una conversión verdadera.

 ¡Convertíos, porque ha llegado el Reino de los Cielos! Acogemos estas palabras con veneración y confianza, porque las pronunció, no un simple hombre, sino el Hijo de Dios. Consideramos que están dirigidas a cada uno de nosotros. Jesús, en efecto, no hablaba sólo para sus contemporáneos, sino para los hombres de todos los tiempos y de cualquier condición... Conversión quiere decir cambiar totalmente la dirección de la misma vida: abrirse a la fe, pasar del culto a las cosas materiales al uso inteligente de ellas como instrumentos para servir mejor a Dios y a los hermanos; pasar de la disipación mundana a la mentalidad cristiana; de la desilusión y del desaliento a la esperanza y a la alegría de una existencia llena de sentido. Convertirse quiere decir creer en el Evangelio, familiarizarse con las enseñanzas del Salvador y hacer de ellas la norma de nuestra vida diaria (Juan Pablo II, Homilía, 24.I.1993).

 La reconciliación y la misericordia de Dios

 Tanto Juan Bautista como Cristo y sus Apóstoles insisten en que es preciso convertirse, cambiar de actitud y de vida como condición previa para recibir el Reino de Dios. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor, al que “Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo” es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del “reencuentro” de este Padre, rico en misericordia (Juan Pablo II, Encíclica Dives in misericordia, n. 13). 

 Siendo discípula del único Maestro Jesucristo, la Iglesia, (...), como Madre y Maestra, no se cansa de proponer a los hombres la reconciliación y no duda en denunciar la malicia del pecado, en proclamar la necesidad de la conversión, en invitar y pedir a los hombres “reconciliarse con Dios”. En realidad ésta es su misión profética en el mundo de hoy como en el de ayer; es la misma misión de su Maestro y Cabeza, Jesús. Como Él, la Iglesia realizará siempre tal misión con sentimientos de amor misericordioso y llevará a todos la palabra de perdón y la invitación a la esperanza que viene de la cruz (Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenintetia, n. 12). 

 Todos estamos necesitados de reconciliación, pues todos hemos pecado. Continuamente experimentamos en nosotros, no sin dolor, que, en lugar de dejarnos llevar por el espíritu de Cristo y hacer la voluntad de Dios, seguimos “el espíritu de este mundo” y contradecimos lo que somos como cristianos. Necesitamos de la misericordia de Dios más grande que todas nuestras infidelidades (Instrucción de la Conferencia Episcopal Española, IV.89, n. 3). Ningún pecado es demasiado grande, ninguno es más grande que la misericordia de Dios.

 El sacramento de la Penitencia

 Hablar de reconciliación y conversión, es necesariamente hablar del sacramento de la misericordia divina que es la Confesión. En el sacramento de la Penitencia el pecador se encuentra con Jesucristo mismo, que por medio del sacerdote le perdona, le colma de su gracia y le ofrece unos consejos bien determinados, de acuerdo con las necesidades de su alma. 

 Para recibir con mucho fruto este sacramento hay que prepararlo bien. En primer lugar, examinar bien la conciencia. Después viene un arrepentimiento sincero de los pecados, con verdadero dolor de corazón por haber ofendido a Dios. Y consecuencia lógica de la contrición, es el propósito firme de no volver a pecar más, de apartarse de las ocasiones de pecado. 

 Después de manifestar con toda sinceridad al confesor los pecados y de recibir la absolución sacramental, está el cumplimiento de la penitencia que se le haya sido impuesta. Hay que reparar y desagraviar gustosamente por los pecados que se ha cometido y por las faltas de amor a Dios que se tenga. 

No se puede olvidar nunca que una confesión bien hecha impulsa a fomentar el espíritu de penitencia. Por tanto, es preciso alejar de este sacramento la rutina o el acostumbramiento. Hay que prepararlo con amor, pidiendo luces al Espíritu Santo para ir a las raíces de las faltas y pecados, sin dar la contrición por supuesta. El penitente bien arrepentido hace propósitos bien concretos para no volver a caer y luchar para ponerlos en práctica, contando siempre con la gracia sacramental que obrará maravillas en su alma.  

 El reino de Dios

 Juan anuncia la llegada del Reino de Dios y Jesús lo realiza. Cristo instaura un Reino de Dios enteramente espiritual, sin los coloridos nacionalistas que los judíos de su tiempo habían concebido. Jesús viene a salvar a su pueblo y a toda la humanidad de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte, y abrir así el camino de la salvación.

 Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 543). Escribe san Pablo a los cristianos de Roma: ...todo el que invocare el nombre del Señor será salvo. Pero ¿cómo invocarán a Aquél en quien no han creído? Y ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? (Rm 10, 13-15). 

La Palabra de Dios se compara a una pequeña semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 5).

 Durante el tiempo que transcurre entre la primera y la segunda venida Cristo a la tierra, el Reino de Dios viene a corresponder a la Iglesia en cuanto comunidad salvífica, que hace presente a Cristo -y, por tanto, a Dios- entre los hombres y los llama a la salvación eterna. No hay necesidad más urgente en todas las épocas de la historia que la de dar a conocer las innumerables riquezas de Cristo a los hombres.  
 Siempre se puede contar con la ayuda de Santa María en la tarea apostólica de anunciar el Reino de Dios a todos los hombres, para que conozcan a Cristo y se conviertan de todo corazón al único Dios verdadero. 

 
 La Transfiguración del Señor

 Seis días después, Jesús se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, y los condujo, a ellos solos aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron deslumbrantes y muy blancos, que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Pedro tomando la palabra, le dice a Jesús: “Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
 Pues no sabía lo que decía, porque estaban llenos de temor. Entonces se formó una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: “Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle”.
 Y luego, mirando a su alrededor, ya no vieron a nadie: sólo a Jesús con ellos.
 Mientras bajaban del monte les ordenó que no contasen a nadie lo que habían visto, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos (Mc 9, 2-9).

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 Misterio de luz por excelencia

 El cuarto misterio luminoso del Santo Rosario es la Transfiguración del Señor. Misterio de luz por excelencia es la Transfiguración, que según la tradición tuvo lugar en el Monte Tabor. La gloria de la Divinidad resplandece en el rostro de Cristo, mientras el Padre lo acredita ante los apóstoles extasiados para que lo escuchen y se dispongan a vivir con Él el momento doloroso de la Pasión, a fin de llegar con Él a la alegría de la Resurrección y a una vida transfigurada por el Espíritu Santo (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 21).

 La Transfiguración es una manifestación de la gloria del Hijo de Dios, una señal, dada a los Apóstoles, de la Divinidad de Jesús. Desde la Encarnación, la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo estaba habitualmente oculta tras su Humanidad Santísima. Tuvo lugar pocos días después del primer anuncio que hizo el Señor a los discípulos de su Pasión, y de las palabras proféticas de que sus seguidores también tendrán que tomar su Cruz -Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame (Lc 9, 23)-, como para hacer entender a los cristianos de todas las épocas que nos es preciso pasar por medio de muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios (Hch 14, 22).

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día (Mt 16, 21). Pedro rechazó este anuncio; los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús.

 Fe y esperanza

  Jesús desea fortalecer la fe y la esperanza de sus Apóstoles, especialmente de los que estarán más próximos en los días tristes de la Pasión y Muerte. La visión de Cristo glorioso en el Tabor, como un anticipo de la felicidad que aguarda en el Cielo a los que sean fieles, les ayudará a propagar y defender la fe en medio de las más duras persecuciones.

La contemplación de este misterio llena de ánimos al creyente para afrontar con visión sobrenatural, paciencia y optimismo las contrariedades que se presenten durante la jornada, sobre todo las inesperadas. La senda de la felicidad pasa por el sacrificio: per crucem ad lucem! Y cuando la Cruz se ama, y no simplemente se tolera, entonces el Señor colma de eficacia apostólica y concede la alegría con la paz, como un trasunto de la bienaventuranza que reserva en el Cielo a los elegidos.

 En el camino de la cruz

 Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para entrar en la gloria, es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hi¬jo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa, (Santo Tomás, Suma Teológica 3, 45, 4, ad 2).

 Este destello fulgurante de la gloria divina bastó para transportar a los tres apóstoles testigos de la Transfiguración (Pedro, Santiago y Juan) a una inmensa felicidad, que en san Pedro produce un deseo incontenible de alargar aquella situación. Intuyendo que Moisés y Elías van a desaparecer, dijo a Jesús: Maestro, qué bien estamos aquí; hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. En esos instantes, el Apóstol no tenía presente que, para gozar plenamente de la bienaventuranza, hay que pasar antes por el sufrimiento y por la Cruz. Pero su afán nacía del amor, era la sed de no apartarse nunca de Dios.

 Felicidad y alegría

 Se comprende bien el deseo de san Pedro. También el discípulo del Señor quiere estar siempre junto a su Maestro, pues Él es la fuente de la felicidad y de la alegría. Tiene reservado el Paraíso a sus fieles, y éstos están anhelando el momento de gozar de la visión beatífica, pero saben que el Tabor es para la otra vida, para la eternidad. Aquí en la tierra quiere acompañarle en el Calvario, morir con Él para después participar de su gloriosa resurrección.

 Trato con el Señor

 Este misterio de luz recuerda que todos los cristianos están llamados a acercarse más y más a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales, manteniendo con Él un trato personal y directo. La Transfiguración habla especialmente de esperanza pues concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo (Flp 3, 21). Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es”, cara a cara (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.023).

En el testamento de un cardenal se lee: ¡En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, Amén! ¡Magnificat! Fui bautizado en el nombre de la Trinidad Santísima; creí firmemente en Ella, por la misericordia de Dios; gusté de su presencia amorosa en la pequeñez de mi alma (me sentí inhabitado por la Trinidad). Ahora entro “en la alegría de mi Señor”, en la contemplación directa “cara a cara” de la Trinidad. Hasta ahora “peregriné lejos de mi Señor”. Ahora “lo veo tal cual Él es”. Soy feliz. ¡Magnificat! (Cardenal Pironio). 

 Así se hallan los Apóstoles en el Tabor: suspendidas el alma y la mirada ante la divina majestad del rostro de Jesús, pero no por eso distraídos o ajenos a las necesidades materiales. Significativas son las palabras: hagamos tres tiendas. El Señor no atendió la petición de Pedro. Los planes divinos eran otros. 

 En la escucha de la palabra de Dios

 Narra el Evangelio que, tan pronto como Pedro dejó de hablar, el Espíritu Santo los cubrió bajo figura de nube, y que salió una voz desde la nube, que decía: Éste es mi Hijo, el elegido, escuchadle. Todo lo que Dios quiere decir a la humanidad lo ha dicho a través de Cristo, al llegar la plenitud de los tiempos. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría necedad, sino agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a Él, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar” (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 22, n.5).  

 Santidad en la vida corriente

 Dios, con el maravilloso ejemplo de Cristo en su vida oculta, dice que el hombre debe santificarse en la vida ordinaria. 

Es, por tanto, en la vida corriente donde debe buscar y encontrar al Señor, sin caer en la mística ojalatera, que el Fundador del Opus Dei llamaba así porque suele invocarse con un ojalá y tiene menos valor que la hojalata. ¡Ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!... Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías (...) y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor (San Josemaría Escrivá, Conversaciones, 116).

 No se debe esperar a encontrarse en las condiciones externas que, según el propio parecer, serían las mejores para progresar en Amor de Dios. La piedad, la santificación del trabajo, el apostolado, la fraternidad... no son como los experimentos químicos que precisan unas determinadas condiciones de presión, temperatura, etc., para producir los resultados esperados. Se engaña quien piensa que será santo cuando cambien las circunstancias, la mala racha que está atravesando en el trabajo o en la vida familiar; o cuando cambie de ciudad o de empresa; o cuando esté más descansado y en plena forma física... Si en esos momentos no fuera posible la santidad, querría decir que sólo podrían alcanzarla las personas con buena salud, las que viven despreocupadamente, sin agobios y contradicciones.

 Este tipo de excusas -frecuentes en labios de quienes no se deciden a entregarse a la Voluntad de Dios- no están dictadas sólo por la comodidad: se deben a la falsa idea de que sólo vale la pena intentar aquello que tiene un éxito humano asegu¬rado. Olvidan que la santidad no consiste en cosechar triunfos y rellenar así una bri¬llante hoja de servicios: se trata de amar a Dios en cada instante, viendo detrás de cada acontecimiento -también de una pequeña o grande contrariedad- su mano paternal y providente. Es cuestión de fe, solía comentar san Josemaría Escrivá ante las dificul¬tades. De ordinario, Dios pide pequeñas cosas, vencimientos casi insignificantes, que objetivamente valen poco. Sin embargo, con ese poco -que es todo lo que se tiene¬- se puede aliviar al Señor, desagraviarle, compensarle el desamor que ha reci¬bido por parte de los hombres.

Esos pequeños vencimientos -pequeños, pero reales- son precisamente los frutos que Jesucristo, hambriento de amor viene a buscar en la vida de los cristianos todos los días. Se trata de tesoros ocultos que salen a la luz en la vida ordinaria; con ellos se puede formar un gran patrimonio en el Cielo. Si no se busca ahí a Dios, no se le encuentra nunca.

 Todo para bien

 Da igual la situación en que se encuentre uno. Tiene entre las manos una posibilidad espléndida de dar gloria a Dios; ya sea haciendo rendir al máximo los propios talentos en el trabajo, o viviendo el espíritu de servicio o bien aprovechando las molestias de una enfermedad para ofrecerlas a Dios y ejercitar las virtudes cristianas... Parecidas consideraciones sirven tanto si se atraviesa un período de gran serenidad como si se está sufriendo humillaciones, incomprensiones, fracasos, y hasta injurias... Para los que aman a Dios, todo es para bien (Rm 8, 28). Todo constituye materia prima con la que santificarse, con la que unirse a la Cruz de Cristo y a su misión redentora, que se advierte cuando se contempla la vida en la tierra con realismo positivo.

 El cristiano es realista, con un realismo sobrenatural y humano, que advier¬te todos los matices de la vida: el dolor y la alegría, el sufrimiento propio y el aje¬no, la certeza y la perplejidad, la generosidad y la tendencia al egoísmo. El cristiano conoce todo y se enfrenta con todo, lleno de entereza humana y de la fortaleza que recibe de Dios (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 60); valora las circunstancias con visión so¬brenatural y sentido común. Valorar cada acontecimiento según el peso que realmente tiene como ayuda a encontrar la solución práctica a los problemas -también en la vida inte¬rior-, evitando el perfeccionismo o la rigidez; sugiere cómo salvar una situación sin un gasto desproporcionado de tiempo y energías, aceptando que a veces -como ense¬ña la sabiduría popular-, lo mejor es enemigo de lo bueno y que un ligero rodeo puede ser preferible a la vía más directa.

 La santidad en la vida ordinaria no es utópica sino real. Lo único decisivo es llegar a la casa de Nuestro Pa¬dre Dios, gozar de la visión beatífica, alcanzar el Tabor y esto se consigue por el camino seguro que discurre a través de la vida real, ordinaria. La Virgen, a todo el que recurre a Ella, le ayuda a recorrerlo con garbo y alegría.



 
 La institución de la Eucaristía

 Cuando llegó la hora, se puso a la mesa y los apóstoles con él. Y les dijo: “Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer, porque os digo que no la volveré a comer hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios”.
 Y tomando el cáliz, dio gracias y dijo: “Tomadlo y distribuidlo entre vosotros; pues os digo que a partir de ahora no beberé el fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios”.
 Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía”.
 Y del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22, 14-20).

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 Locura divina de amor

 El quinto misterio de luz del Santo Rosario es el misterio de la locura de amor de Dios por el hombre: La institución de la Eucaristía. Misterio de luz es la institución de la Eucaristía, en la cual Cristo se hace alimento con su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, dando testimonio de su amor por la humanidad “hasta el extremo”, y por cuya salvación se ofrecerá en sacrificio (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 21). 

 Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros. Jesús sabe bien que celebra su última Pascua, y su Amor se desborda ante el ya próximo desenlace de su existencia terrena. La Pasión es inminente; ahí está la razón de su venida al mundo, el momento culminante de la Historia de la Salvación. Para que quede perpetua y eficaz memoria de su Sacrificio, va a hacer un nuevo milagro mediante la institución de la Sagrada Eucaristía, dejando a sus discípulos la prenda más valiosa de su paso por la tierra.

 El querer y poder de Dios

 En su asidua meditación del misterio eucarístico, san Josemaría Escrivá supo expresar con imágenes muy apropiadas este momento de la vida de Cristo. Todos los modos de decir resultan pobres, si pretenden explicar, aunque sea de lejos, el misterio del Jueves Santo. Pero no es difícil imaginar en parte los sentimientos del Corazón de Jesucristo en aquella tarde, la última que pasaba con los suyos, antes del sacrificio del Calvario. Considerad la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer. Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está Él, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad (Es Cristo que pasa, n. 83).

 Relato de la Última Cena

 Ardientemente deseó Jesucristo la llegada de aquel instante, porque es el momento de la efusión de amor más íntima, del mayor derroche de amor. San Juan comienza el relato de la Última Cena hablando del amor de Cristo por los suyos. La víspera de la fiesta solemne de la Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que vivían en el mundo, los amó hasta el fin (Jn 13, 1). Y para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento.

 Con un trozo de pan en sus manos, y con el cáliz lleno de vino, Jesús afirma categóricamente que, bajo esas apariencias, está presente Él mismo; y ofrece en alimento su Carne y en bebida su Sangre, como había prometido meses atrás en la sinagoga de Cafarnaúm: Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros (...). Y del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.

 Las palabras de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, hacen realmente presentes su Cuerpo y su Sangre bajo las apariencias del pan y del vino, para alimento de las almas, anticipando el Sacrificio de la Cruz. Después, deja en herencia a los Apóstoles el don del sacerdocio: Haced esto en memoria mía. 

 La Iglesia vive de la Eucaristía

Con el paso del tiempo, los Apóstoles -y con ellos, la Iglesia entera- irían profundizando en la riqueza insondable de este misterio de fe y de amor, y desentrañando su valor salvífico.

 La Iglesia, Pueblo de Dios de la nueva alianza, se ha alimentado siempre de la Eucaristía. Es más, se ha construido a través de la Eucaristía: “Porque, aun siendo muchos, somos un solo pueblo y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 17). La Iglesia se refleja en el sacramento eucarístico como en la fuente de la que brota su propia vida. En él está el núcleo incandescente y el corazón de la Iglesia, que puede leer en él la historia de su propia vocación (Juan Pablo II, Homilía, 20.VI.92). 

 La Eucaristía es la más bella expresión del amor de Jesucristo a los mortales. Por ella vive con nosotros siempre y en todas partes; nos habla a toda hora, y con su palabra nos ilumina, con su consejo nos guía, con su fuerza nos sostiene, con su virtud nos santifica, con su amor nos embriaga santamente y con su presencia nos consuela (Beato Marcelo Spínola, Pastoral 30.V.1903).

 Misterio de fe y de amor

 El misterio eucarístico retrata fielmente y expresa lo que es el Corazón de Jesús. Desear estar junto al amado es propio de todo el que ama. Y este deseo del Corazón de Jesús -Mis delicias son estar entre los hijos de los hombres (Pr 8, 31)- es el que le ha obligado a instituir la Eucaristía. 

 La Eucaristía es un misterio inefable, misterio de fe, con una gran riqueza de contenido. Pero es también misterio de amor: la maravilla del Amor de Dios, que se entrega a sus criaturas de modo especialmente asequible: bajo las apariencias del alimento más común, el pan, para que todos los hombres puedan recibir a Cristo e identificarse con Él. Porque el amor, cuando es auténtico y nada hay más auténtico que el Amor de Dios , busca la comunicación más íntima, el sacrificio gustoso, la entrega absoluta, la identificación con la persona amada.

Contemplando la Santísima Eucaristía con ojos de fe, se ve hecho realidad lo que san Pablo escribía en una de sus epístolas: me amó y se entregó por mí (Ga 2, 20), Se ha quedado, por amor, en el Sagrario para ofrecer a los cristianos su ser entero de hombre y de Dios. Cualquier persona, hombre o mujer, enfermo o sano, pecador o justo, puede aplicarse con toda verdad estas palabras del Apóstol de los gentiles: por mí. Dios vuelca toda su grandeza en cada hombre, en cada mujer, cuando le recibe en la Sagrada Comunión.

 Cuando miramos al mar, el pensamiento de la inmensidad viene a nuestra mente; su grandeza nos asombra y llena de admiración... Todo lo grande, todo lo que es en cierto modo inconmensurable, lo solemos comparar con los mares, lo solemos llamar un mar. Pues bien, el sacramento de la Eucaristía es un inmenso mar, un mar sin fondo, un mar que ha brotado del Corazón de Jesús; un mar de poder, un mar de misericordia, un mar de gracia, un mar de amor (Beato Marcelo Spínola, Pláticas). 

 Presencia de Cristo

 La presencia real de Nuestro Señor Jesucristo en este sacramento (...) nos recuerda que el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, sino un Dios muy próximo (...). Un Padre que envía a su Hijo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia. Un Hijo y hermano nuestro, que con su encarnación se ha hecho verdaderamente hombre, sin dejar de ser Dios, y ha querido quedarse entre nosotros hasta la consumación del mundo (Juan Pablo II, Alocución, 31.X.82).

La Iglesia no cesa de dar gracias a Cristo Jesús que, como expresión de un amor infinito, se entrega en la Eucaristía, que es misterio de la fe y fuente de la vida cristiana. E invita a los fieles a amar a Jesús presente en la Eucaristía. Viene en la santa Misa y se queda presente en el sagrario de nuestras iglesias. El amor a Jesucristo, realmente presente en los sagrarios, se demuestra con las prácticas de piedad eucarísticas, entre las que destacan la comunión frecuente y la visita al Santísimo Sacramento. Cristo se ha quedado en la Eucaristía para que se pueda acudir a Él.

En el apostolado hay que recordar la presencia real de Jesucristo en los sagrarios, a la que a veces, tan insuficientemente se corresponde. Con la palabra y con el ejemplo no se debe dejar de repetir que en cada Sagrario Jesucristo espera pacientemente a los fieles.

 María, mujer eucarística

¡Qué fácil resulta contemplar a Santa María en el misterio eucarístico! Jesús es el pan vivo bajado del cielo para la vida del mundo. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Esto nos lleva hasta la Anunciación, cuando el ángel del Señor comunicó la gran nueva a María y, por su consentimiento libre y amoroso, Ella concibió en su seno al Verbo por obra del Espíritu Santo. Existe, pues, un vínculo estrechísimo entre la Eucaristía y la Virgen María, que la piedad medieval acuñó en la expresión caro Christi, caro Mariae: la carne de Cristo en la Eucaristía es, sacramentalmente, la carne asumida de la Virgen María. Por eso, he querido poner de relieve en la Encíclica Redemptoris Mater que “María guía a los fieles a la Eucaristía” (Juan Pablo II, Alocución, 13.VI.93).

Que la Virgen María (...) nos impulse y guíe al encuentro con su Hijo en el misterio eucarístico. Ella que fue la verdadera Arca de la Nueva Alianza, Sagrario vivo del Dios Encarnado, nos enseñe a tratar con pureza, humildad y devoción ferviente a Jesucristo, su Hijo, presente en el Tabernáculo. Ella, que es la Estrella de la Evangelización, nos sostenga en nuestra peregrinación de fe para llevar la Luz de Cristo a todos los hombres, a todos los pueblos. Así sea (Juan Pablo II, Homilía 14.VI.93).

 
La Oración de Jesús en el Huerto de los olivos 

 Entonces llega Jesús con ellos a un lugar llamado Getsemaní, y les dice a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras me voy allí a orar”.
 Y se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, y comenzó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo”.
 Y adelantándose un poco, se postró rostro en tierra mientras oraba diciendo: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú”.
 Vuelve junto a sus discípulos y los encuentra dormidos; entonces le dice a Pedro: “¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo? Velad y orad para no caer en la tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil”.
 De nuevo se apartó, por segunda vez, y oró diciendo: “Padre mío, si no es posible que pase esto sin que yo lo beba, hágase tu voluntad”.
 Al volver los encontró dormidos, pues sus ojos estaban cargados de sueño. Y, dejándolos, se apartó una vez más, y oró por tercera vez repitiendo las mismas palabras. Finalmente, se va junto a sus discípulos y les dice: “Ya podéis dormir y descansar... Mirad, ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar” (Mt 26, 36-46).

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 Jesús aconseja hacer oración

 En los misterios dolorosos del Rosario se contempla lo que se puede denominar las páginas ensangrentadas del Evangelio. Es decir, la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. El primer misterio de dolor del Santo Rosario, con el cual se inicia el itinerario meditativo de la Pasión, es la oración de Cristo en Getsemaní.  

 Era costumbre del Maestro, bien conocida por sus discípulos, pasar largos ratos de oración durante las horas de descanso; cuando estaba en Jerusalén, solía retirarse a un tranquilo huerto de olivos. En muchas ocasiones había aconsejado la oración. Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer (Lc 18, 1). Vigilad, pues, en todo tiempo y orad (Lc 21, 36). Y Él mismo hacía oración: Aconteció por aquellos días que salió Él hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios (Lc 6, 12). Después de esta oración, el Señor eligió a los Doce Apóstoles. A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba (Mc 1, 35). Pero Él se retiraba a lugares solitarios y se daba a la oración (Lc 5, 16). 

 La oración del Señor

 Jesús ora antes de los momentos de su misión: antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo y de su Transfiguración, y antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre; Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus apóstoles: antes de elegir y de llamar a los Doce; antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación. La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide que cumpla es una entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.600). 

 Después de la Última Cena, Jesús salió hacia Getsemaní. Nada más entrar en el recinto del huerto, les dice a sus discípulos: “Sentaos aquí mientras me voy allí a orar”. Y se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, y comenzó a entristecerse y a sentir angustia. Entonces les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo”. 

 En los momentos importantes de su vida Jesús reza: vuelve los ojos al Padre y entabla con Él ese diálogo lleno de confianza, ese diálogo de amor. Y ahora, en el momento decisivo en el cual va a llevar a cabo la Redención del género humano con su muerte en la cruz, recurre a la oración, a la unión íntima con el Padre. Es en la intimidad de la oración donde el cristiano, siguiendo el ejemplo de Cristo, ve la voluntad del Padre. 

 De rodillas sobre el duro suelo, persevera en oración... Llora por ti... y por mí: le aplasta el peso de los pecados de los hombres (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Primer misterio doloroso).

 Aceptación de la voluntad del Padre

 En el Huerto de los olivos, Cristo vive un momento particularmente angustioso frente a la voluntad del Padre, contra la cual la debilidad de la carne se sentiría inclinada a rebelarse. Allí, Cristo se pone en lugar de todas las tentaciones de la humanidad y frente a todos los pecados de los hombres, para decirle al Padre: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Este “sí” de Cristo cambia el “no” de los primeros padres en el Edén (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 22).

 En medio de un intenso sufrimiento, Jesús acude con confianza a Dios Padre, aceptando su Voluntad. Su oración en estos momentos de angustias será un modelo para sus seguidores de todos los tiempos, un punto de referencia imprescindible para superar cualquier prueba. Por eso invita a los discípulos a la oración.

 Necesidad de la oración

 Llegado allí, díjoles: Orad para que no entréis en tentación. Se apartó de ellos como un tiro de piedra, y, puesto de rodillas, oraba (Lc 22, 40 41). Tras largo rato de diálogo con el Padre celestial, que misteriosamente oculta a la Santísima Humanidad del Hijo amado el consuelo de su cercanía, Jesús se acerca a los tres predilectos (Pedro, Santiago y Juan), adormecidos por el abatimiento y la flaqueza. Ellos no han sabido ofrecerle el consuelo de estar a su lado, al menos con la plegaria. 

Mal apoyo para el Maestro son los discípulos en aquella hora difícil. Pero Jesús les urge a que aviven su espíritu de oración y se mantengan despiertos para evitar que el Maligno siembre su tenebrosa semilla en los corazones. Dice a Pedro: Simón, ¿duermes? ¿No has sido capaz de velar una hora? Velad y orad para no caer en tentación; el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mc 14, 37-38).

      También a todos los cristianos les dice Jesús que oren, pues necesitan de la oración. En primer lugar, para ser santos. ¿Santo, sin oración?... No creo en esa santidad (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 107). Luego, para no caer en la tentación, ni en la rutina, ni en la tibieza. Con oración siempre se sale victorioso de los ataques del enemigo, porque da fuerzas; se superan las dificultades; se recomienza la vida cuantas veces sean necesarias. Y también se precisa para el apostolado. Entonces dijo a los discípulos: “La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 37 38).

 Los discípulos del Maestro han de ser almas contemplativas y la contemplación es oración, y deben esforzarse de continuo por hacer de su vida una vida de oración. 

La oración da fuerza para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad. La oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad. La oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia en la perspectiva salvífica de Dios y de la eternidad. ¡No dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo! (Juan Pablo II).

 Agonía de Cristo

 La visión clara de los padecimientos y tormentos que le esperan, el poco apoyo de sus amigos, la muerte amarga en la cruz con que ha de morir y el peso de los pecados de los hombres, hacen que el Señor sienta tristeza y que angustien su corazón hasta sudar gotas de sangre. Pero su voluntad humana reafirma su propósito de servir fidelísimamente a los planes divinos.

 En esta agonía de Cristo en Getsemaní se ve en toda su profundidad la humanidad del Señor, perfecto Dios y perfecto Hombre, que ha querido entregarse hasta el final. La contemplación de la Humanidad Santísima del Señor, en la debilidad de estos momentos, alimentará por los siglos la oración de los cristianos, pasmados ante la humildad de Dios que ha tomado sobre sí todas las debilidades de la humanidad. 

 La noche parece no tener fin, mientras la oración del Señor se prolonga en intensidad creciente de amor y de dolor. Volviendo por segunda vez al lugar donde estaban Pedro, Santiago y Juan, los encuentra nuevamente dormidos: parecen no advertir la trascendencia del momento ni la soledad en que se encuentra su Maestro. En esta ocasión no les reprocha nada; pero en su Corazón debió de experimentar la amargura de no sentirse apoyados por los suyos, mientras los que le persiguen no se conceden un momento de reposo.

 Es una escena que desgraciadamente se repite muchas veces a lo largo de la historia, y que en los tiempos actuales posee una triste actualidad. También ahora muchos cristianos dormitan en su fe tibia, mientras los enemigos de Dios y de la Iglesia traman maldades. Hay que estar siempre bien despiertos, acompañando al Señor, y dispuestos a defenderle. 

 Sufrimiento vicario

 El relato evangélico continúa narrando la agonía del Redentor en Getsemaní. Jesús se interna de nuevo entre las sombras de los olivos -hay luna llena-, para postrarse ante el Padre celestial. La marea de los pecados del mundo golpea e inunda su Corazón, como un oleaje furioso y despiadado, causando vivísima impresión en su sensibilidad humana. Es tanta la intensidad de su plegaria y tan grande el dolor que le causan las ofensas de los hombres, que le vino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo (Lc 22, 44).

 Es la agonía de Jesús. Con soberana libertad de amor, acepta de nuevo el precio inmenso del rescate de los hombres, fijado por el Padre en su Providencia admirable. Es el misterio de la misericordia redentora de Cristo, que acepta y carga sobre sí la satisfacción por todos los pecados, que abre el camino que sacará a los hombres de un abismo infeliz de iniquidad. La sangre derramada durante la oración de la noche del primer Jueves Santo de la historia brilla ya como aurora de salvación y como ejemplo vivo de identificación con el querer divino.

 La hora de la Pasión

 El Señor termina su oración. Vuelve por tercera vez al lugar donde se encuentran los Apóstoles y les dice: ¿Aún estáis durmiendo y descansando? Basta, llegó la hora: mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos; ya llega el que me va a entregar (Mc 14, 41-42).

