MEDITACIONES SOBRE EL ADORO TE DEVOTE
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• Adoro te devote (latín y español)
• Prólogo del libro Adoro te devote, de Celso Morga
• Carta pastoral con motivo del Año de la Eucaristía – Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
• Predicación de Adviento y Cuaresma en el Año de la Eucaristía – Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
• Hablar con Dios – Francisco Fernández Carvajal
• Pensar por libre – Enrique Monasterio
ADORO TE DEVOTE
Adoro te devote, latens deitas Quae sub his figuris vere latitas; Tibi se cor meum totum subjicit, Quia te contemplans, totum deficit.
Visus, tactus, gustus in te fallitur, Sed auditu solo tuto creditur: Credo quidquid dixit dei filius; Nihil hoc verbo veritatis verius.
In cruce latebat sola deitas,
At hic latet simul et humanitas: Ambo tamen credens atque confitens, Peto quod petivit latro poenitens.
Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor; Fac me tibi semper magis credere, In te spem habere, te diligere.
O memoriale mortis Domini,
Panis vivus, vitam praestans homini, Praesta meae menti de te vivere,
Et te illi semper dulce sapere.
Pie pellicane Iesu Domine,
Me immundum munda tuo sanguine, Cuius una stilla salvum facere Totum mundum quit ab omni scelere.
Iesu, quem velatum nunc aspicio Oro fiat illud, quod tam sitio:
Ut te revelata cernens facie,
Visu sim beatus tuae gloriae. Amen.
TE ADORO CON DEVOCIÓN
Te adoro con devoción, Divinidad oculta, verdaderamente escondido bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti, pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad; Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios;
Haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere; que te ame.
¡Oh, memorial de la Muerte del Señor! Pan vivo que da la vida al hombre: Concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dulzura.
Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí inmundo, con tu sangre, De la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo oculto,
te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
Que al mirar tu rostro ya no oculto sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
PRÓLOGO DEL LIBRO ADORO TE DEVOTE, de Celso Morga
El autor del himno eucarístico Adoro te devote fue un gran teólogo y místico. El himno es un prodigio de fe viva, de esperanza firme, de amor apasionado.
Aun faltando pruebas históricas escritas, la tradición es fuertemente favorable a la atribución del himno a Santo Tomás de Aquino (1224/25 – 1274)1. Su mismo contenido teológico-espiritual sigue de cerca la doctrina sobre la Eucaristía expuesta por Santo Tomás, sobre todo en la Tercera Parte de la Suma Teológica.
De Santo Tomás de Aquino no es tan fácil hablar como de San Agustín, por ejemplo, que ha puesto al descubierto la propia alma, con extrema sinceridad, en sus Confesiones. Santo Tomás no hace trasparentar casi nada de sí mismo en sus innumerables escritos. En vano se buscaría aquel detalle que permita adivinar sus sentimientos íntimos o los acontecimientos personales de su existencia2.
Toda su vida fue consagrada a la investigación y difusión de la verdad. Parece que no sienta otra preocupación, en los miles y miles de páginas escritas por él directamente o por sus amanuenses, sino difundir sus laboriosas conquistas en el campo del saber. Sus relaciones con Dios, y también, con su familia de sangre, con sus hermanos en religión, con sus colegas y alumnos en la universidad han sido ocultadas por su humildad.
Sin embargo, el himno Adoro te devote parece una excepción. Santo Tomás de Aquino ha derramado aquí, en general, en todos los textos para la liturgia de la fiesta del Corpus Christi, su corazón enamorado, poético, ardiente, contemplativo.
Al Papa Urbano IV (1261-1264) va el mérito de haber instituido, en el año 1264, dicha fiesta, encargando a Santo Tomás, según la opinión más común, la composición de los textos para la Misa y el Oficio divino.
Siendo sacerdote de la diócesis de Lieja (Bélgica), Santiago Pantaleón de Troyes, futuro Papa Urbano IV, había recibido las revelaciones privadas de Santa Juliana de Mont-Cornillon, la cual tuvo una visión: una luna no llena. Nada de extraordinario puesto que nuestro satélite se presenta a nuestra vista frecuentemente así, según la diversidad de sus fases. Sin embargo, Jesús explicó a santa Juliana que la luna representaba el ciclo litúrgico, al cual faltaba la solemnidad del Santísimo Sacramento.
Elegido Sumo Pontífice, Urbano IV instituyó la solemnidad litúrgica con la Bula Transiturus, mientras estaba en la ciudad de Bolsena a donde se había trasladado, desde la vecina ciudad de Orvieto, para comprobar personalmente, sobre el corporal, las manchas de sangre que las dudas sobre la presencia real del Cuerpo y Sangre del Señor de un sacerdote de Bohemia, peregrino de vuelta de Roma, habían provocado.
La Providencia quiso que el Papa tuviera en mucha estima a fray Tomás, el cual se encontraba, por entonces, en la ciudad de Orvieto, residencia habitual de los Papas en aquella Época, como profesor de una institución académica papal.
A Tomás de Aquino confió Urbano IV la composición de los textos litúrgicos de la solemnidad. Desde entonces, éstos no han dejado de alimentar la piedad eucarística. Baste decir, por ejemplo, que la primera y las dos últimas estrofas del himno Pange lingua se recitan o cantan habitualmente en toda bendición eucarística.
Desde la composición del himno Adoro te devote, numerosos santos y santas han testimoniado su valor para la piedad eucarística. Concretamente, en tiempos recientes, San Josemaría
1 Cf J.A. Weisheipl, Tommaso d’Aquino, vita, pensiero, opere. E. Jaca Book, Milano 1988, pp. 182-190; para los aspectos de estructura poética y lingüística del himno, cf R. Wielockx, Poety and Theologi in the Adoro Te, devote en Christ among the medieval dominicans, University of Notre Dame Press, Southband / IN, 1998, 157-174.
2 Cf M. Sgarbossa, Tommaso d’Aquino, l’epoca, la vita, il pensiero. E. Città Nuova, 1996, p. 93.
Escrivá, Fundador del Opus Dei, tenía por costumbre recitar y meditar todos los jueves este himno y difundió por todas partes esta devoción (…).
¡Señor, aumenta nuestra fe en el sacramento del amor y de la esperanza!
S.E. MONS. JAVIER ECHEVARRÍA, Prelado del Opus Dei
CARTA PASTORAL CON MOTIVO DEL AÑO DE LA EUCARISTÍA
Roma, 6 de octubre de 2004
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En la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo, que por su Carne vivificada y que vivifica por el Espíritu Santo, da vida a los hombres»3. Esta misteriosa e inefable manifestación del amor de Dios por la humanidad, ocupa un lugar privilegiado en el corazón de los cristianos y, concretamente, de los hijos de Dios en el Opus Dei. Así lo enseñó nuestro queridísimo Padre con su ejemplo, con su predicación y con sus escritos, cuando afirmaba que la Eucaristía constituye “el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano”4.
Por eso, nos ha llenado de alegría la decisión del Santo Padre, hecha pública en la pasada Solemnidad del Corpus Christi, de celebrar un Año de la Eucaristía en la Iglesia universal. Recordáis que este tiempo comienza en este mes de octubre, con el Congreso Eucarístico Internacional de Guadalajara (México), y se concluirá en octubre de 2005, con la Asamblea ordinaria del Sínodo de Obispos, dedicada precisamente a este admirable Sacramento.
2. En continuidad ideal con el Jubileo del 2000 y en el espíritu de la Carta Apostólica Novo Millennio ineunte, deseo que los fieles de la Prelatura, los Cooperadores y las personas que se forman al calor del espíritu de la Obra, diariamente secundemos al Romano Pontífice y procuremos con todas nuestras fuerzas que la Sagrada Eucaristía ocupe cada vez más el núcleo de nuestra existencia entera. También os sugiero que, en este Año eucarístico, acompañados por la Virgen con el rezo del Rosario y movidos por el ejemplo de San Josemaría, vayamos activamente al Sagrario para manifestar a Jesús, hecho Hostia Santa, con profunda sinceridad: Adoro te devote! Fijémonos esta meta con exigencia de conducta, porque tanto valdrá nuestra vida cuanto intensa sea nuestra piedad eucarística.
ADORO TE DEVOTE, LATENS DEITAS,/ QUÆ SUB HIS FIGURIS VERE LATITAS
[Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias]
Tanto amó Dios al mundo
3. Comenzamos con un acto personal de rendida adoración a la Eucaristía, al mismo Cristo, pues en este Santísimo Sacramento «están contenidos verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo
3 Concilio Vaticano II, Decr. Presbyterorum ordinis, n. 5.
4 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87. Cfr Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 11; Decr.
Presbyterorum ordinis, n. 14.
entero»5. Jesús se halla presente, pero no se le ve: está oculto bajo las especies de pan y de vino6. “Está escondido en el Pan (...) por amor a ti”7.
El amor que manifiesta a las criaturas es la causa de que se haya quedado entre nosotros, en este mundo, bajo el velo eucarístico. “Desde pequeño he comprendido perfectamente el porqué de la Eucaristía: es un sentimiento que todos tenemos; querer quedarnos para siempre con quien amamos”8. Nuestro Padre, considerando el misterio del amor de Cristo que pone sus delicias en estar entre los hijos de los hombres (cfr. Prv 8, 31), que no consiente en dejarnos huérfanos (cfr. Jn 14, 18), que ha decidido permanecer con nosotros hasta la consumación de los siglos (cfr. Mt 28, 20), ilustraba el motivo de la institución de este Sacramento con la imagen de las personas que se tienen que separar. “Desearían estar siempre juntas, pero el deber —el que sea— les obliga a alejarse; y al no estar en condiciones de conseguirlo, se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, pero no logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer”. Jesús, Dios y Hombre, supera esos límites por amor nuestro. “Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Él no deja un símbolo, sino la realidad: se queda Él mismo”9: el que nació de María en Belén; el que trabajó en Nazareth y recorrió Galilea y Judea y murió crucificado en el Gólgota; el que resucitó gloriosamente al tercer día y se apareció a sus discípulos repetidas veces10.
4. La fe cristiana ha confesado siempre esta identidad, también para rechazar las nostalgias de quienes excusaban su escaso espíritu cristiano, alegando que no veían al Señor como los primeros discípulos; o de quienes argumentaban que se comportarían de otro modo si pudieran tratarlo físicamente. «Cuántos dicen ahora: “¡Quisiera ver su forma, su figura, sus vestidos, su calzado!” Pues he ahí que a Él ves, a Él tocas, a Él comes. Tú deseas ver sus vestidos; pero Él se te da a sí mismo, no sólo para que lo veas, sino para que lo toques y lo comas, y le recibas dentro de ti. Nadie, pues, se acerque con desconfianza, nadie con tibieza: todos encendidos, todos fervorosos y vigilantes»11.
Un Dios cercano
5. San Josemaría nos ha enseñado a asumir con plenitud la fe en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, de manera que el Señor entre verdaderamente en nuestra vida y nosotros en la suya, que le miremos y contemplemos —con los ojos de la fe— como a una persona realmente presente: nos ve, nos oye, nos espera, nos habla, se acerca y nos busca, se inmola por nosotros en la Santa Misa12.
Explicaba nuestro Padre que los hombres tienden a imaginar al Señor muy “lejos, donde brillan las estrellas”, como desentendido de sus criaturas; y no terminan de creer “que también está siempre a nuestro lado”13. Quizá hayáis encontrado personas que consideran al Creador tan distinto de los hombres, que les parece que no le conciernen los pequeños o grandes avatares que componen la vida humana. Nosotros, sin embargo, sabemos que no es así, que Dios habita en lo más alto y mira las cosas pequeñas (Sal 137, 6, Vg): se fija con amor en cada uno, todo lo nuestro le interesa.
5 Concilio de Trento, ses. XIII, Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, can. 1 (Denz. 1651).
6 Cfr. Ibid., can. 2 (Denz. 1652).
7 San Josemaría, Camino, n. 538.
8 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 14-IV-1960.
9 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 83.
10 Cfr. Ibid., n. 84.
11 San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el evangelio de San Mateo, 82, 4 (PG 58, 743).
12 Cfr. Camino, nn. 269, 537, 554; Forja, nn. 831, 991; Es Cristo que pasa, n. 151.
13 San Josemaría, Camino, n. 267.
“El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones”14. Su amor y su interés infinitos por cada uno de nosotros, han llevado al Hijo a quedarse en la Hostia Santa, además de a encarnarse y a trabajar y a sufrir como sus hermanos los hombres. Es verdaderamente Emmanuel, Dios con nosotros. “El Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y —en lo que nos es posible entender— porque, movido por su Amor, quien no necesita nada, no quiere prescindir de nosotros”15.
Actos de adoración
6. Ante este misterio de fe y de amor, caemos en adoración; actitud necesaria, porque sólo así manifestamos adecuadamente que creemos que la Eucaristía es Cristo verdadera, real y sustancialmente presente con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. También resulta precisa esta disposición porque sólo así nuestro amor —rendido y total— puede alcanzar el nivel de respuesta adecuada al inmenso amor de Jesús por cada uno (cfr. Jn 13, 1; Lc 22, 15). Nuestra adoración a Cristo sacramentado, por ser Dios, entraña a la vez gesto externo y devoción interna, enamoramiento. No es ritualismo convencional, sino oblación íntima de la persona que se traduce externamente. “En la Santa Misa adoramos, cumpliendo amorosamente el primer deber de la criatura para su Creador: adorarás al Señor, Dios tuyo, y a Él sólo servirás (Dt 6, 13; Mt 4, 10). No adoración fría, exterior, de siervo, sino íntima estimación y acatamiento, que es amor entrañable de hijo”16.
Los gestos de adoración —como la inclinación de cabeza o de cuerpo, la genuflexión, la postración— quieren siempre expresar reverencia y afecto, sumisión, anonadamiento, deseo de unión, de servicio y, desde luego, ningún servilismo. La verdadera adoración no significa alejamiento, distancia, sino identificación amorosa, porque “un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza”17.
7. ¡Qué categoría concedía San Josemaría a esos modales de piedad, por pequeños que pudieran parecer!
Esos detalles están llenos de sentido, revelan la finura interior de la persona y la calidad de su fe y de su amor. “¡Qué prisa tienen todos ahora para tratar a Dios! (...). Tú no tengas prisa. No hagas, en lugar de una genuflexión piadosa, una contorsión del cuerpo, que es una burla (...). Haz la genuflexión así, despacio, con piedad, bien hecha. Y mientras adoras a Jesús sacramentado, dile en tu corazón: Adoro te devote, latens deitas. Te adoro, mi Dios escondido”18.
Y más importancia aún reconocía a esa actitud interior de amor, que debe empapar todas las manifestaciones externas de la devoción eucarística. La adoración a Jesús sacramentado va de la contemplación de su amor por nosotros, a la declaración rendida del amor de la criatura por Él; pero
14 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84.
15 Ibid.
16 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
17 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64.
18 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, octubre 1972.
no se queda sólo en cuestión de palabras, que también resultan necesarias, sino que se manifiesta sobre todo en hechos externos e internos de entregamiento: “que sepamos cada uno decir al Señor, sin ruido de palabras, que nada podrá separarnos de Él, que su disponibilidad —inerme— de quedarse en las apariencias ¡tan frágiles! del pan y del vino, nos ha convertido en esclavos voluntarios”19. Haciendo eco a San Juan Damasceno, Santo Tomás de Aquino explica que, en la verdadera adoración, la humillación exterior del cuerpo manifiesta y excita la devoción interior del alma, el ansia de someterse a Dios y servirle20.
No hemos de tener reparo —¡al contrario!— en repetir al Señor que le amamos y le adoramos, pero hemos de avalorar esas palabras con nuestras obras de sujeción y de obediencia a su querer. “Dios Nuestro Señor necesita que le repitáis, al recibirlo cada mañana: ¡Señor, creo que eres Tú, creo que estás realmente oculto en las especies sacramentales! ¡Te adoro, te amo! Y, cuando le hagáis una visita en el oratorio, repetídselo nuevamente: ¡Señor, creo que estás realmente presente! ¡te adoro, te amo! Eso es tener cariño al Señor. Así le querremos más cada día. Luego, continuad amándolo durante la jornada, pensando y viviendo esta consideración: voy a acabar bien las cosas por amor a Jesucristo que nos preside desde el tabernáculo”21.
TIBI SE COR MEUM TOTUM SUBIICIT,/ QUIA, TE CONTEMPLANS, TOTUM DEFICIT
[A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte]
Pasmarse ante el misterio de amor
8. Ante la entrega de Jesucristo en la Eucaristía, cuántas veces repetía nuestro Padre: «se quedó para ti»; «se humilló hasta esos extremos por amor a ti»22. Al contemplar tanto amor, el corazón creyente queda como fulminado, lleno de admiración, y desea corresponder a su vez dándose del todo al Señor. “Yo me pasmo ante este misterio de Amor”23. Cultivemos este sentimiento, esta disposición de la inteligencia y de la voluntad, para no acostumbrarnos y para mantener siempre el ánimo sencillo del niño que se maravilla ante los regalos que su padre le prepara. Expresemos también con hondo agradecimiento: “gracias, Jesús, gracias por haberte rebajado tanto, hasta saciar todas las necesidades de nuestro pobre corazón”24. Y, como consecuencia lógica, rompamos a cantar, alabando a nuestro Padre Dios, que ha querido alimentar a sus hijos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo; perseverando en esa alabanza porque siempre resultará corta25.
Jesús se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor. “Cuando contempléis la Sagrada Hostia expuesta en la custodia sobre el
19 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 90.
20 Cfr. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 84, a. 2; San Juan Damasceno, Sobre la fe ortodoxa, 4, 12 (PG 94, 1133).
21 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-IV-1970.
22 San Josemaría, Camino, nn. 539, 538. Cfr. Surco, nn. 685, 686; Forja, n. 887.
23 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 161.
24 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 14-IV-1960.
25 «Lauda, Sion, Salvatorem, / lauda ducem et pastorem / in hymnis et canticis. / Quantum potes, tantum aude: / quia maior omni laude, / nec laudare sufficis» (Misal Romano, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Secuencia Lauda Sion).
altar, mirad qué amor, qué ternura la de Cristo. Yo me lo explico, por el amor que os tengo; si pudiera estar lejos trabajando, y a la vez junto a cada uno de vosotros, ¡con qué gusto lo haría!
Cristo, en cambio, ¡sí puede! Y Él, que nos ama con un amor infinitamente superior al que puedan albergar todos los corazones de la tierra, se ha quedado para que podamos unirnos siempre a su Humanidad Santísima, y para ayudarnos, para consolarnos, para fortalecernos, para que seamos fieles”26.
9. No son mis pensamientos como vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos —oráculo de Yahveh—. Pues cuanto superan los cielos a la tierra, así superan mis caminos a los vuestros y mis pensamientos a los vuestros (Is 55, 8-9). La lógica eucarística sobrepasa toda lógica humana, no sólo debido a que la presencia de Cristo bajo las especies sacramentales es un misterio que nunca podremos comprender plenamente con nuestra inteligencia; sino también porque la donación de Cristo en la Eucaristía desborda completamente la pequeñez del corazón humano, la de todos los corazones humanos juntos. A la capacidad de nuestra mente, tanta generosidad le puede parecer inexplicable, porque se halla muy distante de los egoísmos grandes o pequeños que tantas veces nos acechan.
“El más grande loco que ha habido y habrá es Él. ¿Cabe mayor locura que entregarse como Él se entrega, y a quienes se entrega?
Porque locura hubiera sido quedarse hecho un Niño indefenso; pero, entonces, aun muchos malvados se enternecerían, sin atreverse a maltratarle. Le pareció poco: quiso anonadarse más y darse más. Y se hizo comida, se hizo Pan.
—¡Divino Loco! ¿Cómo te tratan los hombres?... ¿Yo mismo?”27.
Es necesario agrandar el corazón para acercarse a Jesús sacramentado. Ciertamente, se precisa la fe; pero se requiere además, para ser alma de Eucaristía, “saber querer”, “saber darse a los demás”, imitando —dentro de nuestra poquedad— la entrega de Cristo a todos y a cada uno. Con su experiencia personal, San Josemaría ha podido confiarnos: “La frecuencia con que visitamos al Señor está en función de dos factores: fe y corazón; ver la verdad y amarla”28.
En la “escuela” de San Josemaría
10. Nuestro Padre saboreó con hondura, desde muy joven, el amor de Cristo al quedarse en este Sacramento, porque tenía una fe muy grande —“que se podía cortar”— y porque sabía amar: se podía poner “como ejemplo de hombre que sabe querer”. Por eso, la «locura de amor» del Señor al donarse a nosotros en este Sacramento “le robó el corazón”, y entendió el colmo de anonadamiento y humillación a que llegó el Señor por cariño tierno y recio a cada uno de nosotros. Por eso también, supo corresponder a ese amor sin ceder a la generalidad del anonimato: se consideró directamente interpelado por Cristo que se ofrecía por su vida, y por la de todos, en la Eucaristía, y estuvo en condiciones de escribir, refiriéndose al Santo Sacrificio: “Nuestra” Misa, Jesús...29.
Emprendamos cotidianamente ese itinerario de nuestro queridísimo Fundador: pidamos al Señor muchas veces con los Apóstoles, como repetía San Josemaría: adauge nobis fidem! [¡auméntanos la fe!] (Lc 17, 5); y, por tanto, aprendamos en la escuela de Mariano a darnos constantemente a los demás, comenzando por servir a quienes se encuentran a nuestro alrededor, con
26 San Josemaría, Forja, n. 838. Cfr. nn. 832, 837.
27 San Josemaría, Forja, n. 824.
28 San Josemaría, Surco, n. 818.
29 San Josemaría, Camino, n. 533.
una atención vibrante de amor sacrificado. Así sabremos también nosotros entrar en el misterio del Amor eucarístico y unirnos íntimamente al sacrificio de Cristo. A la vez, el amor que alberguemos al Señor sacramentado nos conducirá a darnos a los otros, precisamente sin que se note, sin hacerlo pesar: como Él, pasando ocultos. “Por amor y para enseñarnos a amar, vino Jesús a la tierra y se quedó entre nosotros en la Eucaristía”30.
11. Hemos de imitar en nuestra conducta personal el oblatus est quia ipse voluit [se entregó porque quiso] (Is 53, 7, Vg) de Jesús: esa decidida determinación interior de donarse y entregarse a la persona amada, de cumplir lo que espera y pide. Necesitamos un corazón limpio, lleno de afectos rectos, vacío de los desórdenes que introduce el yo desorbitado. “Las manifestaciones externas de amor deben nacer del corazón, y prolongarse con testimonio de conducta cristiana (...). Que nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios”31.
Ser de verdad almas de Eucaristía no se reduce a la fiel observancia de unas ceremonias, que resultan desde luego indispensables; se extiende a la entrega completa del corazón y de la vida, por amor a Quien nos consignó y nos sigue consignando la suya con absoluta generosidad. Aprendamos de la Virgen la humildad y la disponibilidad sin condiciones para amar, acoger y servir a Jesucristo. Meditemos frecuentemente, como nos proponía nuestro queridísimo Padre, que Ella “fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo”. Y afrontemos la pregunta con que concluía esa invitación: “si la acción de gracias ha de ser proporcional a la diferencia entre don y méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua?”32.
VISUS, TACTUS, GUSTUS IN TE FALLITUR,/ SED AUDITU SOLO TUTO CREDITUR
[Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza]
Con la luz de la fe
12. ¡Qué patente se alza el fracaso de los sentidos ante el Santísimo Sacramento! La experiencia sensible, camino natural para que nuestra inteligencia conozca lo que son las cosas, aquí no basta. Sólo el oído salva al hombre del naufragio sensible ante la Eucaristía. Sólo oyendo la Palabra de Dios que revela lo que la mente no percibe a través de la sensibilidad, y acogiéndola con la fe, se llega a saber que la sustancia —aunque lo parezca— no es pan sino el cuerpo de Cristo, no es vino sino la sangre del Redentor.