 Pedro, Santiago y Juan se desperezan precipitadamente. A cierta distancia, los otros ocho Apóstoles se levantan también. En la entrada del huerto, se revuelve un tropel de sombras sigilosas. Jesús, con decisión, se encamina hacia ellos. Su Alma Santísima, que ha estado turbada y angustiada en las horas anteriores, ha sido fortalecida en la oración. El Señor se dispone a afrontar las pruebas que le esperan, plenamente identificado con la Voluntad del Padre.

 Para el cristiano es la hora de tomar la decisión de acompañar a Cristo en su Pasión. Y en el Calvario, estar con María al pie de la Cruz para servir de consuelo al Divino Crucificado. 

 
La flagelación del Señor

 Pilato le dijo: “¿Qué es la verdad?”.
 Y después de decir esto, se dirigió otra vez a los judíos y les dijo: “Yo no encuentro en él ninguna culpa. Vosotros tenéis la costumbre de que os suelte a uno por la Pascua, ¿queréis que os suelte al rey de los judíos?”.
 Entonces volvieron a gritar: “¡A ése no, a Barrabás!”. Barrabás era un ladrón.
 Entonces Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotaran (Jn 18, 38-19, 1).

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 Un castigo injusto

 Después del prendimiento del Señor en el Huerto de los olivos toca considerar el segundo misterio doloroso del Santo Rosario, la flagelación del Señor. 

 El Procurador romano, Poncio Pilato, por un lado, no está dispuesto a consentir la condena de un inocente; pero, a la vez, desea contentar a la muchedumbre y evitar de este modo una posible revuelta. Por eso, busca una vía intermedia y propone a los judíos: Después de castigarle, lo soltaré (Lc 23, 22). No hay lógica alguna en estas palabras, pues ¿qué motivo existe para castigar a un hombre del que se acaba de reconocer su inocencia?

 La flagelación era un suplicio tremendo. La costumbre romana -y así parece que obraron con Jesús- consistía en utilizar un terrible instrumento, un flagelo en el que las correas terminaban en bolas de plomo y puntas de metal. No había un límite al número de azotes. Muchos de los que la sufrían morían durante el suplicio o a causa de él; en cualquier caso, cuando era ejecutada sistemáticamente, como ocurrió en el caso de Jesús, causaba gravísimas lesiones y dejaban al reo tan debilitado que era prácticamente incapaz de moverse luego por sí mismo. 

 Al contemplar esta escena de la Pasión del Señor, se le ve atado a la columna. Lleno de llagas. Suena el golpear de las correas sobre su carne rota, sobre su carne sin mancilla, que padece por tu carne pecadora. -Más golpes. Más saña. Más aún... Es el colmo de la humana crueldad. Al cabo, rendidos, desatan a Jesús. -Y el cuerpo de Cristo se rinde también al dolor y cae, como un gusano, tronchado y medio muerto. Tú y yo no podemos hablar. -No hacen falta palabras. -Míralo, míralo... despacio. Después... ¿serás capaz de tener miedo a la expiación? (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Segundo misterio doloroso).  

 Cristo sufrió injusticia, pues siendo inocente fue castigado. La sentencia más injusta que ha habido en toda la historia de la humanidad, la sentencia de Pilato, que condena a muerte al Hijo de Dios, fue permitida por Dios Padre a causa de su infinito amor al hombre.  

 Espectáculo estremecedor

Espectáculo el más horrendo que el mundo vio, ni jamás verá: los hombres azotando al Hijo de Dios, a la vista de su eterno Padre y de todos los ángeles del cielo, sin que haya nadie que se lo estorbe (Luis de Palma, La Pasión del Señor). Cuando Dios envió a su Hijo, no esperó a que los esfuerzos humanos hubieran eliminado previamente toda clase de injusticias... Jesucristo vino a compartir nuestra condición humana con sus sufrimientos... Antes de transformar la existencia cotidiana, Él supo hablar al corazón de los pobres, liberarlos del pecado, abrir sus ojos a un horizonte de luz... Tiene el sabor y el calor de la amistad que nos ofrece aquel que sufrió más que nosotros (Juan Pablo II, Homilía, 1979). La aceptación en la fe de cualquier sufrimiento humano puede convertirlo en una participación personal en el sufrimiento sacrificial y expiatorio de Cristo. El mismo Cristo continúa su pasión en el hombre que sufre.  

 Acompañar a Cristo en el padecimiento

 Consideraos felices si Nuestro Señor, que os ha amado tanto y que tanto ha sufrido para demostraros su amor, os da alguna ocasión de padecer un poco por Él, testimoniadle de esta forma vuestro amor. Recoged con generosidad las espinas que encontréis en vuestro camino y haced con ellas una corona (Cardenal Merry del Val).

 Aconsejaba san Josemaría Escrivá: Acostúmbrate, ya desde ahora, a afrontar con alegrías las pequeñas limitaciones, las incomodidades, el frío, el calor, la privación de algo que consideras imprescindible y el no poder descansar como y cuando quieras, el hambre, la soledad, la ingratitud, la incomprensión, la deshonra... (Amigos de Dios, n. 119).

 Este misterio habla de penitencia, de mortificación. La vocación cristiana es vocación de sacrificio, de penitencia, de expiación. Hemos de reparar por nuestros pecados -¡en cuántas ocasiones habremos vuelto la cara, para no ver a Dios!- y por todos los pecados de los hombres (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 9).

 En su sentido más profundo el sacrificio brota de la conciencia de pecado y del esfuerzo que hace el hombre para ofrecer a Dios satisfacción y expiación por los pecados. San Juan María Vianney, más conocido como el Santo Cura de Ars, en un sermón dijo: Desde que el hombre pecó, sus sentidos se rebelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias (Sermón sobre la penitencia). 

 Espíritu de mortificación

 La mortificación es un medio de purificación. En primer lugar está la mortificación interior, para que las conversaciones no giren en torno a uno mismo, para que la sonrisa reciba siempre los detalles molestos, para hacer la vida agradable a las personas que están cercanas por el motivo que sea: familia, estudio, trabajo...; y después, la mortificación de los sentidos.

 El cuerpo llagado de Jesús es verdaderamente un retablo de dolores... Por contraste, vienen a la memoria tanta comodidad, tanto capricho, tanta dejadez, tanta cicatería... Y esa falsa compasión con que trato mi carne. ¡Señor!, por tu Pasión y por tu Cruz, dame fuerza para vivir la mortificación de los sentidos y arrancar todo lo que me aparte de Ti (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, 10ª Estación, n. 2). 

 Al cuerpo hay que darle un poco menos de lo justo. Si no, hace traición (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 196). La mortificación ayuda a vivir la santa pureza. Decía santo Tomás de Aquino: Cuando dos están luchando, si deseas ayudar a uno de los contendientes, lo lógico es que procures echar una mano a ése, mientras tratas de debilitar al otro. Entre el espíritu y la carne hay un combate continuo. De ahí que, si buscas la victoria del espíritu, habrás de socorrerle, y eso se hace con oración. A la carne, en cambio, tratarás de neutralizarla por medio de la mortificación.

 Santa Pureza

 La pureza de corazón es una tarea para el hombre, que debe realizar constantemente el esfuerzo de luchar contra las fuerzas del mal, contra las que empujan desde el exterior y las que actúan desde el interior, que lo quieren apartar de Dios. La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí. Y el dominio de sí es una obra que dura toda la vida. Nunca se considerará adquirida de una vez para siempre. Supone un esfuerzo reiterado en todas las edades de la vida. El esfuerzo requerido puede ser más intenso en ciertas épocas, como cuando se forma la personalidad, durante la infancia y la adolescencia (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2.342).

 Por defender su pureza San Francisco de Asís se revolcó en la nieve, San Benito se arrojó a un zarzal, San Bernardo se zambulló en un estanque helado... -Tú, ¿qué has hecho? (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 143).

 Si queremos guardar la más bella de todas las virtudes, que es la castidad, hemos de saber que ella es una rosa que solamente florece entre espinas; y, por consiguiente sólo la hallaremos, como todas las demás virtudes, en una persona mortificada (Santo Cura de Ars). 

También están las mortificaciones pasivas, ésas que no se esperan y que vienen. Hay que saber descubrir la cruz de Jesucristo en las contradicciones de la jornada. Y otro campo amplio del espíritu de penitencia está en el cumplimiento acabado del propio deber y en la entrega a los demás.

 Dolor salvífico

 El sufrimiento es el camino obligado de la salvación y de la santificación. Para ser santos, podemos carecer de este o aquel carisma, de esta o aquella actitud especial; pero no se puede dispensar del sufrimiento. Sufrir es un ingrediente necesario de la santidad. Como lo es el amor. Y de hecho, el amor que Cristo nos enseña y que Él vivió primero, dándonos ejemplo, es un amor... que expía y salva a través del sufrimiento. Puede haber amor sin sufrimiento. Pero el sufrimiento sin el amor no tiene sentido. Con el amor, aceptado como lo aceptó Cristo, el sufrimiento adquiere un valor inestimable (Juan Pablo II, Alocución, 15.V.1985). 

Jesús tomó sobre sí todo el sufrimiento humano, confiriéndole un valor nuevo... Por eso los cristianos que viven en situaciones de enfermedad, de dolor, de vejez, no están invitados por Dios solamente a unir su dolor a la Pasión de Cristo, sino también a acoger ya ahora en sí mismos y a transmitir a los demás la fuerza de la renovación y la alegría de Cristo resucitado. Tienen en sus manos un gran tesoro con el cual pueden hacer mucho bien a los demás.

 Después de la flagelación Cristo aparece hecho un guiñapo. Tal como había profetizado Isaías, su aspecto parecía sin apariencia humana, y en una forma despreciable entre los hijos de los hombres (Is 52, 14). No hay buen parecer en Él, ni hermosura; le hemos visto, y nada hay que atraiga nuestros ojos. Despreciado, el deshecho de los hombres, varón de dolores, experimentado en el sufrimiento, y su rostro cubierto de vergüenza y afrentado; por lo que no hicimos ningún caso de Él (Is 53, 2-4).  

  Si se le pide, la Virgen María da fortaleza necesaria para acompañar a Cristo en su Pasión. 

 
La coronación de espinas

 Los soldados lo condujeron dentro del patio, es decir, el pretorio, y convocaron a toda la cohorte. Lo vistieron de púrpura y le pusieron una corona de espinas que habían trenzado. Y comenzaron a saludarle: “Salve, Rey de los Judíos”.
 Y le golpeaban en la cabeza con una caña, le escupían e hincando las rodillas se postraban ante él. Después de reírse de él, le despojaron de la púrpura y le colocaron sus vestiduras. Entonces lo sacaron para crucificarlo (Mc 15, 16-20).

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 Ecce homo

 El día 15 de julio de 1099 la ciudad de Jerusalén era conquistada por los cruzados. Godofredo de Bouillón, jefe de la expedición, rehusó coronarse como rey allí donde su Redentor había llevado una corona de espinas. Esta anécdota sirve como introducción a la consideración del tercer misterio de dolor del Santo Rosario, que es la coronación de espinas.

 Siguiendo el relato evangélico, después de la flagelación al Divino Redentor le pusieron una corona de espinas que habían trenzado. Escribió san Josemaría Escrivá: La corona de espinas, hincada a martillazos, le hace Rey de burlas... Ave Rex judaeorum! -Dios te salve, Rey de los judíos. Y, a golpes, hieren su cabeza. Y le abofetean... y le escupen. Coronado de espinas y vestido con andrajos de púrpura, Jesús es mostrado al pueblo judío: Ecce homo! -Ved aquí al hombre (Santo Rosario, Tercer misterio doloroso). 

La soldadesca, después de la flagelación, tomó a Jesús como objeto de sus burlas. Y como lo acusaban de que se hacía pasar por rey, lo coronaron y lo vistieron como tal. La coronación de espinas no formaba parte de la pena legal prevista, sino que los mismos soldados, llevados por su crueldad y afán de burlas, la añadieron por su cuenta. 

 El Evangelio describe con escueta sobriedad la entrega sin resistencia de Jesús a los tormentos y al ridículo. Los hechos hablan por sí solos. Jesús toma sobre Sí, por amor al Padre y a toda la humanidad, el castigo que los hombres merecen por sus pecados. En el corazón de cada uno de los redimidos debe brotar, generosamente, el agradecimiento a Jesucristo y, junto con el agradecimiento, el dolor de sus pecados, el amor, los deseos de sufrir en silencio junto a Jesús, el ansia de reparar los propios pecados y los de los demás: ¡Señor, nunca más pecar!

 La figura doliente de Jesús, flagelado y coronado de espinas, con una caña por cetro y un viejo manto de púrpura sobre sus hombros, ha quedado como símbolo vivo del dolor humano bajo la advocación del Ecce homo. Cómo estaría aquel divino rostro: hinchado con los golpes, afeado con las salivas, rasguñado con las espinas, arroyado con la sangre, por unas partes, reciente y fresca, y por otras, fea y ennegrecida. Pero, como enseña un Padre de la Iglesia, sus oprobios han borrado los nuestros, sus ligaduras nos han hecho libres, su corona de espinas nos ha conseguido la diadema del Reino, y sus heridas nos han curado (San Jerónimo). 

 El título de la sentencia

San Juan sitúa este episodio de la coronación de espinas en el centro de la narración acerca de lo ocurrido en el pretorio. Con ello pone de relieve que en la coronación de espinas resplandece la realeza de Cristo: aunque aquellos soldados romanos sólo de modo burlesco le aclamen como Rey de los judíos, el Evangelista nos da a entender que Jesucristo verdaderamente es Rey.

 Cristo, revestido con las insignias reales para aquella trágica parodia, hace vislumbrar su grandeza y majestad. Él es realmente Rey de reyes. Digno es el Cordero que ha sido sacrificado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la bendición (Ap 5, 12).

 Coronado. Sí, la realeza le pertenece a Cristo. Es significativo que durante su pasión apareciera con los atributos de la realeza -cetro, corona y manto de púrpura- y que la causa de su condena fuera la de ser rey.

Pilato, después de dictar la sentencia de muerte, escribió el título y lo puso sobre la cruz. Estaba escrito: Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. Muchos judíos leyeron este título, pues el lugar donde Jesús fue crucificado se hallaba cerca de la ciudad. Y estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. Los pontífices de los judíos decían a Pilato: No escribas el rey de los judíos, sino que él dijo: Yo soy Rey de los judíos. Pilato contestó: lo que he escrito, escrito está (Jn 19, 19-22).

 El título era el nombre técnico que en el derecho romano expresaba la causa de la condena. Solía inscribirse en una tablilla para conocimiento público y era resumen del acta oficial que se remitía a los archivos del tribunal del César. Por eso, cuando los pontífices judíos piden a Pilato que cambie las palabras de la inscripción, el Procurador se niega aduciendo que la sentencia ya ha sido dictada y ejecutada y, por tanto, no puede modificarse: ése es el sentido de las palabras lo que he escrito, escrito está. En el caso de Cristo, este título escrito en varios idiomas proclama su realeza universal, ya que lo podían leer todos los que desde diversos países habían venido a celebrar la Pascua; así se confirman las palabras del Señor: Yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo (Jn 18, 37).

 Cristo Rey

El título y poder de rey pertenecen por derecho propio a Jesucristo, como Dios y como Hombre. Es también Rey por derecho de conquista en cuanto es el libertador de toda la humanidad redimida con su Sangre. La oración colecta de la Misa de la fiesta de Cristo Rey expresa con claridad la liberación del pecado: ...haz que toda la creación, liberada de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique siempre.

      Cristo es Rey. Es Rey de las almas y de las conciencias, de las inteligencias y de las voluntades, Cristo lo es también de las familias y de las ciudades, de los pueblos y de las naciones. Se ve en el mundo del principio del siglo XXI que se organiza la vida social como si Dios no existiese, y se engendra de esta forma la apostasía de las masas. También en esta época, en estos inicios del tercer milenio, hay personas que dicen: No queremos que reine Cristo. Pero los cristianos, discípulos del Maestro, quieren que Cristo esté en el centro de su corazón, en su vida, pues saben que su Reino es de la verdad y la vida; de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz.