También la inteligencia zozobra, porque no alcanza ni alcanzará jamás a comprender la posibilidad de que permaneciendo lo sensible —las “especies”— del pan y del vino, la realidad sustancial constituya el Cuerpo y la Sangre de Cristo. «Lo que no comprendes y no ves, lo afirma una fe viva, más allá del orden propio de las cosas»33.
Por esta virtud teologal se consigue, ante el Misterio eucarístico, la certeza que a la sola razón humana se presenta como imposible. “Señor, yo creo firmemente. ¡Gracias por habernos concedido la fe! Creo en Ti, en esa maravilla de amor que es tu Presencia Real bajo las especies eucarísticas, después de la consagración, en el altar y en los Sagrarios donde estás reservado. Creo más que si
30 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151.
31 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 156.
32 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
te escuchara con mis oídos, más que si te viera con mis ojos, más que si te tocara con mis manos”34.
“Es toda nuestra fe la que se pone en acto cuando creemos en Jesús, en su presencia real bajo los accidentes del pan y del vino”35. Fe en el poder del Creador; fe en Jesús, que afirma: esto es mi cuerpo, y añade: éste es el cáliz de mi sangre; fe en la acción inefable del Espíritu Santo, que intervino en la encarnación del Verbo en el seno de la Virgen e interviene en la admirable conversión eucarística, en la transubstanciación.
Fe en la Iglesia, que nos enseña: «Cristo Redentor nuestro dijo ser verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la apariencia de pan (Mt 26, 26 ss; Mc 14, 22 ss; Lc 22, 19 ss; 1 Cor 11, 24 ss); de ahí que la Iglesia de Dios tuvo siempre la persuasión, y ahora nuevamente lo declara en este santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del cuerpo de Cristo Señor nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su sangre. La cual conversión, propia y convenientemente, fue llamada transubstanciación por la Santa Iglesia Católica»36.
13. En continuidad con este Concilio y con la entera Tradición, el Magisterio posterior ha insistido en que «toda explicación teológica que intente buscar alguna inteligencia de este misterio, debe mantener, para estar de acuerdo con la fe católica, que en la realidad misma, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino han dejado de existir después de la consagración, de suerte que el cuerpo y la sangre adorables de Cristo Jesús son los que están realmente delante de nosotros»37.
Os aconsejo que, especialmente a lo largo de este Año de la Eucaristía, releáis y meditéis algunos de los más importantes documentos que el Magisterio de la Iglesia ha dedicado al Santísimo Sacramento38. Acojamos con agradecimiento íntimo estos venerados textos, reforzando nuestra obœdientia fidei [obediencia de la fe] a la Palabra de Dios que en esas enseñanzas se nos transmite con autoridad dada por Jesucristo39.
CREDO QUIDQUID DIXIT DEI FILIUS;/ NIL HOC VERBO VERITATIS VERIUS
[Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada es más verdadero que esta palabra de verdad]
Palabras de vida
14. Nuestra fe se funda en las palabras mismas del Señor, que la Iglesia ha entendido siempre como son, es decir, en sentido plenamente real. Después de haber multiplicado los panes y los peces, el Señor declaró: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo (Jn 6, 51). No hablaba en términos figurados; si hubiera sido así, al comprobar que muchos —incluidos algunos discípulos— se escandalizaban ante esos vocablos, los habría explicado de otro modo. Pero no lo hizo; al
34 San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 7.
35 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 153.
36 Concilio de Trento, ses. XIII: Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, cap. 4 (Denz. 1642).
37 Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 30-VI-1968. Cfr Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 15.
38 Cfr., por ejemplo, Pío XII, Litt. enc. Mediator Dei, 20-XI-1947; Pablo VI, Litt. enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965; Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1322-1419.
contrario, reafirmó con fuerza: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 54-55). Para que no pensaran que iba a ofrecérseles como alimento de forma material y sensible, añadió: el Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve de nada; las palabras que os he hablado son espíritu y son vida (Jn 6, 63).
Son palabras del Verbum spirans amorem: palabras de amor, que llevan al amor, porque revelan el Amor de Dios a la humanidad, que anuncian la Buena Nueva: “La Trinidad se ha enamorado del hombre”40. ¿Cómo no van a importarle nuestras cosas? ¿Cómo no intervendrá en nuestro favor cuando sea necesario? Dice Sión: “Yahveh me ha abandonado, el Señor me ha olvidado”. ¿Puede una mujer olvidar a su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella pudiera olvidarle, yo no te olvidaré (Is 49, 14-15).
Este interés, este cuidado de Dios por cada uno de nosotros, con la encarnación del Verbo nos llega a través de su Corazón humano. “Conmueven a Jesús el hambre y el dolor, pero sobre todo le conmueve la ignorancia. Vio Jesús la muchedumbre que le aguardaba, y enterneciéronsele con tal vista las entrañas, porque andaban como ovejas sin pastor, y así se puso a instruirlos sobre muchas cosas (Mc 6, 34)”41.
Una actitud de confianza
15. En el plano natural, es lógico subrayar la importancia de la experiencia sensible, como fundamento de la ciencia y del saber. Pero si los ojos se quedan “pegados a las cosas terrenas”, no es difícil o extraño que suceda lo que describía nuestro Padre: “los ojos se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el seréis como dioses (Gn 3, 5) y, al llenarse de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios42. En una época que “fomenta un clima mundial para centrar todo en el hombre; un ambiente de materialismo, desconocedor de la vocación trascendente del hombre”43, hemos de cultivar en nosotros y difundir a nuestro alrededor la actitud de apertura a los demás, de confianza razonable en la palabra de los otros.
Antes os señalaba que, para comprender el “derroche divino”44 de la Eucaristía, es preciso “saber querer”; considerad también que es igualmente necesario “saber oír” y confiar, ante todo, en Dios y en su Iglesia. La fe —sometimiento y, a la vez, elevación de la inteligencia— en Jesús sacramentado nos librará de esa espiral nefasta que aleja de Dios y también de los demás; nos defenderá de ese “engreimiento general que encubre el peor de los males”45. Ese postrar la inteligencia ante la Palabra increada, oculta en las especies de pan, nos ayuda también a no fiarnos sólo de nuestros sentidos y de nuestro juicio, y a reforzar en nosotros la autoridad de Dios que no se equivoca ni puede equivocarse.
En el Sagrario se esconde la fortaleza, el refugio más seguro contra las dudas, contra los temores y las inquietudes46. Éste es el Sacramento de la Nueva Alianza, de la Alianza eterna, novedad última y definitiva porque ya no cabe otra posibilidad de darse más. Sin Cristo, el hombre y el mundo se quedarían a oscuras. También la vida del cristiano se torna más y más sombría si se
40 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 84. 41 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 109. 42 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 6.
43 San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 10. 44 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 80. 45 Ibid, n. 6.
separa de Él. Este Sacramento, con su definitiva novedad, ahuyenta para siempre lo viejo, la incredulidad, el pecado. “Lo caduco, lo dañoso y lo que no sirve —el desánimo, la desconfianza, la tristeza, la cobardía— todo eso ha de ser echado fuera. La Sagrada Eucaristía introduce en los hijos de Dios la novedad divina, y debemos responder in novitate sensus (Rm 12, 2), con una renovación de todo nuestro sentir y de todo nuestro obrar. Se nos ha dado un principio nuevo de energía, una raíz poderosa, injertada en el Señor”47.
IN CRUCE LATEBAT SOLA DEITAS,/ AT HIC LATET SIMUL ET HUMANITAS
[En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad]
Con Cristo en el Calvario
16. La celebración de la Eucaristía nos sitúa en el Calvario, pues «en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz (Hb 9, 27) (...). Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse»48. «Y al Calvario tenemos acceso «no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado»49.
En el Gólgota, en otra cruz, cerca de Jesús está Dimas, el buen ladrón. Coincidimos con él en ese hallarnos realmente ante la misma Persona, en asistir al mismo dramático acontecimiento. También coincidimos —o queremos coincidir— en la fe profunda en esa Persona: él creyó que Jesús traía consigo el Reino de Dios y, arrepentido, deseaba estar con Cristo en ese Reino. Nosotros creemos igualmente que es Dios, el Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvarnos; pero nos distinguimos de aquel pecador contrito en que él veía la humanidad de Cristo, pero no la divinidad; nosotros, en Jesús sacramentado, no vemos ni la divinidad ni la humanidad.
El ladrón arrepentido
17. A diferencia del otro malhechor, Dimas reconocía sus culpas, aceptaba el castigo merecido por sus ofensas y confesaba la santidad de Jesús: éste ningún mal ha hecho (Lc 23, 41). También nosotros rogamos al Señor que nos acoja en su Reino. Para recibirle más purificados en nuestro pecho, confesamos nuestras culpas y le pedimos perdón; cuando sea necesario también, como la Iglesia nos enseña, acudiendo antes con dolor constructivo al sacramento de la Reconciliación:
«Si no es decente que nadie se acerque a función alguna sagrada, sino santamente; (...) con tanta más diligencia (el cristiano) debe evitar acercarse a recibirlo sin grande reverencia y santidad, señaladamente leyendo en el Apóstol aquellas tremendas palabras: “El que come y bebe indignamente, come y bebe su propio juicio, al no discernir el cuerpo del Señor” (1 Cor 11, 29). Por lo cual, al que quiere comulgar hay que traerle a la memoria el precepto suyo: “Mas pruébese a sí mismo el hombre” (1 Cor 11, 28).
47 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 155.
48 Concilio de Trento, ses. XXII, Doctrina acerca del Santísimo Sacrificio de la Misa, cap. 2 (Denz. 1743).
49 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 12.
»La costumbre de la Iglesia declara ser necesaria aquella prueba por la que nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la confesión sacramental»50.
La humildad de Cristo crucificado movió a Dimas a no engreírse y a aceptar con mansedumbre el sufrimiento, rechazando la tentación de rebelarse. “Humildad de Jesús: en Belén, en Nazareth, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazareth y que en la Cruz”51.
Imitemos al latro pœnitens [ladrón arrepentido] en la disposición humilde, con mayor motivo, porque el ejemplo de anonadamiento en la Eucaristía, que contemplamos con la fe, es aún mayor que aquél que él vio con sus ojos en el Calvario. Cuando el “yo” se alce soberbio, reclamando derechos de comodidad, sensualidad, reconocimientos o agradecimientos, el remedio es mirar al Crucificado, ir al Sagrario, participar sacramentalmente en su sacrificio. A esa conclusión llegaba nuestro Padre, que cerraba así ese punto de Camino: “Por eso, ¡qué obligado estoy a amar la Misa!”52.
Cátedra de todas las virtudes
18. Escribe Santo Tomás de Aquino que Cristo en la Cruz da ejemplo de toda virtud: passio Christi sufficit ad informandum totaliter vitam nostram53, basta volver los ojos al Crucificado, para aprender cuanto necesitamos en esta vida. E insiste: nullum enim exemplum virtutis abest a Cruce54, no faltan ejemplos de ninguna virtud, abundan claramente para todas: fortaleza, paciencia, humildad, desprendimiento, caridad, obediencia, desprecio de los honores, pobreza, abandono...
De la Eucaristía podemos afirmar otro tanto: es cátedra excelsa de amor y de humildad; en este divino Don, podemos fortalecernos también en las demás virtudes cristianas. “En la Sagrada Eucaristía y en la oración está la cátedra en la que aprendemos a vivir, sirviendo con servicio alegre a todas las almas: a gobernar, también sirviendo; a obedecer en libertad, queriendo obedecer; a buscar la unidad en el respeto de la variedad, de la diversidad, en la identificación más íntima”55.
Se demuestra especialmente como cátedra para las virtudes que deben cultivarse a diario en el trabajo y en la familia, en las situaciones comunes de las personas corrientes: saber esperar, saber acoger a todos, estar disponible siempre... El silencio de Jesús sacramentado resulta sobre todo elocuente para quienes, como nosotros, hemos de santificarnos “nel bel mezzo della strada [en medio de la calle]”, atareados en mil ocupaciones en apariencia de escasa importancia.
Desde el silencio de esa sede, Él nos puntualiza que la vida ordinaria nos ofrece —con la humildad en que transcurre— una posibilidad constante de santificación y de apostolado; que encierra todo el tesoro y la fuerza de Dios, que interviene y dialoga en cada instante con nosotros, y se interesa hasta de la caída de un cabello de la criatura (cfr. Mt 10, 29).
Contemplando a Jesús sacramentado, nos adentramos en la necesidad de movernos con rectitud de intención, con no tener otra voluntad que la de cumplir el querer divino: servir a las almas para que lleguen al Cielo. Se descubre la trascendencia de darnos a los demás, gastando la propia existencia en acompañar a nuestros hermanos los hombres, sin ruido, con paciencia, discretamente;
50 Concilio de Trento, ses. XIII, Decreto sobre la Sagrada Eucaristía, cap. 7 (Denz. 1647).
51 San Josemaría, Camino, n. 533.
52 Ibid.
53 Santo Tomás de Aquino, Colación 4 sobre el Credo.
54 Ibid.
55 San Josemaría, Carta 24-III-1931, n. 61.
con la amistad y el afecto manifestados en obras quizá pequeñas pero concretas y útiles; con la disponibilidad de tiempo y con la amplitud de corazón que sabe pronunciar para todos, para cada uno, la oportuna palabra, el consejo y el consuelo necesarios, el comentario doctrinal y la corrección fraterna.
“Él se abaja a todo, admite todo, se expone a todo —a sacrilegios, a blasfemias, a la frialdad de la indiferencia de tantos—, con tal de ofrecer, aunque sea a un hombre solo, la posibilidad de descubrir los latidos de un Corazón que salta en su pecho llagado”56.
Entregarse al servicio de los demás
19. Ante la presencia real de Jesús en el Sagrario, se comprende la eficacia inefable de “ocultarse y desaparecer, que no entraña caer en el dolce far niente [dulce hacer nada], aislarse de los demás, dejar de influir en el ambiente y en el desarrollo de los acontecimientos en el propio ámbito familiar, profesional o social. Se traduce, por el contrario, en dar toda la gloria a Dios y respetar la libertad de los demás; y también en empujarles hacia el Señor no con ruido humano, sino con la “coacción” de la propia entrega y de la virtud alegre y generosa.
Mirando al Señor sacramentado, nos persuadimos de la conveniencia de “hacernos pan”; de que los demás puedan alimentarse de lo nuestro —de nuestra oración, de nuestro servicio, de nuestra alegría— para ir adelante en el camino de la santidad. Nos convencemos de la necesidad del “sacrificio escondido y silencioso”57, sin espectáculo ni gestos grandilocuentes. “Jesús se quedó en la Eucaristía por amor..., por ti.
—Se quedó, sabiendo cómo le recibirían los hombres..., y cómo lo recibes tú.
—Se quedó, para que le comas, para que le visites y le cuentes tus cosas y, tratándolo en la oración junto al Sagrario y en la recepción del Sacramento, te enamores más cada día, y hagas que otras almas —¡muchas!— sigan igual camino”58.
En la Eucaristía, Jesús muestra con elocuencia divina que, para ser como Él, hay que entregarse completamente y sin regateos a los demás, hasta hacer de nuestro caminar un servicio constante. “Llegarás a ser santo si tienes caridad, si sabes hacer las cosas que agraden a los demás y que no sean ofensa a Dios, aunque a ti te cuesten”59.
AMBO TAMEN CREDENS ATQUE CONFITENS,/ PETO QUOD PETIVIT LATRO PŒNITENS
[Creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido]
Al ritmo de la contrición
20. Volvamos a la escena del Calvario, para escuchar la petición del buen ladrón, que tanto removía a San Josemaría cuando meditaba el Adoro te devote. “He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: Peto quod petivit latro pœnitens, y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido!
56 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
57 San Josemaría, Camino, n. 509.
58 San Josemaría, Forja, n. 887.
59 San Josemaría, Forja, n. 556.
Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se “abrió” las puertas del Cielo”60.
Especialmente en los últimos años, ante las dificultades de la Iglesia, nuestro Padre se acogía con toda su alma a la misericordia divina, pidiendo esta comprensión, este amor de Dios para sí y para todos. No exhibía méritos, que pensaba no tener; “todo lo ha hecho el Señor”, aseguraba convencido. No se apelaba a motivos de justicia para conseguir del Señor la ayuda en la tribulación y en la prueba; buscaba el refugio de su compasión. Así, de la fe en Cristo pasaba a la contrición: a la conversión constante y alegre. Con esta lógica actuaba nuestro Padre, bien seguro de que cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Sal 50 [51], 19), no desprecia Dios un corazón contrito y humillado.
Ahora, con su intercesión en el Cielo, hemos de asimilar ese ritmo de fe y dolor que constituye la señal inequívoca de auténtica vida interior. El trato eucarístico reforzará nuestra esperanza, nuestra confianza en la misericordia del Señor, de muchos modos; entre otros, ayudándonos a descubrir nuestras miserias para que las llevemos al pie de la Cruz y así, con la lucha contra los defectos, alcemos victoriosa la Cruz del Señor sobre nuestras vidas, sobre nuestras debilidades.
Fiarse de la misericordia divina
21. Dimas encontró la misericordia y la gracia divinas transformando aquella actividad que antes era su “profesión”: asaltar y robar a otros. En la cruz, por la fe y un dolor sincero, “asaltó” a Cristo, le “robó” el corazón y entró con Él en la gloria. Nuestro Padre nos ha transmitido la “amorosa costumbre de “asaltar” Sagrarios”61; nos ha enseñado, sobre todo, a unir nuestro trabajo santificado a la ofrenda que Jesús hace de Sí mismo en la Misa y a trabajar así con la fuerza que dimana de su sacrificio.
La experiencia del latro pœnitens [ladrón arrepentido] es también la nuestra: de la misericordia del Señor esperamos nuestra santificación. Al recibir su perdón y su gracia, reflejamos estos dones en la fraternidad con que tratamos a todos, pues la santidad, la perfección, está directamente relacionada con la misericordia. Lo expresa claramente el mismo Señor: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48); y sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lc 6, 36).
Pero hemos de tener siempre presente que “la misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia”62. Se traduce sencillamente en darse y dedicarse a los demás, como el buen samaritano: sin descuidar los propios deberes y, al mismo tiempo, decidirse a sacrificar la comodidad y a prescindir de pequeños —o no tan pequeños— planes e intereses personales. “Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso”63.
Entendida de ese modo, esta disposición activa del ánimo cabe aplicarla analógicamente a Cristo, Dios y Hombre. Esto resultaría absurdo si refiriéramos nuestra misericordia a Dios en sí mismo, pero no lo es en relación a la Humanidad de Jesús, pues el mismo Señor nos ha dicho que considera dirigida a Él la misericordia usada con sus hermanos los hombres, aun los más pequeños
60 San Josemaría, Vía Crucis, XII estación, n. 4.
61 San Josemaría, Camino, n. 876.
62 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 232.
(cfr. Mt 25, 40). Además, podemos vivir la misericordia de algún modo —como desagravio— con la Humanidad del Señor oculta en el Sagrario, donde se nos presenta como “el Gran Solitario”: es un profundo acto de amor y de piedad ir a visitarle a la “cárcel de amor”, donde se ha quedado “voluntariamente encerrado”64 porque ha querido estar siempre con nosotros, hasta el final.
¡Cuántas posibilidades se nos abren para “tratarle bien”, para acompañarle, para manifestarle cariño! A tal conducta nos alentaba San Josemaría: “Jesús Sacramentado, que nos esperas amorosamente en tantos Sagrarios abandonados, yo pido que en los de nuestros Centros te tratemos siempre “bien”, rodeado del cariño nuestro, de nuestra adoración, de nuestro desagravio, del incienso de las pequeñas victorias, del dolor de nuestras derrotas”65.
PLAGAS, SICUT THOMAS, NON INTUEOR,/ DEUM TAMEN MEUM TE CONFITEOR
[No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios]
La actitud inicial de Tomás
22. Ocho días después de la Resurrección de Jesús, en el Cenáculo, Tomás mira al Señor, que le muestra sus llagas y le dice: trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel (Jn 20, 27). Nosotros, en la Eucaristía, nos encontramos también realmente ante su cuerpo glorioso, aunque a la vez en estado de víctima —Christus passus— por la separación sacramental del cuerpo y de la sangre. «El sacrificio eucarístico no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía “pan de vida” (Jn 6, 35 y 48), “pan vivo” (Jn 6, 51)»66.
Podemos pensar que el Apóstol Tomás, cuando prendieron a Jesús en Getsemaní y después
—ante el “fracaso humano” de Cristo—, se sentiría desconcertado, defraudado, desesperanzado. Quizá su hundimiento interior fuese especialmente emotivo y por esto le costase, más que a los otros diez, aceptar la realidad de la Resurrección del Señor. Se le hizo particularmente difícil volver a creer en Jesús, esperar de nuevo en Él, llenarse otra vez de sólida ilusión; en pocas palabras: amarle y sentirse amado por Él. Y puso condiciones.
Dios se ha revelado progresivamente, y el curso histórico de la Revelación de alguna manera se traduce a nivel personal en el itinerario de fe de cada uno. Cualquier nuevo paso en ese camino significa un abandono interior también “nuevo”, que resulta más costoso, que obliga a una mayor identificación con Cristo, muriendo más y más al propio yo. Y nos conviene estar prevenidos, porque la reacción de Santo Tomás puede también asomarse a nuestra alma: una actitud de incredulidad, de resistencia a creer sin vacilación, a creer más: no nos extrañemos ni nos asustemos. Para salvar este inconveniente, repitamos con más fe ante el Sagrario y en otras ocasiones: Dominus meus et Deus meus! [Señor mío y Dios mío] (Jn 20, 28).
Los Apóstoles creían en Jesús como profeta y enviado de Dios; como Mesías y Salvador de Israel; como Hijo de Dios. Pero se habían formado una idea inexacta de cómo se actuaría esa salvación y qué formas asumiría el Reino de su Maestro. Los anuncios que Cristo puntualizó sobre su pasión y muerte, al menos tres veces, no los entendieron del todo. Luego, en parte por su indolencia y en parte por toda la tragedia de la pasión, los acontecimientos les pusieron
64 San Josemaría, Forja, n. 827
65 San Josemaría, Carta 28-III-1973, n. 7.
violentamente ante el plan de Dios, y todos naufragaron excepto San Juan. Y les costó, de modo particular a Santo Tomás, aceptar la realidad gloriosa de Cristo resucitado. Pero las diversas apariciones del Señor resolvieron sus reservas, y el mismo Tomás superó su flojedad espiritual, como acabo de mencionar, con un maravilloso acto de fe y de amor: Dominus meus et Deus meus! [Señor mío y Dios mío].
A la hora de las pruebas
23. No excluyamos en nosotros mismos, por diversos motivos, una inicial resistencia a creer, por la acumulación de experiencias negativas; por la adversidad de un ambiente anticristiano; o por “un encuentro inopinado con la Cruz”67, que se nos muestra más concreta y cruda: “Porque Dios nos pide a todos una abnegación plena, y a veces el pobre hombre de barro —de que estamos hechos— se rebela; sobre todo, si hemos dejado que nuestro yo se interponga en el trabajo, que ha de ser para Dios”68.