La misión de todos los fieles, independientemente de su estado dentro de la Iglesia Católica, es extender y afirmar el reinado de Jesucristo en todos los corazones, y en todas las actividades humanas: Regnare Christum volumus! Jesucristo es Rey y Rey supremo, y como Rey debe ser honrado. Su pensamiento debe estar en nuestras inteligencias; su moral, en nuestras costumbres; su caridad, en las instituciones; su justicia, en las leyes; su acción, en la historia; su culto, en la religión; su vida, en nuestra vida (Monseñor Sarto).

Pilato entró de nuevo en el pretorio, llamó a Jesús y le dijo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Jesús contestó: ¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí? Pilato respondió: ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo, si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí (Jn 18, 33 36).

Mis gentes me habrían defendido. El bautizado es de Cristo y, por tanto, es su misión extender su reino; defender a Cristo, ahora que se ataca su divinidad, con doctrina clara, y a la Iglesia, que es la Esposa de Cristo. 

Yo soy Rey. Y efectivamente, Jesús quiere reinar en el corazón de cada hombre. Reinará Cristo en su corazón si lo tiene libre; si lo tiene controlado, guardado con siete cerrojos.

 Desagraviar a Dios

Hay que desagraviar a Cristo Rey por la corona de espinas, por los latigazos, por las bofetadas, por los salivazos, por la cruz... por los pecados. -Tú y yo, ¿no le habremos vuelto a coronar de espinas, y a abofetear, y a escupir? Ya no más, Jesús, ya no más... (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Tercer misterio doloroso).

 En la homilía de la Misa de beatificación de los dos videntes más pequeños de Fátima, Juan Pablo II dijo de Francisco Martos: Soportó los grandes sufrimientos de la enfermedad que lo llevó a la muerte, sin nunca lamentarse. Todo le parecía poco para consolar a Jesús; murió con una sonrisa en los labios. Grande era, en el pequeño Francisco, el deseo de reparar las ofensas de los pecadores, esforzándose por ser bueno y ofreciendo sacrificios y oraciones. ¡Qué bonito es tener ansias de servir de consuelo al Corazón de Cristo!

 Un sacerdote dio el siguiente consejo a los niños que preparaba para la Primera Comunión: Amados niños, si por la calle, o en cualquier parte, oís a hombres malos que blasfeman, proseguid en vuestro camino, pero decid fervorosamente en vuestro interior: ¡Alabado sea Jesucristo! ¡Cuánto os lo agradecerá nuestro Señor! Los otros le maldicen; vosotros, en cambio, le alabáis... 

Santa María, Reina y Madre de Cristo Rey, ayuda siempre a los hombres a desagraviar a su Divino Hijo, al Ecce Homo desfigurado por los pecados de toda la humanidad.
 
La Cruz a cuestas

 Pilato buscaba cómo soltarlo. Pero los judíos gritaban diciendo: “¡Si sueltas a ése no eres amigo del César! ¡Todo el que se hace rey va contra el César!”
 Pilato, al oír estas palabras, condujo fuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Litóstrotos, en hebreo Gabbatá. Era la parasceve de la Pascua, más o menos la hora sexta, y les dijo a los judíos: “Aquí está vuestro Rey”.
 Pero ellos gritaron: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!”.
 Pilato les dijo: “¿A vuestro Rey voy a crucificar?”.
 “No tenemos más rey que el César” respondieron los príncipes de los sacerdotes.
 Entonces se lo entregó para que lo crucificaran. Y se llevaron a Jesús.
 Y, cargando con la cruz, salió hacia el lugar que se llama la Calavera, en hebreo Gólgota (Jn 19, 12-17).

*****

 Con el peso de la cruz

 Ahora corresponde contemplar el cuarto misterio doloroso del Santo Rosario. Jesús, después de haber sido azotado y coronado de espinas, es condenado a muerte por Poncio Pilato. San Juan es el único de los evangelistas que dice claramente que Jesús llevó la Cruz a cuestas. Los otros tres sólo mencionan la ayuda de Simón de Cirene. 

 Era costumbre entre los romanos que la crucifixión se llevase a cabo extramuros de la ciudad, pero muy cerca de alguna de sus puertas, a la vera de un camino, de modo que todos pudieran ver al reo y sirviera de escarmiento a los malhechores. El condenado estaba obligado a llevar por sí mismo la cruz.

 Jesús tomó la Cruz sobre sus hombros, se abrazó a aquel instrumento de suplicio, y a partir de entonces la Cruz dejó de ser símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. En ella está la salvación del género humano, la vida de los creyentes y la futura resurrección de los muertos. 

 En Cristo cargado con la Cruz ve san Jerónimo, entre otros significados, el cumplimiento de la figura de Abel llevado como víctima inocente y, sobre todo, la de Isaac que carga con la leña del propio sacrificio.

 La piedad cristiana contempla en las estaciones del Vía Crucis el recorrido que anduvo Cristo llevando la Cruz desde el pretorio del Procurador romano hasta el monte Calvario, donde fue crucificado. Y las estaciones de este ejercicio piadoso van a ser el itinerario meditativo a seguir.

La actitud decidida de Cristo ante la Cruz debe llevar al cristiano a imitar en su vida ordinaria el ejemplo del Maestro. Él había dicho a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). Es necesario que te decidas voluntariamente a cargar con la cruz. Si no, dirás con la lengua que imitas a Cristo, pero tus hechos lo desmentirán; así no lograrás tratar con intimidad al Maestro, ni lo amarás de veras. Urge que los cristianos nos convenzamos bien de esta realidad: no marchamos cerca del Señor, cuando no sabemos privarnos espontáneamente de tantas cosas que reclaman el capricho, la vanidad, el regalo, el interés... (San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 129).

 Las tres caídas

 Según cuenta la tradición recogida en la tercera, séptima y novena estación del Vía Crucis, Jesús cayó tres veces en tierra bajo el peso de la Cruz; pero se levantó y se abrazó de nuevo a ella con amor para cumplir la Voluntad de su Padre Celestial, viendo en la Cruz el altar donde iba a entregar su vida como Víctima propiciatoria por la Salvación de los hombres. Cae Jesús por el peso del madero... Nosotros, por la atracción de las cosas de la tierra. Prefiere venirse abajo antes que soltar la Cruz. Así sana Cristo el desamor que a nosotros nos derriba (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VII Estación, n. 1). 

 Se explican bien las caídas de Cristo. Desde la noche anterior, el Señor ha estado sometido a una serie de torturas físicas y morales: la agonía en Getsemaní, donde tanta fue su angustia que llegó a sudar gotas de sangre; los malos tratos en casa de los Sumos sacerdotes; el insomnio y, sobre todo, la cruel flagelación y coronación de espinas, explican la extrema debilidad de Jesús. Pero lo que de verdad le abruma es el peso de los delitos de los hombres y comprobar, al mismo tiempo, la ingratitud de los que ha venido a salvar. Como gráficamente se expresa san Pablo: a Él, que no conoció pecado, (Dios) lo hizo pecado por nosotros, para que llegásemos a ser en Él justicia de Dios (2 Co 5, 21).  

 Marchaba, pues, Jesús hacia el lugar donde había de ser crucificado, llevando su cruz. Extraordinario espectáculo: a los ojos de la impiedad, grande irrisión; a los ojos de la piedad, gran misterio (...); a los ojos de la impiedad, la burla de un rey que lleva por cetro el madero de su suplicio; a los ojos de la piedad, un rey que lleva la cruz para ser en ella clavado, cruz que había de brillar en la frente de los reyes; en ella había de ser despreciado a los ojos de los impíos, y en ella habían de gloriarse los corazones de los santos; así diría después San Pablo: No quiero gloriarme sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo (San Agustín, Tratado sobre el Evangelio de san Juan, 117, 3).

 La ayuda del Cirineo

 Cuando le llevaban echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús (Lc 23, 26). Dios Padre, en su Providencia, decidió proporcionar a su Hijo este pequeño consuelo en medio de los más atroces sufrimientos, de manera semejante a como en Getsemaní envió un ángel para que le confortara en aquella agonía. 

 Después de los tormentos sufridos, los soldados ven que a Jesús no le queda fuerza para llevar la Cruz hasta la cima del Gólgota. Cristo sigue solo, en medio de la gente. ¿Dónde están sus discípulos? ¿Dónde todos aquellos que habían recibido el beneficio de su predicación, de sus curaciones y de sus milagros? No hay ningún amigo que le ayude a llevar la Cruz. Y hoy como ayer, en el mundo está lleno de cobardía y miedo, de respetos humanos. Los soldados tienen que recurrir a un hombre que viene de trabajar y obligarle a llevar la Cruz.

El Señor quiso ser ayudado por el Cirineo para enseñar a los creyentes de todas las épocas -representados por Simón- que han de ser corredentores con Él. El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la Cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 97).

El evangelista san Marcos se detiene en detallar quién era Simón: era padre de Alejandro y de Rufo. Parece ser que Rufo, años después, se trasladó con su madre a Roma; san Pablo les envía saludos cariñosos en la Carta a los Romanos. En el conjunto de la Pasión, es bien poca cosa lo que supone esta ayuda. Pero a Jesús le basta una sonrisa, un gesto, un poco de amor para derramar copiosamente su gracia sobre el alma del amigo. Años más tardes, los hijos de Simón, ya cristianos, serán conocidos y estimados entre sus hermanos en la fe. Todo empezó por un encuentro inopinado con la Cruz (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V Estación). 

 Cabe imaginarse que la primera reacción de Simón fue de desagrado por un servicio impuesto a la fuerza y de suyo repelente. Pero el contacto con la Santa Cruz y la contemplación en primer plano de los sufrimientos y muerte de Jesús, debieron tocar su corazón; y de indiferente, el Cirineo bajó del Calvario fiel discípulo de Cristo. Excelente recompensa la de Jesús. Nunca se deja ganar en generosidad. Cuántas veces la divina Providencia, a través de un desagradable incidente, sitúa al hombre de cara al dolor y se efectúa en él una conversión más radical. No hay nada como el dolor para seguir a Jesús.

 En este pasaje evangélico se puede considerar que, aunque el Señor ha rescatado libremente al hombre y sus méritos son infinitos, pide la colaboración de éste. Cristo carga con la Cruz, pero el fiel cristiano ha de ayudarle a llevarla aceptando todas las dificultades y contratiempos que la Providencia depare. Así se santificará más y más, al mismo tiempo que expía sus faltas y pecados.

 Encuentros en la vía dolorosa

 No sería la ayuda del Cirineo el único consuelo del Señor en aquella calle, denominada desde aquel primer Viernes Santo, calle de la Amargura o vía dolorosa. La devoción cristiana recoge también en el Vía Crucis la piadosa tradición de que una mujer, llamada Verónica (Berenice), se acercó al Divino Maestro y le limpió el rostro con un paño. Ella ejecutó con valentía su gesto compasivo, a pesar de la actitud de la gente que, con sus burlas, se mofaba de Jesús. Aquella mujer nos ha dejado un ejemplo maravilloso para que los discípulos del Señor de todos los tiempos -también los de la época actual- sepan vencer los respetos humanos.

 Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres, que lloraban y se lamentaban por él (Lc 23, 27). El gesto de piedad de las mujeres -hijas de Jerusalén- demuestra que, junto con los enemigos de Jesús, iban otras personas que estaban a su favor. Si se tiene en cuenta que las tradiciones judías prohibían llorar por los condenados a muerte, todo fiel se dará cuenta del valor que demostraron esas mujeres que rompieron en llanto al contemplar al Señor cargado con la Cruz. Los santos -me dices- estallaban en lágrimas de dolor al pensar en la Pasión de Nuestro Señor. Yo, en cambio... Quizá es que tú y yo presenciamos las escenas, pero no las “vivimos” (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII Estación, n. 1). 
  
 En el camino del Calvario las únicas que acompañan y consuelan a Jesús son las mujeres. Es justo, pues, señalar su fortaleza, valentía y piedad en esos momentos duros y difíciles de la vida del Señor. Los hombres, en cambio, incluso los discípulos del Señor, no aparecen a excepción de Juan. 

 Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos, porque he aquí que vienen días en que se dirá: dichosas las estériles y los vientres que no engendraron y los pechos que no amamantaron (Lc 23, 28-29). A pesar de su tremendo sufrimiento, Jesús piensa en las terribles pruebas que se avecinan a su pueblo. Sus palabras ante los lamentos de aquellas mujeres constituyen una profecía de la destrucción de Jerusalén, que sobrevendría poco después. 

 El Divino Reo consolando a las hijas de Jerusalén da un ejemplo de olvido de sí, y de preocupación por los demás.   

 Asimismo se venera en la cuarta estación del Vía Crucis el encuentro de Jesús con su Santísima Madre camino del Calvario, encuentro doloroso en que se cumplió la profecía que el anciano Simeón hizo a la Santísima Virgen cuando el Niño Jesús fue presentado en el Templo. De la mano de María, tú y yo queremos también consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IV Estación). 


 
Jesús muere en la Cruz

 Cuando llegaron al lugar llamado “Calavera”, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Y Jesús decía: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”.
 Y se repartieron sus ropas echando suertes. El pueblo estaba mirando, y los jefes se burlaban de él y decían: “Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si él es el Cristo de Dios, el elegido”.
 Los soldados se burlaban también de él; se acercaban y ofreciéndole vinagre decían: “Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo”.
 Encima de él había una inscripción: “Éste es el rey de los judíos”.
 Uno de los malhechores crucificados le injuriaba diciendo: “¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”.
 Pero el otro le reprendía: “¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a Dios? Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal”.
 Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”.
 Y le respondió: “En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
 Era ya alrededor de la hora sexta. Y toda la tierra se cubrió de tinieblas hasta la hora nona. Se oscureció el sol, y el velo del Templo se rasgó por la mitad. Y Jesús, clamando con una gran voz, dijo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
 Y diciendo esto expiró (Lc 23, 33-46).

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 El drama del Gólgota

 En el siglo XX, en la década de los sesenta, apareció la llamada teología de la muerte de Dios. Ésta consistía en decir que el hombre había llegado a una madurez tal que ya no necesitaba de Dios; y veía al mundo contemporáneo como un mundo en el que el hombre parece llamado a vivir sin apoyarse en Dios. Y cuando Dios no es necesario es como si hubiera muerto. Esta teología verdaderamente disparatada ha tenido una cierta influencia en el comportamiento de muchos hombres, dando paso a la secularización, entendida ésta como una comprensión atea del mundo y de la sociedad. En días actuales se ve cómo hay quienes viven como si Dios no existiera, han marginado de sus vidas a Dios.

 Llega el momento de contemplar la muerte de Dios encarnado, de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Es el quinto misterio doloroso del Santo Rosario: Jesús muere en la Cruz. La muerte del Señor sí que ha tenido una influencia decisiva en la historia de la humanidad. Con su muerte, Cristo venció a la misma muerte y dio al hombre vida, trajo la salvación. Las puertas del Cielo, que quedaron cerradas tras el pecado de los primeros padres, han sido abiertas por Cristo al morir crucificado.  

 Amó hasta el fin

 La muerte de Jesús es fruto del amor: de un amor incomensurable a la humanidad entera y a cada uno de los hombres y mujeres que han venido y vendrán a la tierra. Y amor con amor se paga. Contemplar la figura de Cristo muerto en la Cruz por toda la humanidad, interpela a cada persona directamente y le mueve a tratar de devolverle amor, a ser generosos en la entrega. Hay que revivir la muerte de Jesús poniéndose al pie de la cruz junto a María, para penetrar con ella en la inmensidad del amor de Dios al hombre (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 22).

 El Señor ha salvado al mundo con la cruz; ha devuelto a la humanidad la esperanza y el derecho a la vida con su muerte. No se puede honrar a Cristo si no se le reconoce como Salvador, si no se reconoce el misterio de su santa cruz (Juan Pablo II, Discurso, 30.VI.1985). En Cristo crucificado se hace patente la plenitud del amor de Dios al mundo, al hombre.