Ese tipo de situaciones las superamos siempre, con la gracia divina, si las afrontamos por lo que son: invitaciones a acercarnos más a Dios, a conocerle mejor y amarle más, a servirle con más eficacia. Y el medio más seguro para superarlas nos viene facilitado por el encuentro con Cristo crucificado y glorioso; con Jesús sacramentado. De modo muy especial, entonces, ha llegado el momento de ir al Sagrario a hablar con el Señor, que nos muestra sus llagas como credenciales de su amor; y, con fe en esas llagas que físicamente no contemplamos, descubriremos con los apóstoles la necesidad del Misterio de que Cristo padeciera y así entrara en su gloria (Lc 24, 26); acogeremos más claramente la Cruz como un don divino, entendiendo así aquella exhortación de nuestro Padre: “empeñémonos en ver la gloria y la dicha ocultas en el dolor”69.
A las llagas de Cristo
24. Insisto, hijas e hijos míos, no debemos sorprendernos ni asustarnos si nos topamos con situaciones especialmente duras, en las que el “claroscuro” de la fe nos presenta más explícitamente su dimensión de oscuridad; ocasiones en que quizá resulte más difícil reconocer a Cristo, ni tan siquiera otear por dónde pasa el camino querido por Dios. Este tipo de pruebas interiores puede deberse, a veces, a la miseria humana, a la falta de correspondencia; pero con frecuencia no es así, sino que forma parte del plan querido por Dios para identificarnos con Jesucristo, para santificarnos.
Ha llegado el momento de ir, como hizo el Apóstol Tomás, a las llagas de Cristo. Así nos lo explica San Josemaría: “no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.
Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene —oculta o descarada e insolente— cuando no la esperamos (...).
Al admirar y al amar de veras la Humanidad Santísima de Jesús, descubriremos una a una sus Llagas. Y en esos tiempos de purgación pasiva, penosos, fuertes, de lágrimas dulces y amargas que procuramos esconder, necesitaremos meternos dentro de cada una de aquellas Santísimas Heridas: para purificarnos, para gozarnos con esa Sangre redentora, para fortalecernos (...).
67 San Josemaría, Vía Crucis, V estación.
68 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 25-VI-1972.
Id como más os conmueva: descargad en las Llagas del Señor todo ese amor humano... y ese amor divino. Que esto es apetecer la unión, sentirse hermano de Cristo, consanguíneo suyo, hijo de la misma Madre, porque es Ella la que nos ha llevado hasta Jesús”70.
No sólo en momentos de prueba, sino siempre, busquemos más perseverantemente el encuentro con Cristo resucitado, que nos espera en el Altar y en el Sagrario. ¡Con cuánta confianza y seguridad hemos de acudir a la oración ante Jesús sacramentado, para pedir, con la audacia de los niños, por tantas necesidades e intenciones! Tomás apóstol puso ese encuentro como condición para creer; nosotros, ahora, por la gracia de Dios, abrigamos la certeza de que en ese situarnos ante Jesús se resuelven todas nuestras dificultades espirituales.
No contemplamos ni la humanidad ni la divinidad del Señor, pero creemos firmemente, y vamos a Él, que “nos ve, nos oye, nos espera y nos preside desde el Tabernáculo, donde está realmente presente escondido en las especies sacramentales (...), que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... y enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz”71. Así seremos fieles y sentiremos el impulso y la fuerza para decir a todo el mundo, sin respetos humanos, con naturalidad y con urgencia, que hemos encontrado a Cristo, que le hemos tocado, ¡que vive! Saborearemos, como San Josemaría, la verdad y el gozo de que Iesus Christus heri et hodie, ipse et in sæcula! [¡Jesucristo, el mismo que era ayer, es hoy y será siempre!] (Hb 13, 8).
FAC ME TIBI SEMPER MAGIS CREDERE,/ IN TE SPEM HABERE, TE DILIGERE
[Haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame]
Almas de eucaristía: fe, amor, esperanza
25. El crecimiento de la vida espiritual está directamente relacionado con el crecimiento de la devoción eucarística. ¡Con qué fuerza lo predicó nuestro Padre! Como fruto de su propia experiencia espiritual, nos empuja a cada una, a cada uno: “¡Sé alma de Eucaristía! —Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!”72.
El deseo de santidad y el celo apostólico encuentran en la contemplación eucarística su cauce y su fundamento más sólido. “No comprendo cómo se puede vivir cristianamente sin sentir la necesidad de una amistad constante con Jesús en la Palabra y en el Pan, en la oración y en la Eucaristía. Y entiendo muy bien que, a lo largo de los siglos, las sucesivas generaciones de fieles hayan ido concretando esa piedad eucarística”73.
Cuando Dios se acerca al alma para atraerla a Sí, la criatura debe disponerse con más actos de fe, de esperanza y de amor; debe intensificar su vida teologal, traduciéndola en más oración, más penitencia, mayor frecuencia de sacramentos, más intenso trato eucarístico. Así se comportó siempre nuestro Padre, sobre todo desde que el Señor empezó a manifestarse a su alma, con aquellos barruntos de amor. Ya en el Seminario de San Carlos pasó noches enteras en oración, acompañando al Señor en el Sagrario; a medida que transcurrían las jornadas, percibía hondamente la urgencia de estar más con Él.
70 San Josemaría, Amigos de Dios, nn. 301-303.
71 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 249.
72 San Josemaría, Forja, n. 835.
73 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 154.
El camino cristiano es senda esencialmente teologal: fruto del conocimiento sobrenatural, de la tensión al Bien infinito que es la Trinidad, de la comunión en la caridad. Y la adoración eucarística contiene su expresión más sublime, porque se dirige a Dios tal como Él ha decidido quedarse más a nuestro alcance. A la vez, y por lo mismo, se nos muestra como el medio mejor para crecer en esas tres virtudes. Nuestro Padre las pedía todos los días, precisamente en la Santa Misa, mientras alzaba a Jesús sacramentado en la Hostia consagrada y en el cáliz con su Sangre: adauge nobis fidem, spem, caritatem! [¡auméntanos la fe, la esperanza y la caridad!]
La fe, la esperanza y la caridad: virtudes sobrenaturales, que sólo Dios puede infundir en las almas y sólo Él puede intensificar. Pero eso no significa que la recepción de estos dones divinos exima de la colaboración personal, porque en todos sus planes jamás el Omnipotente impone su amor: “no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad74. Por esto, de ordinario, dispone que su acción inefable esté acogida y acompañada por el esfuerzo de la criatura: admirémonos ante la categoría que nos atribuye.
Delicadezas del Señor
26. Cabe descubrir que el ocultamiento de Jesucristo en las especies eucarísticas, que responde a las exigencias de la economía sacramental, también responde precisamente al deseo divino de no forzar la libertad humana. Ocultándose, el Señor nos invita a buscarle, mientras Él sale a nuestro encuentro, “se hace el encontradizo”75.
¡Cuántas veces sucedió así con San Josemaría, que, sin darse cuenta, sin proponérselo expresamente, se encontraba “rumiando” palabras de la Escritura que iluminaban aspectos de su labor, que le manifestaban la voluntad de Dios, que contestaban a problemas y dudas que había expuesto a su Señor! “Cuenta el Evangelista que Jesús, después de haber obrado el milagro, cuando quieren coronarle rey, se esconde.
—Señor, que nos haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas, que vivas con nosotros, que te veamos, que te toquemos, que te sintamos, que queramos estar siempre junto a Ti, que seas el Rey de nuestras vidas y de nuestros trabajos”76.
La vida teologal, de fe, esperanza y caridad, por su misma naturaleza tiende siempre a más, a un crecimiento de la correspondencia: no se conforma con lo que ya hace. Señal de amar de verdad a Dios, por tanto, es juzgar que se le ama poco, que se ha de aumentar el trato diario. Sólo quien alberga un amor escaso, piensa que ya ama mucho. Nuestro Padre nos interpela con fuerza: “¿Que...
¡no puedes hacer más!? —¿No será que... no puedes hacer menos?”77. Respondamos, acudiendo una vez más a Cristo, Señor nuestro, oculto en el Sagrario: fac me tibi semper magis credere, in te
spem habere, te diligere! [Haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame].
Esta tensión a más —como toda la vida cristiana— encuentra en la Eucaristía su raíz y su centro. Porque Jesús eucarístico es la cumbre del crescendo [crecimiento] de donación de Dios a la humanidad, y —al identificarnos con Él— nos comunica esa misma tendencia al crescendo en entrega personal, suaviter et fortiter [con suavidad y fortaleza], como llevándonos de la mano. Así lo expresaba San Josemaría: “comenzaste con tu visita diaria... —No me extraña que me digas: empiezo a querer con locura la luz del Sagrario”78. Y, ante el Tabernáculo, supliquemos con
74 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 129.
75 San Josemaría, Homilía Sacerdote para la eternidad, 13-IV-1973.
76 San Josemaría, Forja, n. 542.
77 San Josemaría, Camino, n. 23.
78 San Josemaría, Surco, n. 688.
fervorosa piedad a Jesús que nos conceda a todos, más y más, una fe operativa, una caridad esforzada, una esperanza constante (1 Ts 1, 3).
O MEMORIALE MORTIS DOMINI,/ PANIS VIVUS, VITAM PRÆSTANS HOMINI
[¡Oh memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que da la vida al hombre]
Memorial del Sacrificio de la Cruz
27. La Eucaristía es memorial de la muerte del Señor y banquete donde Cristo nos da como alimento su cuerpo y su sangre. «La divina sabiduría —enseña Pío XII— ha hallado un modo admirable para hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte. En efecto, gracias a la transubstanciación del pan en el cuerpo y del vino en la sangre de Cristo, así como está realmente presente su cuerpo, también lo está su sangre; y de esa manera las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte, realmente sucedida en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar; ya que por medio de señales diversas se significa y se muestra a Jesucristo en estado de víctima»79.
Juan Pablo II, al exponer esta doctrina, escribe: «La Misa hace presente el sacrificio de la Cruz, no se le añade y no lo multiplica. Lo que se repite es su celebración memorial, la “manifestación memorial” (memorialis demonstratio), por la cual el único y definitivo sacrificio redentor de Cristo se actualiza siempre en el tiempo. La naturaleza sacrificial del Misterio eucarístico no puede ser entendida, por tanto, como algo aparte, independiente de la Cruz o con una referencia solamente indirecta al sacrificio del Calvario»80.
La Santa Misa jamás se queda, por tanto, en un simple recuerdo del acontecimiento salvador del Gólgota, sino que lo actualiza sacramentalmente. Todo sacramento realiza lo que significa; así, la Misa significa y hace presente el mismo sacrificio de Jesús en el Calvario. Nos trae el memorial vivo de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor. «Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la Cruz, permanece siempre actual»81. En el Sacrificio de la Misa, unimos todo lo nuestro al ofrecimiento con que Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, se entregó a Dios Padre, en adoración, acción de gracias, satisfacción por los pecados de la humanidad y petición por todas las necesidades del mundo.
Centro y raíz de la vida espiritual
28. Nuestro Fundador, en sus catequesis, se esforzaba en explicar la íntima relación existente entre la Última Cena, la Cruz y la Misa. En momentos en los que, en no pocos ambientes, se oscurecía la esencia sacrificial de la Eucaristía, puso especial hincapié en el infinito valor del Santo Sacrificio. Con palabras asequibles a todos, comentaba en una ocasión: “distingo perfectamente la institución de la Sagrada Eucaristía, que es un momento de manifestación de amor divino y humano, y el Sacrificio en el madero de la Cruz. En la Cena, Jesús estaba pasible, no había padecido aún; en el Calvario está paciente, sufriendo con gesto de Sacerdote Eterno. Jesús está
79 Pío XII, Litt. enc. Mediator Dei, 20-XI-1947, n. 20.
80 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 12. Cfr. Concilio de Trento, ses. 22, Doctrina acerca del Santo Sacrificio de la Misa, cap. 2 (Denz. 1743).
81 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1364.
allí clavado con hierros, después de haber santificado el mundo con sus pisadas, y muere por amor de cada uno de nosotros: toda su sangre es el precio de nuestra alma, de cada alma”82.