 Muerte victoriosa la tuya. Pero el triunfo derramado en tus venas se ocultaba celosamente, y para los que te vieron eras sólo un despojo humano, unos restos inútiles... Dios sin vida para hacernos vivir. Dejaste de alentar para infundirnos aliento. Te sometiste al abandono, a la traición, al desamparo, para que cifremos nuestra dicha en sentirnos abandonados, traicionados, desvalidos. Y nuestra desconfianza es tan grande que todavía nos obstinamos en temer, estremeciéndonos ante la posibilidad de morir. No olvidemos que, en tu muerte, nos abriste las puertas de Ti mismo y la mansión de tu amor (Ernestina de Champourcin, Presencia a oscuras).

 Las santas mujeres en el Calvario

 Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena (Jn 19, 25). Mientras que los Apóstoles, a excepción de san Juan, abandonan a Jesús en esta hora de oprobio, aquellas piadosas mujeres, que le habían seguido durante su vida pública, permanecen ahora junto al Maestro que muere en la Cruz.

 La Iglesia desde siempre ha reconocido la dignidad de la mujer y su importante cometido en la Historia de la Salvación. Basta recordar el culto que, desde los orígenes, el pueblo cristiano ha tributado a la Madre de Cristo, la Mujer por antonomasia, y la criatura más santa y más privilegiada que jamás ha salido de las manos de Dios. El Concilio Vaticano II, dirigiendo un mensaje especial a las mujeres, dice entre otras cosas: Mujeres que sufrís, que os mantenéis firmes bajo la cruz a imagen de María; vosotras, que a tan menudo, en el curso de la historia, habéis dado a los hombres la fuerza para luchar hasta el fin, para dar testimonio hasta el martirio, ayudadlos una vez más a conservar la audacia de las grandes empresas, al mismo tiempo que la paciencia y el sentido de los comienzos humildes (Mensaje del Concilio a la Humanidad. A las mujeres, n. 9).

Desde la Cruz, Cristo imparte la lección de Las Siete Palabras.  

 La súplica del perdón

 Jesús se dirige al Padre en tono de súplica: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XI Estación). 

 Cabe distinguir dos partes en la plegaria del Señor: la petición escueta: Padre, perdónales, y la disculpa añadida: porque no saben lo que hacen. En las dos se muestra como quien cumple lo que predica, y como modelo que imitar. Había predicado el deber de perdonar las ofensas y aun de amar a los enemigos, porque había venido a este mundo para ofrecerse como Víctima para la remisión de los pecados y alcanzar el perdón a los hombres.

 Sorprenden a primera vista las disculpas con que Jesús acompaña la petición de perdón: Porque no saben lo que hacen. Son palabras del amor, de la misericordia y de la justicia perfecta que valoran hasta el máximo las atenuantes de los pecados. No cabe duda de que los responsables directos tenían conciencia clara de que estaban condenando a un inocente, cometiendo un homicidio; pero no entendían, en aquellos momentos de apasionamiento, que estaban cometiendo un deicidio. En este sentido san Pedro dice a los judíos, estimulándoles al arrepentimiento, que obraron por ignorancia, y san Pablo añade que de haber conocido la sabiduría divina no hubieran crucificado al Señor de la Gloria. En esta inadvertencia se apoya Jesús, misericordioso, para disculparles.

 En toda acción pecaminosa el hombre tiene zonas más o menos extensas de oscuridad, de apasionamiento, de obcecación que, sin anular su libertad y responsabilidad, hacen posible que se ejecute la acción mala atraído por los aspectos engañosamente buenos que presenta. Y esto constituye un atenuante en lo malo que hace el hombre pecador. 

 Cristo enseña a perdonar y a buscar disculpas para los ofensores, y así abrirles la puerta a la esperanza del perdón y del arrepentimiento, dejando a Dios el juicio definitivo de los hombres. Esta caridad heroica fue practicada desde el principio por los cristianos. Así, el primer mártir, san Esteban, muere suplicando el perdón divino para sus verdugos. Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti (Camino, n. 452).

Amor y perdón. ¿Hasta siete veces? No, hasta setenta veces siete, siempre. Hay que saber perdonar siempre. 

 El buen ladrón

 Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43). Al responder al buen ladrón Jesucristo manifiesta que es Dios porque dispone de la suerte eterna del hombre; que es infinitamente misericordioso y no rechaza al alma que se arrepiente con sinceridad. Estas palabras muestran la misericordia divina y el valor del arrepentimiento final. Siempre hay esperanza en esta vida.

 Además, con esas palabras dirigidas a san Dimas el Señor revela una verdad fundamental de la fe católica: Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón-, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, n. 28). 

 La Madre y el discípulo

 Ahí tienes a tu madre... He ahí a tu hijo (Jn 19, 26-27). Juan Pablo II comentó estas palabras de Cristo crucificado: Se despojó de su rango... haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Al pie de la cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento... participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora. Pero, a diferencia de la fe de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada... Jesús dice a su madre: Mujer, aquí tienes a tu hijo... Puede decirse que, si la maternidad de María respecto de los hombres, ya había sido delineada anteriormente, ahora es precisada y establecida claramente... Esta nueva maternidad de María, engendrada por la fe, es fruto del nuevo amor que maduró en ella definitivamente junto a la cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo (Encíclica Redemptoris Mater, nn. 18. 23).

 Numerosos signos muestran cómo la Santísima Virgen ofrece también hoy, precisamente a través del Rosario, aquella solicitud materna para todos los hijos de la Iglesia que el Redentor, poco antes de morir, le confió en la persona del discípulo amado: ¡Mujer, ahí tienes a tu hijo! (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 7). 

La Virgen es Madre de los creyentes. A Cristo le han quitado todo, pero Él da su Madre al discípulo amado, en el cual estaban representados todos los cristianos.

 Sed de almas

 Tengo sed (Jn 19, 28). El suplicio de la cruz llevaba consigo la natural deshidratación. Y de ahí que Cristo dijera: Tengo sed. Para también se puede ver en la sed de Jesús una manifestación de su deseo ardiente por cumplir la voluntad del Padre y salvar todas las almas. Su sed es de almas; su sed es ansia de redención; su sed es manifestación de su alma sacerdotal; su sed es salvar a todos. Esta palabra lleva a pedir al Señor tener sus mismos sentimientos redentores. 

 Desde la Cruz ha clamado: sitio!, tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad y de la gloria del Cielo (Amigos de Dios, n. 202). 

 Soledad del Crucificado

 Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc 15, 34). Estas palabras, pronunciadas en arameo, son el comienzo del Salmo 22, la oración del justo que, perseguido y acorralado por todas partes, se ve en extrema soledad, como un gusano, oprobio de los hombres y desprecio del pueblo (Sal 22, 7). Desde el abismo de esta miseria y máximo abandono, el justo acude a Yavé: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (...) En verdad tú eres mi esperanza desde el seno de mi madre (...) No retrases tu socorro. Apresúrate a venir en mi auxilio (Sal 22, 2.10.20). Así pues, esta interpelación de Cristo, lejos de traducir un momento de desesperación, revela la rotunda confianza en su Padre celestial, el único en quien puede apoyarse en medio del dolor, a quien puede quejarse como Hijo y en quien se abandona sin reservas.    

 Una de las situaciones más dolorosas para el hombre es sentirse solo frente a la incomprensión y persecución de todos, presa de la inseguridad y del miedo. Dios permite estas pruebas para que, experimentada la propia pequeñez de la criatura humana y la caducidad del mundo, se ponga toda esperanza sólo en Él, que saca bien de los males para quienes le aman. 

 Cumplimiento total de la misión

 Todo está consumado (Jn 19, 30). Estas palabras de Cristo resuenan como el clamor de un rey en el momento de la victoria. Cuando cae su sangre, derramada en beneficio de la humanidad entera, Jesús con una fuerza increíble en un moribundo, dice: Consummatum est! En el cuerpo destrozado del Señor se ha reanudado la amistad entre Dios y el hombre: ha desaparecido la antigua e irreconciliable enemistad entre el pecado de la criatura y la justicia del Creador, entre la mancha del alma y la santidad del Padre de las almas. Ya somos aceptados “entre los que ama” (Robert H. Benson, La amistad de Cristo). 

 Todo está consumado, porque Cristo ha cumplido la misión por la que vino al mundo. Se ha abierto para el pecador la puerta de la salvación. Desde el momento de la muerte del Señor ya no hay pecados imperdonables. Se dice que la caridad consiste en perdonar lo imperdonable y amar lo imposible de amar. Y la sangre preciosísima de Cristo se ha convertido en una fuente en la que se lavan el pecador y el impuro, donde el hombre se purifica del pecado. 

 Abandono en Dios

 Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46). En el momento cumbre de su existencia terrena, en el abandono aparentemente más absoluto, Jesucristo hace un acto de suprema confianza, se arroja en los brazos de su Padre, y libremente entrega su vida. Cristo no murió forzado ni contra su voluntad, sino cuando quiso. En Cristo nuestro Señor fue cosa singular que murió cuando Él quiso morir, y que recibió la muerte no tanto producida por fuerza extraña como voluntariamente. Pero no sólo escogió la muerte, sino que también determinó el lugar y el tiempo en que había de morir; por eso escribió Isaías: “Se ofreció en sacrificio porque Él mismo quiso” (Is 53, 7). Y el Señor antes de su Pasión, dijo: “Doy mi vida para tomarla de nuevo (...). Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo” (Jn 10, 17-18) (Catecismo Romano, I, 6, 7). 
 Tras la muerte de Cristo es el momento de acompañar a Santa María en su soledad del sábado santo, con la esperanza puesta en la Resurrección del Señor.
  

 
La Resurrección del Señor

 Pasado el sábado, al alborear el día siguiente, marcharon María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro. Y de pronto se produjo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo, se acercó, removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como de un relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. Los guardias temblaron de miedo ante él y se quedaron como muertos. El ángel tomó la palabra y les dijo a las mujeres: “Vosotras no tengáis miedo; ya sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí, porque ha resucitado como había dicho. Venid a ver el sitio donde estaba puesto. Marchad enseguida y decid a los discípulos que ha resucitado de entre los muertos; irá delante de vosotros a Galilea: allí le veréis. Mirad que os lo he dicho”.
 Ellas partieron al instante del sepulcro con temor y una gran alegría, y corrieron a dar la noticia a los discípulos. De pronto Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: “No tengáis miedo; id a anunciar a mis hermanos que vayan a Galilea: allí me verán” (Mt 28, 1-10).

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 El triunfo de Cristo sobre la muerte

 Los cuatro evangelistas narran el hecho de la Resurrección del Señor. Lo acontecido en aquella mañana del primer día de la semana es el tema principal de la predicación de los Apóstoles: Y los apóstoles daban testimonio con gran fortaleza de la resurrección del Señor Jesús (Hch 4, 33). Si no fuera así, no tendría sentido la fe del cristiano: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es vana (1 Co 15, 17).

 Después de haber contemplado los misterios de la vida de Jesucristo desde su concepción virginal hasta su muerte, ahora es el momento de considerar el primer misterio de gloria del Santo Rosario: la Resurrección del Señor. 

 Las apariciones del Resucitado

 El misterio de la Resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento. Durante cuarenta días estuvo Cristo apareciéndose a diversas personas: María Magdalena, las santas mujeres, los Apóstoles, los discípulos de Emaús... Aunque los Evangelios no lo dicen, bien seguro que el Señor se apareció en primer lugar a su Madre, la Virgen María. También el gozo de María experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23). 

 Jesús se aparece a los Apóstoles la misma tarde del domingo en que resucitó. Se presenta en medio de ellos sin necesidad de abrir las puertas, ya que goza de las cualidades del cuerpo glorioso; pero para deshacer la posible impresión de que sólo es un espíritu, les muestra las manos y el costado: no queda ninguna duda de que es Jesús mismo y de que verdaderamente ha resucitado. Además les saluda por dos veces con la fórmula usual entre los judíos, con el acento entrañable que en otras veces tendría en ese saludo. Con esas amigables palabras quedaban disipados el temor y la vergüenza que tendrían los Apóstoles por haberse comportado deslealmente durante la pasión. De esta forma se ha vuelto a crear el ambiente de intimidad, en el que Jesús va a comunicarles poderes trascendentales, entre otros, el de poder perdonar los pecados.

 ¡Señor mío y Dios mío!

 Ocho días después se apareció de nuevo a los Apóstoles, en esta ocasión también está Tomás, pues la vez anterior no estuvo presente. Ha quedado reflejada en la Sagrada Escritura la incredulidad de este discípulo cuando los demás le dijeron que habían visto a Jesús resucitado. El Señor le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente (Jn 20, 27). El apóstol respondió: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28). 

La duda de santo Tomás movió al Maestro a darle una prueba especial de la realidad de su cuerpo resucitado. Y la respuesta del discípulo no es una simple exclamación, es una afirmación: un maravilloso acto de fe en la Divinidad de Jesucristo: ¡Señor mío y Dios mío! Estas palabras constituyen una jaculatoria que han repetido con frecuencia los cristianos, especialmente como acto de fe en la presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía. 

 En el camino de Emaús

En el camino de Emaús tuvo lugar otra de las apariciones de Cristo en la tarde del mismo domingo de su resurrección. La cuenta san Lucas, pero con un poco de imaginación, ésta es la narración que podría haber hecho uno de aquellos dos discípulos, en concreto del que no se conoce su nombre.

La muerte del Maestro supuso para nosotros un golpe muy duro. Después del sábado, Cleofás y yo estábamos tan desalentados que decidimos volver a nuestra aldea, y recomenzar nuestra vida. La despedida de los demás hermanos fue triste. Algunos, incluso, nos aconsejaron que nos quedáramos en Jerusalén, pero ¿para qué? No tenía ya ningún sentido. Habíamos sufrido la mayor de las decepciones: el Maestro había sido crucificado como un malhechor. ¡Habíamos puesto tantas esperanzas en Jesús, seguros de que era el Mesías prometido! Y estaba muerto. Si el único que tenía palabras de vida eterna había muerto, ¿qué quedaba por esperar?

 Emprendimos el camino de Emaús, que ahora lo puedo calificar -después de lo que ocurrió en él, y que a continuación contaré- como el de los desalientos anticipados..., pero también el de los encuentros divinos. A pesar de la tristeza, Cleofás y yo íbamos recordando una y otra vez todo lo sucedido en los últimos días considerándolo como un desastre, el fin de nuestra esperanza. Sin duda nos habíamos equivocado, entendido mal su mensaje, el Nazareno quizá había sido un profeta, pero no el Mesías que todo el pueblo esperaba. Su muerte, un hecho tan seguro, sólo podía interpretarse así. Un velo de desilusión atenazaba nuestros corazones. No nos restaba, pues, otra cosa, sino volver a la monótona vida de antes.

 Veíamos nuestras vidas como un frasco rebosante de ilusiones perdidas, sin lugar para sueños nuevos. ¡Era tanto el desánimo, la sensación de fracaso! Habíamos vivido una aventura espléndida, en la que habíamos creído, pero se disipó como la niebla ante los rayos del sol.

 Mientras caminábamos nuestra conversación estaba llena de recuerdos del tiempo que pasamos junto al Maestro. Sus grandes prodigios, la elocuencia de sus palabras, el entusiasmo que sabía suscitar en la muchedumbre..., aunque también evocaba nuestra memoria su captura, su muerte en una cruz en medio de dos ladrones. Estábamos tan absortos en nuestros recuerdos, que no advertimos que, a poca distancia, nos seguía otro viajero. Apenas intercambiamos con él un saludo cuando llegó a nuestra altura, pero el desconocido viandante aminoró el ritmo de su paso con clara intención de caminar junto a nosotros.

 Quizás por haberse dado cuenta Él que conversábamos excitada, desesperadamente, o por vernos entristecidos, tan desasosegados, nos preguntó: “¿Qué conversación lleváis entre los dos mientras vais caminando?” Ante esta pregunta, nos detuvimos, y Cleofás le dijo: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días?” En realidad era el único que lo sabía en toda su plenitud, pues no era otro que el mismo Jesús resucitado, aunque ni Cleofás ni yo le habíamos reconocido.