Con esa inmolación, el Señor nos ha obtenido una redención eterna (cfr. Hb 9, 12). Este sacrificio «es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así pues, todo fiel puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Ésta es la fe, de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristianas»83.
San Josemaría supo acoger este legado de fe y vivirlo a fondo en todas sus implicaciones. Siguiendo el consejo y el ejemplo de los Santos Padres, buscó siempre imitar —a lo largo de cada día— lo que se realiza en la Misa, y esto mismo aconsejaba a los demás: “¡que te identifiques con ese Jesús Hostia que se ofrece en el altar!”84. Siempre se ejercitó en lo que enseñaba: la Santa Misa, como centro y raíz de la vida espiritual del cristiano, constituyó el fundamento de cada una de sus jornadas. Y lo supo meditar y transmitir a la luz de su contemplación profunda del Misterio eucarístico.
La Misa “es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona de Cristo, y en nombre de Cristo.
El amor de la Trinidad a los hombres hace que, de la presencia de Cristo en la Eucaristía, nazcan para la Iglesia y para la humanidad todas las gracias. Éste es el sacrificio que profetizó Malaquías (...). Es el Sacrificio de Cristo, ofrecido al Padre con la cooperación del Espíritu Santo: oblación de valor infinito, que eterniza en nosotros la Redención, que no podían alcanzar los sacrificios de la Antigua Ley.
La Santa Misa nos sitúa de ese modo ante los misterios primordiales de la fe, porque es la donación misma de la Trinidad a la Iglesia. Así se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos. En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación”85.
Una correspondencia esforzada
29. La celebración de la Eucaristía debe convertirse, insisto, en el centro y raíz de la vida espiritual de un hijo de Dios, porque en este sacramento culmina el sacrificio de la vida del Hijo de Dios: no sólo lo pone ante nuestros ojos y nos concede imitarlo en nuestra respuesta cotidiana, sino que además nos otorga la gracia de la Redención y la posibilidad de entregarnos como Él para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Recibir tan inefable don requiere nuestra esforzada correspondencia, y que nos afanemos seriamente en unirnos —en unir todo lo nuestro— a la oblación de Jesús a Dios Padre. “En el Santo Sacrificio del altar, el sacerdote toma el Cuerpo de nuestro Dios y el Cáliz con su Sangre, y los levanta sobre todas las cosas de la tierra, diciendo: Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso —¡por mi Amor!, ¡con mi Amor!, ¡en mi Amor!
82 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 22-V-1970.
83 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 11.
84 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 14-IV-1960.
Únete a ese gesto. Más: incorpora esa realidad a tu vida”86.
Deseo insistir en que nuestro Padre no se limitó a enseñar que la Santa Misa es centro y raíz de la vida interior, sino que también mostró cómo corresponder personalmente a la donación de la Trinidad en el Santo Sacrificio, de modo que la pelea espiritual de cada uno girara verdaderamente en torno a la Misa, de este Sacrificio se nutriera y en este Holocausto se enraizara.
Entre otros consejos, comentaba que le resultaba muy provechoso dividir la jornada en dos mitades: una para preparar la Misa y otra para agradecerla; aprovechaba el tiempo del reposo nocturno para intensificar el diálogo contemplativo, subrayando su dimensión eucarística; y, muy especialmente, procuraba saborear y sacar contenido a cada gesto y a cada palabra de los diversos momentos que componen la celebración eucarística. Unía toda esa ejercitación —siempre con nuevos matices— a expresiones de fe, esperanza y caridad, a situaciones e intenciones concretas.
¡Cuánto nos ayuda su homilía La Eucaristía, misterio de fe y de amor!87.
Todo cuanto, con la gracia de Cristo —savia divina— nos llega de la raíz eucarística, exige
—ya os lo he dicho— también esfuerzo de nuestra parte. San Josemaría nos exhorta a este estupendo combate diario: “lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto —prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente—, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...”88.
Comunión con Cristo y unidad de la Iglesia
30. En el Sacrificio del Altar se unen el aspecto convivial y el sacrificial: Cristo, a través del sacerdote, se ofrece como Víctima a Dios Padre, y el mismo Padre nos lo entrega a nosotros como alimento. Cristo sacramentado es el «Pan de los hijos»89. La comunión del cuerpo y sangre del Señor nos llena de una gracia específica, que produce en el alma efectos análogos a los que el alimento causa en el cuerpo, «como son el sustentar, el crecer, el reparar y deleitar»90. Pero a diferencia del alimento corporal, donde el cuerpo asimila a sí lo que come, aquí sucede al revés: somos nosotros los asimilados por Cristo a su Cuerpo, nos transformamos en Él. «Nuestra participación en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no tiende a otra cosa que a transformarnos en aquello que recibimos»91.
La Eucaristía se alza en la Iglesia como el sacramento de la unidad, porque al comer todos un mismo Pan, nos hacemos un solo Cuerpo. La Santa Misa y la Comunión edifican la Iglesia, construyen su unidad y su firmeza, le dan cohesión. «Los que reciben la Eucaristía se unen más estrechamente a Cristo. Por eso mismo, Cristo une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia. La comunión renueva, fortifica, profundiza esta incorporación a la Iglesia realizada ya por el Bautismo. En el Bautismo fuimos llamados a formar un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 12, 13); la Eucaristía realiza esta llamada»92.
Hijas e hijos míos, ¡qué importante es que nos unamos a la Cabeza visible, al celebrar o al participar en este Santo Sacrificio! Todos bien pegados a la Cabeza de la Iglesia universal, al Papa; vosotros a quien hace Cabeza en cada Iglesia particular, a los Obispos, y muy especialmente a este
86 San Josemaría, Forja, n. 541.
87 Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 88-91.
88 San Josemaría, Forja, n. 69.
89 Misal Romano, Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Secuencia Lauda Sion.
90 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 79, a. 1.
91 San León Magno, Homilía 12 sobre la Pasión, 7 (PL 54, 357).
92 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1396.
Padre vuestro que el Señor ha querido poner como Cabeza visible y principio de unidad en esta “partecica de la Iglesia” que es la Obra.
PRÆSTA MEÆ MENTI DE TE VIVERE,/ ET TE ILLI SEMPER DULCE SAPERE
[Concédele a mi alma que de Ti viva, y que siempre saboree tu dulzura]
Vivir de Cristo
31. «La carne de Cristo, en virtud de su unión con el Verbo, es vivificante»93. San Lucas escribe: toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos (Lc 6, 19). También el Pan eucarístico es no sólo pan vivo, sino vivificante, que da la vida divina en Cristo. Al recibirlo, cada uno puede decir con San Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gal 2, 20).
Præsta meæ menti de te vivere... Esta estrofa nos invita a que todo en nosotros se alimente de vivir siempre de Cristo, a asumir una conducta completamente fiel a su amor, a gustar perseverantemente de sus dulzuras: que nuestro gozo y nuestro “gusto” estén en Cristo, que vayamos a Él “como el hierro atraído por la fuerza del imán”94.
Este deseo sincero, esta petición, ayuda poderosamente a anhelar y a cuidar la unidad de vida; con otras palabras: no tener más que un Señor en el alma (cfr. Mt 6, 24); no buscar más que una cosa (cfr. Lc 10, 42), y someterse totalmente a un solo Amor, que es Él; no querer sino lo que quiere Dios, y acoger lo demás porque Dios lo quiere y en el modo y medida que Él lo dispone; estar tan identificado con Cristo, que el cumplimiento de su Voluntad se revele en la criatura como característica esencial de la propia personalidad. Significa poseer los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Flp 2, 5); y, para lograrlo, pidámoselo a Él, como San Josemaría: “que yo vea con tus ojos, Cristo mío, Jesús de mi alma”95.
Los cristianos no hemos de olvidar que, con el Señor, omnia sancta, todo es santo; sin Él, mundana omnia, todo es mundano. No nos dejemos engañar por la falta de amor, que se oculta tras una apariencia de naturalidad, para no arrostrar con decisión —por amor— las consecuencias de la fidelidad a Cristo. Nuestra relación con Dios sólo puede construirse sobre el único modelo que es Cristo; y debemos ver con claridad que la relación de Jesús con su Padre brilla por su total unidad: Yo y el Padre somos uno (Jn 10, 30).
Unidad de vida
32. La Santa Misa, por sí misma y más aún cuando se lucha para que sea el centro de la propia vida interior, posee un poder verdaderamente unificante de la existencia humana. Jesús sacramentado, en la renovación incruenta de su sacrificio en el Calvario, toma por completo los trabajos y las intenciones de la persona que se une a su oblación; y los recapitula en la adoración que Él rinde al Padre, en el agradecimiento que le manifiesta, en la expiación que le ofrece, y en la petición que le dirige.
Así como Cristo, en su caminar terreno, recapituló la historia humana desde Adán; y, en su sacrificio, recapituló su propia vida; así también en el Sacrificio de la Misa se unifica todo lo que
93 Concilio de Éfeso, año 431 (Denz. 262).
94 San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296.
95 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 19-III-1975.
Dios otorga a la humanidad y se sintetiza cuanto la humanidad puede elevar al Padre en Cristo, bajo el impulso del Paráclito. En una palabra, “la Sagrada Eucaristía (...) resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres”96.
El Santo Sacrificio compendia lo que ha de ser nuestra conducta: adoración amorosa, acción de gracias, expiación, petición; es decir, dedicación a Dios y, por Él, a los demás. En la Misa debe confluir cuanto nos pese y nos agobie, cuanto nos colme de alegría y nos ilusione, cada detalle del quehacer cotidiano; hemos de ir con las preocupaciones nuestras y las de los demás, las del mundo entero.
En las pasadas fiestas de Navidad, comentaba a un grupo de hermanos vuestros que no fueran a Belén sólo con sus intenciones y necesidades, que llevasen al Niño los sufrimientos y las urgencias de todas las personas de la Obra, de la Iglesia, del mundo entero. Y lo mismo os aconsejo ahora a todas y a todos: id a la Misa, presentando al Señor las urgencias materiales y espirituales de todos, como Cristo subió al Madero cargado con los pecados de los hombres de todos los tiempos. Intentemos subir con Él y como Él a la Cruz, donde intercedió —y ahora intercede desde los altares y desde los sagrarios de esta tierra— ante su Padre, para obtener a cada criatura, con sobreabundancia divina, las gracias que necesita, sin excluir ninguna.
Recordáis que, en 1966, San Josemaría tuvo una fuerte experiencia, que relató así: “después de tantos años, aquel sacerdote hizo un descubrimiento maravilloso: comprendió que la Santa Misa es verdadero trabajo: operatio Dei, trabajo de Dios. Y ese día, al celebrarla, experimentó dolor, alegría y cansancio. Sintió en su carne el agotamiento de una labor divina.
A Cristo también le costó esfuerzo la primera Misa: la Cruz”97.
Interpretó ese episodio como si Dios hubiese querido premiar su esfuerzo de años por centrar su existencia entera en el Santo Sacrificio; y, a la vez, confirmarle en la validez sobrenatural de ese camino para alcanzar la unidad de vida tan característica del espíritu de la Obra. Peleemos, jornada tras jornada, para que —hagamos lo que hagamos— nuestra mente se dirija a Jesucristo, para adherirnos a sus designios y también para adentrarnos en su dulce saber.
PIE PELLICANE, IESU DOMINE,/ ME IMMUNDUM MUNDA TUO SANGUINE
[Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu Sangre]
Purificarse más y más
33. La antigua creencia de que el pelicano alimenta a sus crías con su sangre, haciéndola brotar de su pecho herido con el pico, ha sido tradicionalmente un símbolo eucarístico, que trataba de ejemplificar de algún modo la inseparabilidad de los aspectos sacrificial y convivial de la Eucaristía. Efectivamente, en la Santa Misa «se efectúa la obra de nuestra redención»98, y se nos da a comer el cuerpo de Cristo y se nos da a beber su sangre.
En este Sacramento, queda patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita. Es sangre que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7, 14). Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y de corazón limpio (cfr. Zac 9, 17). Sangre
96 San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 123.
97 San Josemaría, Vía Crucis, XI estación, n. 4.
que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y que desata las lenguas para cantar y narrar las
magnalia Dei (Hch 2, 11), las maravillas de Dios.
La Eucaristía, por ser el mismo sacrificio del Calvario, contiene en sí la virtud de lavar todo pecado y conceder toda gracia: de la Misa, como del Calvario, nacen los demás sacramentos, que luego nos dirigen al Holocausto de Jesucristo como a su fin. Pero el sacramento ordinario —repetidlo en el apostolado—, dispuesto por Dios para la remisión de los pecados mortales, no es la Misa, sino el de la Penitencia; el de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia, mediante la absolución que sigue a la confesión plenamente sincera y contrita —ante el sacerdote— de todos los pecados mortales aún no perdonados directamente en este sacramento99.
Comulgar dignamente
34. Más aún, la Eucaristía, precisamente porque es manifestación y comunicación de amor, exige, en quienes quieren recibir el cuerpo y la sangre del Señor, una clara disposición de unión a Jesús por la gracia. “¿Has pensado en alguna ocasión cómo te prepararías para recibir al Señor, si se pudiera comulgar una sola vez en la vida?
—Agradezcamos a Dios la facilidad que tenemos para acercarnos a Él, pero... hemos de agradecérselo preparándonos muy bien, para recibirle”100.
La calidad y la delicadeza de esa preparación depende, como ya os recordaba antes, de la finura y profundidad interior de la persona, particularmente de su fe y de su amor a Jesús sacramentado. “Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía, como a los grandes de la tierra,
¡mejor!: con adornos, luces, trajes nuevos...
—Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma”101.
Naturalmente, no hay que esperar a ser perfectos —estaríamos siempre esperando— para recibir sacramentalmente al Señor, ni hay que dejar de asistir a Misa porque falte sentimiento o porque a veces vengan distracciones. “Comulga. —No es falta de respeto. —Comulga hoy precisamente, cuando acabas de salir de aquel lazo.
—¿Olvidas que dijo Jesús: no es necesario el médico a los sanos, sino a los enfermos?”102.
Menos aún hay que dejar de recibir la Santa Comunión, porque la frecuencia en la recepción de este Sacramento parezca que no produce en nosotros el efecto que cabría esperar de la generosidad divina. “¡Cuántos años comulgando a diario! —Otro sería santo —me has dicho—, y yo ¡siempre igual!
—Hijo —te he respondido—, sigue con la diaria Comunión, y piensa: ¿qué sería yo, si no hubiera comulgado?”103.
Más bien el cristiano debe razonar con el pensamiento de que esa frecuencia, ya antigua en la Iglesia, es signo de un enamoramiento auténtico, que las propias miserias no pueden apagar. “Alma de apóstol: esa intimidad de Jesús contigo, ¡tan cerca de Él, tantos años!, ¿no te dice nada?”104.
99 Cfr. Juan Pablo II, Exhort. apost. Reconciliatio et pænitentia, 2-XII-1984, n. 31, I.
100 San Josemaría, Forja, n. 828.
101 San Josemaría, Forja, n. 834.
102 San Josemaría, Camino, n. 536.
103 Ibid., n. 534.
Cuando asomen esos falaces argumentos, u otros semejantes, es el momento de asumir, más que nunca, con agradecimiento y confianza en Jesús, la actitud del centurión, que repetimos en la Santa Misa: Domine, non sum dignus! [Señor, yo no soy digno]. No cabe olvidar que, ante la majestad y la perfección de Cristo, Dios y Hombre, nosotros somos pordioseros que nada poseen, que estamos manchados con la lepra de la soberbia, que no siempre vemos la mano de Dios en lo que nos sucede y que, en otras ocasiones, nos quedamos paralizados ante su Voluntad. Pero todo esto no justifica la actitud de retraernos; nos ha de conducir, en cambio, a repetir muchas veces, siguiendo el ejemplo de nuestro Padre: “yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción...”.
CUIUS UNA STILLA SALVUM FACERE/ TOTUM MUNDUM QUIT AB OMNI SCELERE
[De la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero]
Dar a conocer la eficacia de la Eucaristía
35. Con estas palabras, se nos menciona de nuevo esa característica, tan propia de la Eucaristía: su sobreabundancia, el exceso de amor divino que se nos ha concedido y se nos continúa ofreciendo constantemente. La estrofa del himno eucarístico se refiere a la dimensión expiatoria de este Sacramento: bastaba una gota de la sangre del Hombre-Dios para borrar todos los pecados de la humanidad. Pero quiso derramar toda. Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza y al instante brotó sangre y agua (Jn 19, 34). La sangre, entre los pueblos antiguos, y en cierto modo también hoy, supone signo de vida. Cristo decidió no ahorrarse nada de su sangre, también como manifestación de su voluntad precisa de comunicarnos toda su Vida.
Contemplar la entrega total de Jesús por nosotros, considerar una vez más que “no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor”105, nos alienta a ser conscientes de que nosotros no podemos contentarnos con conducirnos personalmente como almas de Eucaristía: hemos de impulsar a que también tomen esa determinación los demás.
No basta con que cada uno, cada una, de nosotros busque y trate al Señor en la Eucaristía; debemos conseguir “contagiar” —en nuestra labor apostólica— a cuantos más mejor, para que también miren y frecuenten esa amistad inigualable. “Amad muchísimo a Jesús sacramentado, y procurad que muchas almas le amen: sólo si metéis esta preocupación en vuestras almas, sabréis enseñarla a los demás, porque daréis lo que viváis, lo que tengáis, lo que seáis”106.
Ante la triste ignorancia que hay, incluso entre muchos católicos, pensemos, hijas e hijos míos, en la importancia de explicar a las personas qué es la Santa Misa y cuánto vale, con qué disposiciones se puede y se debe recibir al Señor en la comunión, qué necesidad nos apremia de ir a visitarle en los sagrarios, cómo se manifiestan el valor y el sentido de la “urbanidad de la piedad”107.
Ahí se nos abre un campo inagotable y fecundísimo para el apostolado personal, que traerá como fruto, por bendición del Señor, muchísimas vocaciones. Así nos lo repitió nuestro queridísimo Padre desde el principio, también con su comportamiento diario. “Para cumplir esta Voluntad de
104 Ibid., n. 321.
105 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 122.
106 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 4-IV-1970.
107 San Josemaría, Camino, n. 541.
nuestro Rey Cristo (nuestro Padre se refiere con estas palabras a la extensión de la Obra por el orbe), es menester que tengáis mucha vida interior: que seáis almas de Eucaristía, ¡viriles!, almas de oración. Porque sólo así vibraréis con la vibración que el espíritu de la Obra exige”108.
Amar la mortificación y la penitencia
36. Para convertirnos realmente en almas de Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir de la unión habitual con la Cruz, también mediante la mortificación buscada o aceptada. Don Álvaro nos ha dejado escrito que, en una ocasión, nuestro Padre preguntaba a un grupo de hijos suyos: “¿Qué haremos para ser apóstoles, como el Señor quiere, en el Opus Dei?”. Y respondió inmediatamente, con energía y con firmísimo convencimiento: “¡llevar a Cristo crucificado en nosotros! (...). El Señor escucha las peticiones de las almas mortificadas y penitentes”109.
Don Álvaro sacaba enseguida la conclusión, que aplicaba a sí mismo y a todos: «Considerad que, para ser fieles al gran compromiso de corredimir, hemos de identificarnos personalmente con Nuestro Señor Jesucristo, mediante la crucifixión de nuestras pasiones y concupiscencias en el alma y en el cuerpo (cfr. Gal 5, 24). Ésta es la divina “paradoja que ha de renovarse en cada uno: “para Vivir hay que morir (Camino, n. 187)”110.
Precisamente en el sacramento del Sacrificio del Hijo de Dios, obtenemos la gracia y la fuerza para identificarnos con Cristo en la Cruz. No lo dudemos: el origen y la raíz de nuestra vida de mortificación se encuentran en la devoción eucarística. Sólo estaremos en condiciones de afirmar que somos auténticas almas de Eucaristía, si vivimos de verdad —cum gaudio et pace [con alegría y paz]— clavados con Cristo en la Cruz; si sabemos «sujetarnos y humillarnos, por el Amor», si
«nuestros pensamientos, nuestros afectos, nuestros sentidos y potencias, nuestras palabras y nuestras obras», todo, está «“bien atado”, por el amor a la Virgen, a la Cruz de su Hijo»111. Un alma de Eucaristía necesariamente es, siempre y a la vez, un alma sacerdotal; y de modo concreto, si la criatura se consume en deseos de reparar y de sacrificar. Entonces guarda un alma “esencialmente,
¡totalmente!, eucarística”112.
Cuando nos tomamos en serio que la Misa es «nuestra Misa, Jesús», porque la celebra Jesús con cada uno de nosotros, porque cada uno hace de sí una oblación a Dios Padre unida a la de Cristo, entonces dura las veinticuatro horas de la jornada. “Amad mucho al Señor. Tened afán de reparación, de una mayor contrición. Es necesario desagraviarle, primero por nosotros mismos, como el sacerdote hace antes de subir al altar. Y nosotros, que tenemos alma sacerdotal, convertimos nuestra jornada en una misa, muy unidos a Cristo sacerdote, para presentar al Padre una oblación santa, que repare por nuestras culpas personales y por las de todos los hombres (...). Tratadme bien al Señor, en la Misa y durante todo el día”113.
IESU, QUEM VELATUM NUNC ASPICIO, / ORO, FIAT ILLUD QUOD TAM SITIO, / UT TE REVELATA CERNENS FACIE, / VISU SIM BEATUS TUÆ GLORIÆ
[Jesús, a quien ahora veo escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria]
108 San Josemaría, Instrucción, 1-IV-1934, n. 3. 109 Recogido por don Álvaro, Carta, 16-VI-1978. 110 Ibid.
111 Ibid.
112 San Josemaría, Forja, n. 826.
113 San Josemaría, Apuntes tomados en una tertulia, 6-X-1968.
Hambres de ver el rostro de Cristo
37. Concluye el Adoro te devote con esta estrofa, que cabría resumir así: Señor, ¡que te quiero ver! Muy lógica conclusión, pues la Eucaristía, «prenda de la gloria venidera»114, nos concede un anticipo de la vida definitiva. «La Eucaristía es verdaderamente un resquicio del Cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta luz sobre nuestro camino»115.
Este tesoro central de la Iglesia anticipa la eternidad, porque nos convierte en comensales de la Cena del Cordero, donde los bienaventurados se sacian de la visión de Dios y de su Cristo (cfr. Ap 19, 6-10). Nosotros conseguimos ya, por la gracia de Dios, acceso a la misma realidad, pero no de modo pleno: sólo imperfectamente (cfr. 1 Cor 13, 10-12). Con el don del Sacramento se nos aumenta y se consolida la vida nueva conferida con el Bautismo, que está llamada a su perfección en la gloria.
La recepción de Jesús en la Sagrada Comunión nos obtiene serenidad ante la muerte y ante la incertidumbre del juicio, porque Él ha asegurado: el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día (Jn 6, 54). «Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo»116. La fe y la esperanza eucarísticas alejan de nosotros muchos temores.
La Sagrada Eucaristía es “la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado (cfr. Ap 21, 4)”117.
Este Sacramento se coloca como en el umbral entre esta vida y la otra, no sólo cuando se administra a los moribundos en forma de viático; sino más propiamente porque contiene a Christus passus, ya glorioso, de modo que participa en el orden sacramental de la condición de esta vida, mientras sustancialmente pertenece ya a la otra. También por eso, la piedad eucarística nos irá haciendo más y más Opus Dei, empujándonos a conducirnos como contemplativos en el mundo, pues caminamos amando en la tierra y en el Cielo: “no “entre” el Cielo y la tierra, porque somos del mundo. ¡En el mundo y en el Paraíso a la vez! Esta sería como la fórmula para expresar cómo hemos de componer nuestra vida, mientras estemos in hoc sæculo [en esta tierra]”118.