 El desconocido nos dijo: “¿Qué ha pasado?”. La pregunta la había hecho con un tono cariñoso, de verdadero interés, que provocó un diálogo lleno de confianza, sin tener nosotros reparos en abrir nuestros corazones para contarle el motivo de la tristeza que, sin duda, veía reflejada tanto en el rostro de Cleofás como en el mío. Le dijimos que la vida comenzaba a parecernos sin sentido, le hablamos de nuestra desilusión..., motivado por lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo le entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese condenado a muerte y crucificado. También le manifestamos la ilusión que habíamos puesto en Él. Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría a Israel; mas, con todo, van ya tres días desde que esto ha sucedido.

 Le veíamos interesado por lo que le contábamos. Tanto es así que nos atrevimos a referirle la remota esperanza que abrigábamos en nuestro interior, aunque sin mucha convicción de que fuera tal. “Nos dejaron estupefactos ciertas mujeres de las nuestras que, yendo de madrugada al monumento, no encontraron su cuerpo, y vinieron diciendo que habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía. Algunos de los nuestros fueron al monumento y hallaron las cosas como las mujeres decían, pero a Él no le vieron”. Hasta aquel momento no nos habíamos parado a considerar la posibilidad de ser ciertas las buenas noticias que se habían ido recibiendo durante la mañana de aquel primer día de la semana, pero al contárselo, notábamos ir recuperando la esperanza que estaba casi totalmente perdida.

 Yo añadí que “algunos dicen que han vuelto a verle, que ha resucitado, pero ¿quién puede creer una cosa como ésta?”. No había acabado de hablar, cuando el desconocido caminante nos reprochó el tener la mente embotada. En concreto nos dijo: “¡Oh hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase en su gloria?”, y nos fue citando, desde Moisés a los profetas, los fragmentos de la Escritura en que se anuncia que el Mesías tiene que padecer y morir para luego entrar en su gloria. Vivamente impresionados nos quedamos cuando se refirió al libro del profeta Isaías, en el que están escritos los poemas del Siervo de Yavé. Realmente lo que se dice allí se ha cumplido con la pasión y muerte de Jesús.

 Sus palabras eran consoladoras, nos recordaba lo que ya sabíamos, pero creíamos no saber porque estábamos cegados; no nos descubría nada nuevo, pero sacaba de nuestra memoria lo que había nublado la tristeza. Tan interesados y embebidos estábamos en aquella conversación llena de amabilidad que el camino se hizo corto, de tal manera que para cuando quisimos darnos cuenta habíamos llegado a la aldea.

 Ya en las mismas puertas de Emaús, aquel hombre hizo ademán de seguir adelante. Fue entonces, cuando de nuestros labios salió una súplica. “Quédate con nosotros, pues el día ya declina”. Era verdad que estaba oscureciendo, pero lo dijimos sólo como una excusa para convencerle de que no nos privara de su presencia, para poder continuar aquel coloquio ambulante en nuestra casa, para que compartiera nuestra cena. No nos resignábamos a perder tan pronto la compañía de aquel compañero misterioso de viaje que había consolado nuestros corazones y nos había dado luces para entender los designios divinos. No se hizo rogar. Accedió y entró en nuestra casa.

 Se sentó a la mesa. Nos disponíamos a tomar algunos alimentos para recuperar las fuerzas gastadas durante el camino, cuando Él tomó el pan, lo bendijo y nos lo dio. En aquel gesto suyo lo reconocimos. Era el Maestro. Efectivamente había resucitado. Habíamos caminado a su lado sin advertir quién era. Pero... desapareció de nuestra presencia. No importaba. Le habíamos visto, estado con Él. Una inmensa alegría invadía todo nuestro ser. Después comenté con Cleofás: “¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?”. Cleofás asintió.   

 No había que perder tiempo. Enseguida nos levantamos, y aunque ya era de noche, nos encaminamos a Jerusalén. Había que desandar lo andado por la tarde, recorrer en sentido inverso el mismo camino polvoriento, pero ahora sin tristezas, ni desánimos, ni sensaciones de fracaso. De la tristeza habíamos pasado a la alegría. Ya no sólo había una ligera esperanza, sino la certeza de la resurrección. Sentíamos la urgencia de volver a la Ciudad Santa por el afán de comunicar el gozo que había en nuestros corazones, de compartir tanta dicha, de ser pregoneros de la buena nueva de la resurrección de Nuestro Señor.

 Nada más llegar a Jerusalén, nos dirigimos a la misma casa donde Jesús había celebrado la Pascua con los Apóstoles. Seguramente aún permanecerían allí en compañía de otros discípulos, pues por la mañana nos habían dicho que no se moverían de ese sitio. ¡Qué alegría, pensábamos, cuando le comuniquemos que hemos visto al Maestro! Golpeamos fuertemente con la aldaba sobre el portón hasta que nos abrieron después de cerciorarse que éramos nosotros. Ya dentro, las palabras nos salían atropelladamente de los labios. Pero... ellos también conocían la feliz noticia y nos dijeron: “Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón”. Nosotros le referimos lo que nos había pasado por el camino y cómo le reconocimos al partir el pan.

 Contemplar al Resucitado

 “La contemplación del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ¡Él es el Resucitado!”. El Rosario ha expresado siempre esta convicción de fe, invitando al creyente a superar la oscuridad de la Pasión para fijarse en la gloria de Cristo en su Resurrección y en su Ascensión (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23). 

 Hay que dejar en el sepulcro del Señor los andrajos del hombre viejo, y resucitar con Él a una vida nueva de gracia y santidad. Vida rejuvenecida en una primavera espiritual de esperanza, vida perennemente orientada hacia el Cielo, adonde Cristo sube para preparar el lugar a sus discípulos; vida regida por ese Espíritu celestial, que el mismo Jesús envía a la tierra para continuar su obra. 

 Y todo con María, maestra de espiritualidad, del sacrificio escondido y silencioso, guía segura para subir al cielo, reina y abogada de la Humanidad entera

En el misterio ocurrido en el primer día de la semana se contempla el triunfo de Cristo sobre la muerte, la Resurrección gloriosa del Señor. Contemplando al Resucitado, el cristiano descubre de nuevo las razones de la propia fe (Cfr. 1 Co 15, 14), y revive la alegría no solamente de aquellos a los que Cristo se manifestó -los Apóstoles, la Magdalena, los discípulos de Emaús-, sino también el gozo de María, que experimentó de modo intenso la nueva vida del Hijo glorificado (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23).

 Verdad fundamental de la fe

El 26 de marzo del año 2000, Juan Pablo II celebró la Santa Misa en la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén. Al inicio de la homilía, el Santo Padre dijo: Aquí, en la Basílica del Santo Sepulcro, me arrodillo ante el lugar de su sepultura: “Ved el lugar donde le pusieron”. (...) La tumba está vacía. Es un testimonio silencioso del evento central de la historia humana: la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

La Resurrección de Cristo es una de las verdades fundamentales de la fe católica: Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana también es vuestra fe (1 Co 15, 14). Es también el fundamento de la esperanza: Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe; todavía estáis en vuestros pecados (...). Porque, si sólo para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más desgraciados de todos los hombres. Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que murieron. Puesto que por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos (1 Co 15, 17.19-21). 

Cristo vive. Ésta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 102). La Iglesia celebra con júbilo el triunfo de Cristo, su Resurrección, que es la prueba mayor de la divinidad de Nuestro Señor. La fe de los cristianos es la Resurrección de Cristo; esto es lo que tenemos por cosa grande: el creer que resucitó (San Agustín).

 La muerte ha sido vencida

 La Resurrección ha supuesto el triunfo de Jesús sobre la muerte, el pecado y demonio. Cristo ha roto las cadenas de la triple esclavitud a la que estaba sometido el hombre. Sobre el cristiano, como sobre Cristo, la muerte no tiene la última palabra; el que vive en Cristo no muere para quedar muerto; muere para resucitar a una vida nueva y eterna. La muerte ha sido vencida y redimida. Los creyentes en Cristo están llamados al gozo de la resurrección y de la vida inmortal a través de la muerte.    

 La Buena Nueva de la Resurrección nunca puede ser separada del misterio de la Cruz (...). La Resurrección de Jesús es el sello definitivo de todas las promesas de Dios, el lugar del nacimiento de una humanidad nueva y resucitada. (...) En el umbral de un nuevo milenio, los cristianos pueden y deben mirar al futuro con gran confianza en la potencia gloriosa del Resucitado de hacer nuevas todas las cosas (Juan Pablo II, Homilía).

 La Resurrección de la carne

 La Resurrección de Jesucristo es prenda de la resurrección de los santos. Mas ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primicia de los que murieron. Puesto que por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos (1 Co 15, 20-21). Y en la Carta de san Pablo a los filipenses se lee: Esperamos un Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará el cuerpo de nuestra humillación, conforme a su cuerpo glorioso, según el poder que Él tiene de someter a Sí todas las cosas (Flp 3, 20-21). 

 Nuestros cuerpos, tras su disolución en la sepultura, resucitarán a su tiempo por el poder del Verbo de Dios para la gloria del Padre, que revestirá de inmortalidad nuestra carne corruptible, pues la omnipotencia de Dios se manifiesta perfecta en lo que es débil y caduco (San Ireneo de Lyon).

 Resurrecciones espirituales

 La resurrección espiritual del hombre en Jesucristo: ¿O ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, sepultados juntamente con Él por medio del bautismo en orden a la muerte, para que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminaremos en nueva vida (Rm 6, 3-4); Por consiguiente, si habéis resucitado con Cristo buscad las cosas de arriba donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en lo de arriba no en las cosas de la tierra. Estáis muertos y vuestra vida permanece oculta con Cristo en Dios (Col 3, 1-3).

 Por eso, fe en la resurrección del Señor, fe en que todos los que se salven resucitarán corporalmente un día para la gloria. Fe también en esas resurrecciones espirituales después de las caídas y miserias de los bautizados: todo lo puedo en Aquél que me conforta (Flp 4, 13). El bautismo ha puesto en el cristiano el germen de la gracia, que -cuando la ha perdido- la recupera por la penitencia. De ahí la necesidad de continuas conversiones, para vivir vida sobrenatural.

 Lo que de verdad me interesa es que Cristo haya resucitado, porque es el único hecho que me lleva a pensar que, si el poder de Dios se ejerció en Él, puedo yo tener la esperanza de que se ejerza también misericordiosamente en mí (Teresa Berganza).

 La Madre del Resucitado nunca dudó de las palabras de su Hijo. Por eso no fue al sepulcro, como las santas mujeres, en el amanecer del primer día de la semana, a buscar entre los muertos al que está vivo (Lc 24, 5). A Ella hay que pedirle para todos creyentes que la fe en las palabras de Cristo sea cada vez mayor, pues son de los que han creído sin haber visto.

 
La Ascensión del Señor

 Los que estaban reunidos allí le hicieron esta pregunta: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el Reino de Israel?”.
 Él les contestó: “No es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra”.
 Y después de decir esto, mientras ellos lo observaban, se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos. Estaban mirando atentamente mientras él se iba, cuando se presentaron ante ellos dos hombres con vestiduras blancas que dijeron: “Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo” (Hch 1, 6-11).

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 El triunfo de la humanidad

 Al comienzo de la contemplación de este segundo misterio de gloria del Santo Rosario, unas palabras de Juan Pablo II sirven para hacer el itinerario meditativo: Dios ha vencido la muerte y en Jesús ha inaugurado definitivamente su Reino. Durante su vida terrena Jesús es el profeta del Reino. Y, después de su Pasión, Resurrección y Ascensión al cielo, participa del poder de Dios y de su dominio sobre el mundo (Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio, n. 16).

 El Señor, exaltado en su Humanidad Santísima a la derecha de Dios, ha ido a gozar plenamente de la gloria que ha merecido con su Pasión y Muerte. Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas las jerarquías de los Ángeles y de todas las legiones de los bienaventurados de la Gloria (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Segundo misterio glorioso).

 La Ascensión del Señor habla de esperanza. En la oración colecta de la Misa de la solemnidad de la Ascensión, se pide a Dios: Concédenos, Señor, rebosar de alegría al celebrar la gloriosa ascensión de tu Hijo, y elevar a ti una cumplida acción de gracias, pues el triunfo de Cristo es ya nuestra victoria y, ya que él es la cabeza de la Iglesia, haz que nosotros, que somos su cuerpo, nos sintamos atraídos por una irresistible esperanza hacia donde él nos precedió.  

 Porque somos el Cuerpo de Cristo, tenemos parte en la vida celestial de nuestra cabeza. La Ascensión de Jesús es el triunfo de la humanidad, porque la humanidad está unida a Dios para siempre, y glorificada para siempre en la persona del Hijo de Dios. Cristo glorioso jamás permitirá ser separado de su Cuerpo... No sólo tomamos parte nosotros, la Iglesia, en la vida de la Cabeza glorificada, sino que Cristo Cabeza comparte plenamente la vida peregrinante de su Cuerpo y la dirige y canaliza hacia su recto fin en la gloria celestial (Juan Pablo II, Homilía, 3.VI.1984).  

 En el Monte de los Olivos

 Este misterio de la vida de Cristo es el último de su paso por la tierra. El Señor se fue con sus Apóstoles al Monte de los Olivos, atravesando el torrente Cedrón, en el camino de Betania. Seguramente a la memoria de los discípulos acudiría, vivísimo, el recuerdo de las innumerables veces que han pasado por allí con el Maestro; en esta ocasión le acompañan por última vez, y un velo de tristeza comienza a atenazar sus corazones.

 En un momento, el Señor detiene su caminar. En torno a Él se congregan todos; y levantando sus manos los bendijo. Y sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y se elevaba al Cielo (Lc 24, 50-51). Los Apóstoles caen de hinojos mientras la humanidad Santísima de Cristo se va alejando de ellos. Rodeado de una corte invisible de ángeles, el Señor sube triunfante al Cielo. Pedro y Juan, Santiago, Andrés y todos los demás no aciertan a apartar la mirada de esa figura tan querida que, con la distancia, se va haciendo más y más pequeña, hasta que una nube la oculta a sus ojos.

 Largo rato se estarían los Apóstoles, como embobados, rastreando los aires por donde se les ha ido el Maestro. Pero no es momento de estériles nostalgias. Dos criaturas angélicas se les aparecen para decirles: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que de entre vosotros ha sido elevado al cielo, vendrá de igual manera a como le habéis visto subir al cielo.

Se ha leído al principio el relato de la Ascensión del Señor que hace san Lucas en el libro Hechos de los Apóstoles. Un poco tristes se quedaron los discípulos cuando vieron a su Maestro subir a los cielos. Es lógica la tristeza de los Apóstoles. Habían seguido a Cristo durante tres años, y ahora no se acostumbran a la idea de la ausencia física del Señor. Pero el cristiano sabe que Jesús se fue y se ha quedado en la Eucaristía. Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo.

 Tristeza primero, después gozo

      Los Apóstoles vieron la forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer el bien, de Cristo. Tuvieron la inmensa fortuna de convivir con el Señor. Y ahora... Ellos contemplaron a Cristo de cerca. En una ocasión le vieron sentado junto al pozo de Jacob, fatigado del camino. Y seguramente hablaron con Jesús del cansancio. También los discípulos del Maestro de todos los tiempos, cuando estén cansados pueden hablar con Cristo de desánimos, fatigas, desilusiones y cansancios, y seguro que de esa conversación saldrán fortalecidos. Los Apóstoles presenciaron el llanto de su Maestro ante la tumba de Lázaro. El Señor lo aprovecharía para comentar con sus discípulos el valor de la amistad. Aprendieron a hacer oración viendo a Cristo hablar con su Padre Dios, y de labios del Maestro oyeron por vez primera cómo dirigirse a Dios llamándole Padre. Estuvieron con Él cuando se compadeció de la muchedumbre. Aquella escena fue todo un ejemplo vivo de lo que es la compasión, la misericordia. Es, pues, lógica la tristeza de los Apóstoles.

Vuestra tristeza se convertirá en gozo. Y diez días después recibieron los Apóstoles al Espíritu Santo como Cristo había prometido. Jesús se fue y envió el Espíritu Santo, que viene a los que creen en Cristo para santificar su alma.          
 Los evangelistas san Mateo y san Marcos recogen el mandato que dio el Señor a los Apóstoles de predicar el Evangelio por todo el mundo. Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28, 18 19); Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará, más el que no creyere se condenará (Mc 16, 15-16).

 El mandato apostólico de Cristo

 Estas últimas instrucciones del Señor han sido calificadas de mandato imperativo de Cristo, que está dirigido a todos los cristianos. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. “La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado”. Se llama “apostolado” a “toda la actividad del Cuerpo Místico” que tiende a “propagar el Reino de Cristo por toda la tierra” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 863).

La propagación del Evangelio no es tarea exclusiva de los sacerdotes, sino de todos los que aman a Cristo. El apostolado no depende del temperamento de uno, ni de la edad que tenga, ni de las circunstancias en que se encuentra, ni del ambiente donde viva, ni de la fogosidad, ni del entusiasmo, ni de la salud... Depende del amor de Dios que se tiene en el corazón.

Es necesario creer en Cristo para alcanzar la salvación eterna. Obediencia de los Apóstoles: se fueron predicando por todas las partes. San Pedro, en Jerusalén, Antioquía y Roma; santo Tomás, en la India; san Pablo, por diversas ciudades de la cuenca del Mediterráneo; Santiago el Menor se quedó en Jerusalén; Santiago el Mayor vino a la Península Ibérica. 

      No fue una tarea fácil. Había que convertir al Cristianismo a todo un Imperio pagano. A Santiago, al principio no le fue bien. Recibió ánimos de la Virgen. En el apostolado es preciso apoyarse en Santa María. Hay que hablarle a la Virgen de los amigos y conocidos. Y hablarles a esas personas de Santa María.

 La transmisión del Evangelio

Los Apóstoles predicaron a Cristo, Muerto y Resucitado, con los medios que tenían a su alcance. La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras: oralmente: los apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu les enseñó; por escrito: los mismos apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 76). 

Es necesario sentir la urgencia de evangelizar. El número de los que aún no creen en Cristo ni forma parte de la Iglesia aumenta constantemente. Son millones de seres humanos que no tienen noticia de Jesucristo, que no han descubierto la gran verdad del amor de Dios. Y muchas de estas personas conviven junto a los creyentes en las Universidades, en las bibliotecas, en las oficinas, en las fábricas, en los campos de deporte, en los mismos bloques de pisos donde viven.

Una tarea de siempre: buscar la gloria de Dios. Y para realizarla hay que ser instrumentos en las manos de Dios. La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies (Mt 9, 37 38). Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. 

 Apóstoles para nuestra época

El papa Juan Pablo II, hace años, en Denver, hizo un llamamiento a todos los jóvenes católicos del mundo para la tarea de evangelizar: No tengáis miedo de salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros Apóstoles que predicaban a Cristo y la buena nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo para avergonzarse del Evangelio. Es tiempo de predicarlo desde los terrados. No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a los “cruces de los caminos” e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o por indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero, para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial.
     
Desde el primer momento de la vida de la Iglesia, los Apóstoles y los discípulos supieron ver en María a la Reina y Señora de sus afanes apostólicos, de sus ansias de llevar el fuego de Cristo hasta los últimos rincones de la tierra. Ella, que es Reina de los Apóstoles, ayuda a todo apóstol de Cristo para llevar el Evangelio a toda criatura, cumpliendo así el mandato imperativo que el Señor dio a los suyos momentos antes de subir al Cielo


 
La venida del Espíritu Santo

 Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. Y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban. Entonces se les aparecieron unas lenguas como de fuego, que se dividían y se posaban sobre cada uno de ellos. Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les hacía expresarse (Hch 2, 1-5).

*****

 Pentecostés

 En el centro del itinerario de gloria de Cristo y de María, el Rosario considera, en el tercer Misterio glorioso, Pentecostés, que muestra el rostro de la Iglesia como una familia reunida con María, avivada por la efusión impetuosa del Espíritu y dispuesta para la misión evangelizadora. La contemplación de éste, como de los otros Misterios gloriosos, ha de llevar a los creyentes a tomar conciencia cada vez más viva de su nueva vida en Cristo, en el seno de la Iglesia; una vida cuya gran imagen (icono) es la escena de Pentecostés (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23). 

 El Tiempo de Pascua comienza con el Domingo de Resurrección, y después de celebrar la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos, finaliza en el Domingo de Pentecostés, en el cual la Iglesia conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles que estaban reunidos en el Cenáculo junto a María, la Madre de Jesús, y otros muchos discípulos. La escena del Cenáculo en el día de Pentecostés se contempla en el tercer misterio glorioso del Santo Rosario.

La venida del Espíritu Santo es el cumplimiento de una de las promesas que hizo el Señor a sus discípulos. Os digo la verdad: os conviene que yo me vaya. Porque si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero, si me fuere, os lo enviaré (Jn 16, 7). Ya en las primeras apariciones de Jesús resucitado esa promesa se hace realidad: Como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 21-22). Y en los Hechos de los Apóstoles, el Evangelio del Espíritu Santo, se muestra la constante actividad de esta Persona Divina.

Después de la Ascensión, los Apóstoles prepararon la venida del Espíritu Santo: Todos éstos perseveraban unánimes en la oración (Hch 1, 14). En la Iglesia hay una devoción para preparar esta fiesta de Pentecostés, que es el Decenario del Espíritu Santo.

 La Tercera Persona de la Santísima Trinidad

 Muchas veces se ha dicho que el Espíritu Santo es El Gran Desconocido. Sin embargo, es una persona divina. Es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, que fue enviada por Jesucristo a su Iglesia el día de Pentecostés, diez días después de su Ascensión a los cielos. 

 En el Credo que se recita en la Misa se dice algo más de esta Persona Divina: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas. Y en la Sagrada Escritura vemos cómo el Espíritu Santo se ha manifestado en la tierra en varias formas. En el bautismo de Jesús, a orillas del Jordán, tomó la figura de paloma, que simboliza pureza, sencillez y fecundidad. En el Tabor apareció en forma de nube resplandeciente, símbolo de luz, claridad y gozo. En el Cenáculo, al dar Jesucristo su misión y poder a los Apóstoles, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid al Espíritu Santo. Este soplo o aliento suave de Jesús es figura de la suavidad, unción, persuasión y procedencia del Divino Espíritu. El día de Pentecostés se hizo visible mediante un viento impetuoso y lenguas de fuego. El viento fuerte simboliza la vida, el movimiento y la fortaleza que remueve los obstáculos a la vida cristiana y santa. Las lenguas de fuego significan la elocuencia y la doctrina que el Señor comunica al hombre, para iluminar las inteligencias, y la caridad para inflamar los corazones en el amor de Dios.

 La acción del Espíritu Santo en el alma

 Esta Persona Divina inhabita en el alma de quien está en gracia. El Espíritu Santo se establece desde el bautismo en el alma del justo y allí lo obra todo: como padre de familia en su casa, la gobierna; como maestro en su escuela, le enseña; como hortelano en su huerta, la cultiva; como rey en su propio reino, la rige; como el sol en el mundo, la alumbra; y como el alma al cuerpo, le da vida, sentido y movimiento.  

 La acción del Espíritu Santo es central para la vida del cristiano. A Él se le atribuye la obra de la santificación de las almas, porque es Amor, el amor del Padre al Hijo y el amor del Hijo al Padre. Y la santificación es una obra de amor.

 El Espíritu Santo santifica por medio de la gracia, de las virtudes y de sus dones. Estos dones son: Sabiduría: es un don que hace saborear las cosas de Dios; Entendimiento: es un don que ayuda a entender mejor las verdades de la fe; Consejo: es un don que ayuda a saber al cristiano lo que Dios quiere de él y de los demás; Fortaleza: es un don que da fuerzas y valor para hacer las cosas que Dios quiere; Ciencia: es un don que enseña cuáles son las cosas que ayudan a caminar hacia Dios; Piedad: es un don propio de los hijos de Dios con el que se ama más y mejor a Dios y al prójimo; Temor de Dios: es un don que nos infunde un respeto a Dios y ayuda a no ofenderle cuando flaquea el amor.

 Trato con el Espíritu Santo

 Ya desde ahora se puede formular un propósito para la vida interior; el mismo que recomendaba san Josemaría Escrivá: Propósito: “frecuentar”, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil con el Espíritu Santo. -“Veni, Sancte Spiritus...!” -¡Ven, Espíritu Santo, a morar en mi alma! (Forja, n. 514). 

 En las relaciones con el Espíritu Santo se ha de considerarle por lo que es en sí y por lo que es para cada persona en concreto. En cuanto a lo primero, no se ha de olvidar que, siendo Dios, tiene particular derecho a que le dé culto, por lo que el fiel cristiano procurará adorarle, amarle y tener en Él plena confianza. En cuanto a lo segundo, siendo Él el Santificador de las almas, hay que corresponderle ante todo con la gratitud, por el bien que ayuda a hacer, pues Él es quien mueve la voluntad del hombre a quererlo y a ejecutarlo. Hay que ser dóciles a sus inspiraciones y no impedir su acción en el alma con la indiferencia, flojedad, poca generosidad o mala voluntad. Es deber del creyente invocar con frecuencia al Divino Espíritu y pedirle cuanto necesita, ya que sin cesar está necesitado de luz y fuerza, en orden al cumplimiento de la voluntad de Dios y a la consecución del fin eterno.

 También es preciso respetar su morada santa, el cuerpo, conservándolo puro y limpio de pecado. Lo exige el propio interés, pues el alma empañada con el vaho del pecado no puede recibir la luz del Espíritu Santo.
 Y docilidad a lo que sugiere en la oración personal, a las mociones que envía en otros momentos. Docilidad también a lo que hace llegar a través de quien dirige el alma: confesión y consejos de dirección espiritual. El director espiritual y el confesor secundan la acción del Espíritu Santo: Director. -Lo necesitas.- Para entregarte, para darte..., obedeciendo. -Y Director que conozca tu apostolado, que sepa lo que Dios quiere: así secundará, con eficacia, la labor del Espíritu Santo en tu alma, sin sacarte de tu sitio..., llenándote de paz, y enseñándote el modo de que tu trabajo sea fecundo (San Josemaría Escrivá, Camino, n. 62).

 San Josemaría Escrivá aconsejaba: No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele! (...) Óyele, te insisto. Él te dará fuerzas, Él lo hará todo, si tú quieres... ¡que sí quieres! (Forja, n. 430). Es el consejo de un hombre santo. Y como propósito: tratarle más, dejarle que actúe dentro del alma. Como resultado de este trato el cristiano conservará esa juventud del espíritu a la vez que se va acercando más a Dios. 

 Al comienzo de su pontificado, Juan Pablo II invitó a un obispo polaco -Mons. Ablewicz- para que le predicara los ejercicios espirituales en la cuaresma. El obispo aceptó, y en uno de sus sermones dijo: El Espíritu Santo nos enseña que, aunque avancen los años, podemos conservar la juventud espiritual. (...) Nuestro testimonio cristiano debe ser siempre joven. Un verdadero testigo de Cristo no envejece nunca. En efecto, Cristo no envejece nunca, es el mismo “ayer, hoy y siempre” (Hb 13, 8). Él nos da al Espíritu Santo, que nos rejuvenece espiritualmente y mantiene a la Iglesia en una permanente juventud (J. Ablewicz, Seréis mis testigos, p. 237).

 El Espíritu Santo y la Iglesia

En el día de Pentecostés tiene lugar el nacimiento de la Iglesia, que es santa y tiene los medios de santificación. Santa a pesar de estar formada por miembros pecadores; pero no se está en la Iglesia para seguir siendo pecadores, sino para dejar los pecados y hacerse santos.

Además de santificar las almas, el Espíritu Santo asiste a la Santa Iglesia de Cristo. Es como el alma de la Iglesia, y lo será hasta el fin de los siglos. Él la gobierna y santifica; la dirige en su Magisterio y la preserva de todo error. Él sostiene a la jerarquía eclesiástica. Suscita en la Iglesia hombres santos, excepcionales. El Espíritu Santo está presente en la Iglesia para vivificar, perdonar, pacificar. Ésta es su misión: hacer presente a Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene con su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den “mucho fruto” (n. 737).

Se cuenta del papa beato Juan XXIII que, al principio de su pontificado, y, especialmente, en la víspera del anuncio de la convocatoria del Concilio Vaticano II, no podía conciliar el sueño, y se hizo este razonamiento, que él mismo dio a conocer: Me costaba un poco conciliar el sueño en los primeros días de ser Papa, pero pronto me di cuenta de que eso era una tontería. Me dije a mí mismo: Juan, ¿por qué no duermes? ¿Eres tú, el Papa, o es el Espíritu Santo quien gobierna la Iglesia? Es el Espíritu Santo, ¿verdad?... Pues, entonces, duérmete...

      La Tercera Persona de la Santísima Trinidad transformó a los discípulos del Señor. Los evangelistas no ocultaron su miedo, sus respetos humanos, que estaban escondidos por temor a los judíos... Y el mismo día de Pentecostés predican ante la muchedumbre, hablan de Cristo a miles de personas. 

Residían en Jerusalén judíos varones piadosos, de cuantas naciones hay bajo el cielo, y habiéndose corrido la voz, se juntó una muchedumbre, que se quedó confusa al oírles hablar cada uno en su propia lengua. Estupefactos de admiración, decían: Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros les oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido? Partos, medos, elamitas, los que habitan en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las partes de Libia que están contra Cirene, y los forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestra propias lenguas las grandezas de Dios. Todos, fuera de sí y sorprendidos, se decían unos a otros: ¿Qué quiere decir esto? Otros, burlándose, decían: Están cargados de mosto (Hch 2, 5 13). Pida el cristiano a Dios Espíritu Santo el don de lenguas, que es tan necesario para saber transmitir el mensaje de Cristo. 

Santa María, Madre de la Iglesia y Esposa de Dios Espíritu Santo, ayuda siempre a ser santos y buenos hijos de la Iglesia de Cristo.  



 
La Asunción de la Virgen

 ¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada sobre su Amado, como columna de humo aromático, como aroma de incienso y mirra? (Ct 3, 6; 8, 5).
 Desbordo de gozo en el Señor, y me alegro en Dios, mi Salvador, porque me ha vestido un traje de gala, y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novia que se adorna con sus joyas (Is 61, 10).

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 El Dogma de la Asunción

 A la gloria, que con la Ascensión pone a Cristo a la derecha del Padre, fue elevada María con la Asunción, anticipando así, por especialísimo privilegio, el destino reservado a todos los justos con la resurrección de la carne (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23).

 En el cuarto misterio de gloria del Santo Rosario toca contemplar la Asunción de la Virgen María a los cielos en cuerpo y alma. 

La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste. Con estas palabras definía Pío XII el cuarto Dogma mariano. María, asociada a la vida y misión de su Hijo, fue, junto con Él, glorificada por Dios. Al cumplirse los días de su vida mortal, fue llevada a los cielos, pues no había de conocer la corrupción quien no había sido corrompida por el pecado.

 La verdad de la Asunción fue reafirmada por el Concilio Vaticano II, que expresa así la fe de la Iglesia: Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de culpa original, terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial y fue ensalzada por el Señor como Reina universal, con el fin de que se asemeje de forma más plena a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte (Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 59).

 La Virgen entra en el Cielo. Allí la estarían esperando las Tres Personas Divinas, para recibir a la que es Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo. Y también todos los Ángeles para dar la bienvenida a su Reina. Y san José. ¡Qué alegría la del Santo Patriarca al encontrase de nuevo con su Esposa! No faltaría ninguno de los Santos (Patriarcas, Profetas, Apóstoles, Mártires) pues también para ellos llegaba al Cielo su Reina.

 Júbilo en el Cielo y en la tierra

 Los cristianos se unen al júbilo de los ángeles y de los cortejos celestiales, y la alabamos: ¡bendita tú entre las mujeres! Y se sienten también llenos de entusiasmo: porque la llena de gracia está en lo más encumbrado del Cielo; porque en la presencia del Señor tienen una Madre que intercede siempre por ellos; porque -con confianza filial de hijos de pequeños- pueden apoyar su corazón en el suyo, purísimo, hasta llenarse de amor a Jesucristo.

 La Madre de Dios, asunta al Cielo y coronada de gloria por la Trinidad Santísima, posee en plenitud el destino que cada cristiano espera. María ha alcanzado ya esa plenitud de felicidad, de amor y de paz. Como Madre bendita se ha adelantado, llevada de la mano por Dios, para que todos sus hijos de la tierra vivan con una segura esperanza.

 El último fin del hombre está en el Cielo; ese objetivo debe orientar y dar sentido a su caminar por este mundo, a la vida cristiana. Jesucristo ha precedido a todos, y allí, en compañía de la Virgen, espera la llegada de los que en este mundo les son fieles.

 La Virgen Santísima, Spes nostra, da ejemplo. Su vida heroicamente sencilla y generosa, su amor sin límites a la Voluntad divina, su eficacia correndetora y la gloria de su Asunción suscitan en todos los bautizados nuevas energías para vivir la fe recibida con más amor. Y sienten la necesidad de su protección: ¡Madre nuestra -le dicen- mira que aún tenemos abiertos los ojos de la carne, que estamos todavía en camino! ¡Ayúdanos a alcanzar la meta!

 El discípulo amado cuida de Santa María  

 Después de la muerte de Cristo, san Juan Evangelista cuidó de Santa María con filial solicitud hasta el último momento. Cumplió perfectamente el encargo que le dio Cristo en el Calvario. No se sabe cuánto tiempo estuvo la Virgen en la tierra antes de ser asunta al Cielo. Hay un autor, llamado Francisco Pacheco, del siglo XVI, que apoyándose en algunos escritos patrísticos, afirma que la Virgen contaba setenta y dos años menos veinticuatro días cuando le llegó el momento de dejar este mundo. Tampoco se tiene conocimiento si murió o no. Pero sí es cierto, es de fe, que el cuerpo de la Santísima Virgen no sufrió la injuria más leve de las leyes naturales que producen la descomposición cadavérica. Recibió anticipadamente la suerte de todos los justos. La glorificación de su cuerpo no se aplaza hasta el fin de los tiempos como sucederá en los demás santos.

 El tránsito de la Virgen

 Y es lógico que esto fuera así: el amor de Dios por su Madre dispondría con su omnipotencia todos los detalles para que el tránsito de la que había ya casi muerto místicamente, en el Calvario, corredimiendo con Cristo, fuese exento de cualquier dolor y vivido con toda felicidad. Su Hijo quiso tenerla junto a Sí, en cuerpo y alma, en la gloria del Cielo.

 La literatura apócrifa ha narrado su tránsito. Santa María, en su oración, manifestaba a su Hijo sus deseos de volver a encontrarse con Él. Un viernes fue enviado el ángel Gabriel anunciándole que pronto partiría hacia las mansiones celestes para gozar de la vida auténtica y perenne. La Virgen rogó entonces que le enviaran a Juan y a los demás apóstoles, para despedirse de ellos. 

San Josemaría Escrivá recogió esta tradición: Se ha dormido la Madre de Dios. -Están alrededor de su lecho los doce Apóstoles. -Matías sustituyó a Judas. Y nosotros, por gracia que todos respetan, estamos también a su lado (Santo Rosario, Cuarto misterio glorioso). La meditación de este misterio es ocasión propicia para pedirle a la Virgen su compañía en la hora de la muerte.

 Las narraciones apócrifas no hacen sino adornar y dramatizar una tradición común y verídica, que se remonta a los mismos tiempos apostólicos. Esta fe es testificada por los escritores patrísticos de los siglos IV y V. En el siglo VI existe ya una fiesta litúrgica de la Dormición. La aceptación general se va imponiendo en los teólogos latinos, especialmente durante el siglo XVII. Del siglo IV es el primer testimonio artístico que representa la Asunción de María a los cielos, que se encuentra en la iglesia de Santa Engracia de Zaragoza.

 Conveniencia de la Asunción

 Los cristianos han descubierto, desde hace tiempo, todos los motivos de conveniencia para la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo. Convenía -escribe san Juan Damasceno- que aquella que en el parto había conservado íntegra su virginidad, conservase sin ninguna corrupción su cuerpo después de su muerte. Convenía que aquella que había llevado en su seno al Creador hecho niño, habitara en la morada divina. Convenía que la Esposa de Dios entrara en la casa celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la Cruz, recibiendo así en su corazón el dolor de que había estado libre en el parto, lo contemplase sentado a la diestra del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo que corresponde a su Hijo, y que fuera honrada como Madre y Esclava de Dios por todas las criaturas (Homilía 2 in Dormitionem B. V. Mariae, 14).

El consentimiento era tan unánime que Pío XII proclamó solemnemente el 1 de noviembre de 1950 la Asunción como verdad dogmática.

 La teología ha visto claramente fundamentada esta verdad de fe en los textos escriturísticos en que se profetiza a María como asociada al triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Ella aplastará tu cabeza (Gn 3, 14), dice el Génesis. Victoria que alcanza su plenitud en la Resurrección de Cristo, y que se extiende a aquella por la que vino al mundo la Vida: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? (1 Co 15, 54-55). María no fue tocada por el pecado original, no había de sufrir la corrupción de la muerte, aunque se sometiera a la misma, a imitación de su Hijo.

 Por la maternidad divina, María fue asociada a la Redención de una manera activa; por ello, también debía ser asociada a su triunfo inmediato. La Asunción es expresión cabal de la plenitud de gracia, que se extiende hasta la glorificación del mismo cuerpo. María, la Mujer vestida de sol, aparece ya triunfante como tipo y realización presente del futuro escatológico de la Iglesia.

 La alegría de los hijos

 La certeza de que la Santísima Virgen vive y reina en el Cielo, y que desde allí se preocupa de cada uno de sus hijos, llena de alegría el corazón. ¿No es lógico que los hijos se gocen con la felicidad de su madre?   

 La fiesta de la Asunción de Nuestra Señora nos propone la realidad de esa esperanza gozosa. Somos aún peregrinos, pero Nuestra Madre nos ha precedido y nos señala ya el término del sendero: nos repite que es posible llegar y que, si somos fieles, llegaremos. Porque la Santísima Virgen no sólo es nuestro ejemplo: es auxilio de los cristianos. Y ante nuestra petición -Monstra te esse Matrem (Himno Ave maris stella)-, no sabe ni quiere negarse a cuidar de sus hijos con solicitud maternal (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 177). 
 
La Coronación de la Virgen

 Eres del todo hermosa, amada mía, no hay mancha en ti (Ct 4, 7).
 En ese momento se abrió en el Cielo el Santuario de Dios: dentro del Santuario uno podía ver el Arca de la Alianza de Dios (Ap 11, 19).
 Apareció en el Cielo una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza (Ap 12, 1).

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 La Trinidad corona a Santa María

 En el quinto misterio de gloria del Santo Rosario se contempla la Coronación de Santa María. El estrecho paralelismo con la glorificación de Cristo, que al subir al Cielo es constituido Señor, María, al ser elevada al Cielo en cuerpo y alma, es recibida por la Trinidad Beatísima y coronada como Reina y Señora de todo lo creado. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo la coronan como Emperatriz que es del Universo. Y le rinden pleitesía de vasallos los Ángeles..., y los patriarcas y los profetas y los Apóstoles..., y los mártires y los confesores y las vírgenes y todos los santos..., y todos los pecadores y tú y yo (San Josemaría Escrivá, Santo Rosario, Quinto misterio glorioso).

 Ave, Regina caelorum; ave, Domina angelorum... (Antífona Ave, Regina caelorum); salve, Reina del cielo; salve, Señora de los ángeles; salve, raíz y puerta, que has dado origen a la Luz del mundo. Coronada de gloria -como aparece en el último Misterio glorioso- María resplandece como Reina de los Ángeles y de los Santos, anticipación y culmen de la condición escatológica de la Iglesia (Juan Pablo II, Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae, n. 23)

 Realeza de Santa María

 La Realeza de María aparece frecuentemente en la iconografía de la Virgen. El arte cristiano ya a partir del Concilio de Éfeso (año 431) ha venido representando a María como Reina y Emperatriz, sentada en trono real, con las insignias de realeza, e incluso en ocasiones la muestra siendo Ella coronada por su Hijo. Y así se ve en infinidades de imágenes y cuadros de la Madre de Dios con los atributos propios de la realeza: el manto, la corona y el cetro, como Reina que es. También se la ve representada con la aureola de doce estrellas, por Señora de Israel y de la Iglesia. En otras representaciones, la luna bajo sus pies, y el sol como vestido, la proclaman Emperatriz del universo todo.  

 Desde época inmemorial, el pueblo cristiano ha aclamado a la Virgen María como Reina y Señora, que eso significa su nombre en arameo y en lengua siríaca. Así la saluda el arcángel san Gabriel en el momento de la Anunciación, cuando le comunica el misterio de la encarnación del Verbo. El nombre hebreo de María -dice san Pedro Crisólogo- se traduce por “Domina” en latín; el Ángel le da, por tanto el título de Señora (Sermón de la Anunciación). Y la vuelve a llamar Reina cuando le dice: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin (Lc 1, 31-32). 

 Razones de esta realeza

Es Reina porque engendró a Jesucristo, Rey del Universo; de modo que María no sólo es Madre de Dios, sino que propia y verdaderamente debe ser llamada también Reina y Señora, porque de Ella nació Cristo, Dios y Señor, que es Rey al mismo tiempo (San Pedro Canisio, Sermón). 

 Además, por haber sido asociada a la misión redentora de su Hijo desde el mismo momento de la promesa mesiánica en el Paraíso, y en virtud de su cooperación activa es partícipe de su victoria, es también Reina y Señora del linaje humano por título de conquista. Junto con Jesucristo, lucha y derrota al maligno enemigo, y participa del Señorío de su Hijo sobre toda la creación, tal como reza la liturgia, en la festividad de los Dolores de la Virgen: estaba en pie, dolorosa, junto a la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, Santa María Reina del Cielo y Señora del mundo. 

 Hay varias mujeres del Antiguo Testamento que prefiguran a Santa María. Una de ellas es Betsabé, madre de Salomón: Pusieron un trono para la madre del Rey; ella se sentó a su diestra (1 R 2, 19). Otra, Esther, esposa del rey Asuero, es figura de María, como salvadora de su pueblo.

 También a la Virgen se pueden referir, en sentido traslaticio, diversos textos de la Escritura: Reina sobre nosotros tú y tu hijo (Jc 8, 22). Por mí reinan los reyes (Pr 8, 15). A tu diestra está la reina (Sal 44, 10). En la sala del festín entró la reina y dijo: Viva el rey eternamente (Dn 5, 10).

 La fiesta de la realeza de la Virgen 

 María comparte de una manera proporcional y analógica la dignidad regia de Cristo, Señor del Universo. La Realeza de María se concreta en un primado de excelencia y dominio sobre todo lo creado, y en una potestad de regir las almas redimidas en orden a conducirlas al reino de Dios. María es quien más perfectamente participa de la Realeza de Cristo que compete a todos los redimidos por la gracia.

 El papa Pío XII instituyó el año 1954 -Año Mariano- la fiesta universal de María Reina. Años antes el mismo pontífice había escrito: Porque, como todos conocen, así como Cristo Jesús es Rey universal y el Señor de los que dominan, en cuyas manos está puesta la suerte de cada ciudadano y de cada pueblo, también su Madre María obtuvo de Dios tanta potencia suplicante como para ser y poder llamarse por todos los fieles cristianos Reina del mundo (Pío XII, Epístola Dum saeculum, año 1942).  

 Simbolismos de los atributos regios

La corona y el cetro son atributos de realeza, símbolo de victoria y de dominio. En este misterio del Rosario hay que considerar: Dios Padre pone en las manos de Santa María el cetro del poder y del dominio sobre todas las criaturas, para que al escuchar el nombre de María, como el de Jesús, se doble toda rodilla, en el cielo, en la tierra y en el abismo. Dios Hijo ciñe las sienes de su madre con corona de sabiduría, enriqueciéndola de la ciencia más elevada, descubriéndole sus más arcanos secretos y haciéndola participante en las obras que su mano omnipotente ha de realizar a favor de los hombres hasta la consumación de los siglos. Y Dios Espíritu Santo adorna a su querida esposa con la diadema del amor purísimo, derramando en su corazón tesoros de dulzura y haciéndola depositaria de sus gracias y canal por donde se nos comunican sus bondades (Cfr. Rafael de la Corte y Delgado, Novena a Nuestra Señora de la Cinta).

 Hablando de la Coronación de María Santísima hay que hacer alusión a la costumbre frecuente de coronar, por concesión expresa de la Santa Sede, a venerables imágenes de la Virgen, que sobresalen por su antigüedad y por la especial devoción de que gozan. 

 Reina misericordiosa

 Las letanías lauretanas invocan a la Virgen María como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes y de todos los santos. También se dice de Ella que es Reina concebida sin mancha original y elevada al cielo. Asimismo se la proclama como Reina del Santísimo Rosario, de la familia y de la paz. Además, aunque no sea invocada en la citada letanía como tal, es Reina de misericordia, que nos colma de gracias y mercedes, porque no ha recibido solamente el supremo grado de excelencia y perfección después de Cristo, sino también una participación de aquel influjo con que su Hijo y Redentor nuestro dícese con justicia que reina en la mente y en la voluntad de los hombres. Si el Verbo obra los milagros e infunde la gracia por medio de la humanidad que tomó, si se sirve de los sacramentos y de sus santos como instrumentos de la salvación de las almas, ¿por qué no puede servirse de los oficios y de la acción de su Madre Santísima en la distribución de los frutos de la Redención? (Pío XII, Encíclica Ad Caeli Reginam).

 Reina de misericordia y medianera de la gracia. San Bernardo compara la acción de María a la de un acueducto que, sin ser fuente, contiene el agua y la distribuye, haciendo que llegue a todos.

 Medianera de la gracia

 Siendo Reina de cielos y tierra, la Santísima Virgen todo lo puede conseguir de Dios. Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia a fin de alcanzar misericordia y hallar el auxilio para ser socorridos en el tiempo oportuno (Hb 4, 16), con estas palabras de la Escritura exhorta en muchas ocasiones la Iglesia a recurrir a la Virgen María, que es Madre compasiva, trono de la gracia (San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 187). Es una invitación a acudir a la Virgen, pues siempre que un hijo suyo se encuentre en dificultad o falto de fuerzas para superar un defecto, Santa María, llena de compasión acude a ayudarle. Ella vigila con amor de Madre, pronta a prestar mil cuidados; por medio de Ella llega la gracia que hace victoriosos a los cristianos.

 Santo Rosario

 Se ha ido considerando en estas lecciones los misterios del Rosario. Conducidos de la mano de la Virgen se ha recorrido en las clases de la Escuela de María diversos momentos de la vida de Jesús. Con el último misterio de gloria se completa el Rosario, en el cual aprendemos de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor (Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de España, 3.V.03). Por su sencillez y profundidad, esta devoción mariana es un verdadero compendio del Evangelio y conduce al corazón mismo del mensaje cristiano.

 Pocas devociones son tan gratas a María como la del Santo Rosario, recomendada por los Romanos Pontífices con tanta insistencia. Innumerables gracias ha recibido el pueblo cristiano a través de esta oración. El Rosario, como María, lleva a Cristo. Vuestro Rosario es una escalera, y vosotros la subís en común, escalón por escalón, acercándoos al encuentro con la Señora, que quiere decir al encuentro con Cristo. Porque ésta es una de las características del Rosario, la más importante y la más hermosa de todas; una devoción que, a través de la Virgen, nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo. Ella lo trajo al mundo: es la Madre del Señor. Nos introduce hasta Él si somos devotos suyos (Pablo VI, Alocución 10.V.1964).



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