Prenda de la vida eterna
38. El plan salvífico de Dios se incoa en esta etapa terrena, que es “penúltima”, y se consuma en la que debe venir, que es eterna119. Así, la fe entraña cierta incoación del conocimiento cara a cara, una incoación de la visión gloriosa y beatífica. En la Eucaristía, la tensión a la gloria se apoya sobre todo en el amor que nace del trato. El alma eucarística anhela adorar abiertamente a Quien ya adora oculto en el Pan, porque el repetido trato con un amor escondido genera un deseo irrefrenable
114 Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 47.
115 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 19.
116 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 18.
117 San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 113.
118 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 27-III-1975.
de poseerlo abiertamente. “Trata a la Humanidad Santísima de Jesús... Y Él pondrá en tu alma un hambre insaciable, un deseo “disparatado” de contemplar su Faz”120.
Ésta ha sido siempre la impaciencia de los santos, la que guardaba San Josemaría en su corazón. “Los que se quieren, procuran verse. Los enamorados sólo tienen ojos para su amor. ¿No es lógico que sea así? El corazón humano siente esos imperativos. Mentiría si negase que me mueve tanto el afán de contemplar la faz de Jesucristo. Vultum tuum, Domine, requiram (Sal 26, 8), buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara (1 Cor 13, 12). Sí, hijos, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo vendré y veré la faz de Dios? (Sal 41, 3)”121.
La devoción eucarística irá comunicando y aumentando en nosotros esa ansia, hasta convertir el estar con Cristo en lo único que nos importe, sin que esto nos aparte de este mundo; al contrario, lo amaremos más apasionadamente, con nuestro corazón unido estrechamente al Corazón de Jesucristo. La intimidad, el trato con el Señor en la Eucaristía, nos irá imprimiendo con vigor el convencimiento de que la felicidad no se halla en estos o aquellos bienes de la tierra, que envejecerán y desaparecerán; sino en permanecer para siempre con Él, porque la felicidad es Él, que ya ahora poseemos como “tesoro infinito, margarita preciosísima”122 en este Sacramento. “Cuando daba la Sagrada Comunión, aquel sacerdote sentía ganas de gritar: ¡ahí te entrego la Felicidad!”123.
La Santísima Virgen, mujer eucarística
39. Con esta advocación —«mujer eucarística»—, Juan Pablo II ha propuesto a la Iglesia el ejemplo de María como “escuela” y “guía” para aprender a pasmarnos —que significa acoger, adorar, agradecer...— ante el misterio de la Eucaristía124.
A la luz de la fe, lo entendemos muy bien, como sucedió a nuestro Padre, que nos hacía considerar que en la Santa Misa, “de algún modo, interviene la Santísima Virgen, por la íntima unión que tiene con la Trinidad Beatísima y porque es Madre de Cristo, de su Carne y de su Sangre: Madre de Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre. Jesucristo concebido en las entrañas de María Santísima sin obra de varón, por la sola virtud del Espíritu Santo, lleva la misma Sangre de su Madre: y esa Sangre es la que se ofrece en sacrificio redentor en el Calvario y en la Santa Misa”125.
40. María, al pie de la Cruz, unió su propio sacrificio interior —«ved si hay dolor como mi dolor» (Lm 1, 12)— al de su Hijo, cooperando a la Redención en el Calvario. Ella misma, «presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas»126, coopera con el Hijo en difundir en el mundo —¡Medianera de toda gracia!— la infinita fuerza santificadora del Santo Sacrificio que sólo Jesús cumple.
Hijas e hijos míos, si de algún modo nos hemos confrontado con Dimas, el buen ladrón, y con el Apóstol Tomás, ¿cómo no mirar a María para conocer y querer más a Jesús sacramentado, para aprender de Él e imitarle, para “tratarle bien?” En esta personalísima labor, que de modo incesante
120 San Josemaría, Vía Crucis, VI estación, n. 2.
121 San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 25-XII-1973.
122 San Josemaría, Camino, n. 432.
123 San Josemaría, Forja, n. 267.
124 Cfr. Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, nn. 53-58.
125 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 89.
126 Juan Pablo II, Litt. enc. Ecclesia de Eucharistia, 17-IV-2003, n. 57.
nos renovará interiormente y nos llenará de deseos de santidad y apostolado, ayudémonos con la contemplación de los misterios del Rosario, desde la Anunciación, cuando vemos cómo la Virgen acoge incondicionalmente en su seno purísimo al Verbo encarnado, hasta su glorificación, cuando Dios la recibe en cuerpo y alma en la gloria, y la corona como Reina, Madre y Señora nuestra.
“A Jesús siempre se va y se “vuelve” por María”127. Pidamos a nuestra Madre que nos tome siempre de la mano, y especialmente en este Año de la Eucaristía para que constantemente digamos al Señor sacramentado, con las palabras y las obras: “¡te adoro, te amo!” Adoro te devote! Y cuando lo hagamos, escuchemos a nuestro queridísimo Padre, que nos insiste: “invocad a María y a José, porque de alguna manera estarán presentes en el Sagrario, como lo estuvieron en Belén y en Nazareth (...). ¡No os olvidéis!”128.
Con todo cariño, os bendice
vuestro Padre
+ Javier
Roma, 6 de octubre de 2004, segundo aniversario de la canonización de San Josemaría.
RANIERO CANTALAMESSA
Predicación de Adviento (2004) y Cuaresma (2005)
En respuesta al deseo y a las intenciones del Santo Padre de dedicar el año en curso a la Eucaristía, la predicación de este Adviento –y, si es voluntad de Dios, también la de la próxima Cuaresma— será un comentario, estrofa a estrofa, del «Adoro te devote».
Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia» el Santo Padre Juan Pablo II se ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el estupor eucarístico»129 y el «Adoro te devote» se presta maravillosamente para lograr este objetivo. Aquél puede servir para dar un soplo espiritual y un alma a todo lo que se hará, en este año, para honrar la Eucaristía.
Un cierto modo de hablar de la Eucaristía, lleno de cálida unción y devoción, y además de profunda doctrina, expulsado por la llegada de la teología llamada «científica», se refugió en los antiguos himnos eucarísticos y es ahí donde debemos ir a buscar si queremos superar un cierto conceptualismo árido que ha afligido al sacramento del altar después de tantas disputas a su alrededor.
La nuestra, sin embargo, no quiere ser una reflexión sobre el «Adoro te devote», ¡sino sobre la Eucaristía! El himno es sólo el mapa que nos sirve para explorar el territorio, la guía que nos introduce en la obra de arte.
TE ADORO CON DEVOCIÓN, DIOS ESCONDIDO
1. Una presencia escondida
En esta meditación reflexionamos sobre la primera estrofa del himno. Dice así:
127 San Josemaría, Camino, n. 495.
128 San Josemaría, Apuntes tomados en una conversación, 6-VI-1974.
129 Enc. Ecclesia de Eucharistia, 6.
Adóro te devóte, latens Déitas, quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit, quia te contémplans totum déficit.
Te adoro con devoción, Divinidad oculta, verdaderamente escondida bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Se hicieron intentos de establecer el texto crítico del himno en base a los pocos manuscritos existentes anteriores a la imprenta. Las variaciones respecto al texto que conocemos no son muchas. La principal se refiere precisamente a los dos primeros versos de esta estrofa que, según Wilmart, al principio resonaban así: Adoro devote latens veritas / Te qui sub his formis vere latitas, donde
«veritas» estaría por la persona de Cristo y «formis» sería el equivalente a «figuris».
Pero aparte del hecho de que esta lectura es todo menos segura130, hay otro motivo que empuja a atenerse al texto tradicional. Éste, como otros venerables himnos litúrgicos latinos del pasado, pertenecen a la colectividad de los fieles que lo han cantado durante siglos, lo han hecho propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha compuesto, frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado no tiene menos valor que el texto crítico y es con él de hecho que el himno sigue siendo conocido y cantado en toda la Iglesia.
En cada estrofa del «Adoro te devote» hay una afirmación teológica y una invocación que es la respuesta orante del alma al misterio. En la primera estrofa la verdad teológica evocada se refiere al modo de presencia de Cristo en las especies eucarísticas. La expresión latina «vere latitas» es densísima en significado; quiere decir: estás escondido, pero estás verdaderamente (en la parte en que el acento está en «vere»), y quiere decir también: estás verdaderamente, pero escondido (donde el acento se pone en «latitas», en el carácter sacramental de esta presencia).
Para comprender este modo de hablar de la Eucaristía hay que tener en cuenta el «gran cambio» que se verifica en torno a la Eucaristía en el paso de la teología simbólica de los Padres a la dialéctica de la Escolástica. Ella tiene sus remotos inicios en el siglo IX, con Pascasio Radberto y Ratramno de Corbie: el primero defensor de una presencia física y material de Cristo en el pan y en el vino, el segundo de una presencia verdadera y real, pero sacramental, no física; explota en cambio abiertamente sólo más tarde, con Berengario de Tours (H 1088), que acentúa hasta tal punto el carácter simbólico y sacramental de Cristo en la Eucaristía como para comprometer la fe en la realidad objetiva de tal presencia.
Mientras que antes se decía que Cristo en la Eucaristía está presente sacramentalmente, o, según los orientales, mistéricamente, ahora, con un lenguaje tomado prestado desde Aristóteles, se dice que está presente sustancialmente, o según la sustancia. Figura no indica ya, como sacramentum, el conjunto de los signos con que se realiza la presencia de Cristo, sino sencillamente las «especies o apariencias» del pan y del vino, en el lenguaje técnico los accidentes131.
Nuestro himno se sitúa claramente en este lado del cambio, si bien evita el recurso a los nuevos términos filosóficos, poco apropiados en un texto poético. En el verso «quae sub his figuris
130 La expresión “latens veritas” recurre en Isidoro de Sevilla, Sent. III, col. 688, l. 22, pero no está referida a Cristo. A favor de «latens Deitas» está el paralelismo con «latens humanitas» de la tercera estrofa y también la posible alusión a Is 45,15: “vere tu es Deus absconditus”.
131 Cfr. de Lubac, op. cit., p. 287.
vere latitas», el término figura indica las especies del pan y del vino en cuanto que ocultan lo que contienen y contienen lo que ocultan132.
2. En devota adoración
Decía que en cada estrofa del himno hallamos una afirmación teológica seguida de una invocación con la que el orante responde a aquella y se apropia de la verdad evocada. A la afirmación de la presencia real, si bien escondida, de Cristo en el pan y en el vino el orante responde derritiéndose literalmente en devota adoración y arrastrando consigo, en el mismo movimiento, las innumerables formaciones de almas que durante más de medio milenio han orado con sus palabras.
Adoro: esta palabra con la que se abre el himno es por sí sola una profesión de fe en la identidad entre cuerpo eucarístico y el cuerpo histórico de Cristo, «nacido de María Virgen, que verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre». Es sólo gracias a esta identidad de hecho y a la unión hipostática en Cristo entre humanidad y divinidad que podemos estar en adoración ante la hostia consagrada sin pecar de idolatría. Ya decía San Agustín: «En esta carne [el Señor] caminó aquí y esta misma carne nos ha dado para comer para la salvación; y ninguno come esa carne sin haberla adorado antes... Nosotros no pecamos adorándola, pero pecamos si no la adoramos»133.
¿Pero en qué consiste exactamente y cómo se manifiesta la adoración? La adoración puede estar preparada por prolongada reflexión, pero termina con una intuición y, como toda intuición, no dura mucho. Es como un rayo de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que quita la respiración. Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios.
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Adorar, según la estupenda expresión de San Gregorio Nacianceno, significa elevar a Dios un «himno de silencio». Hubo un tiempo en que, para entrar en un clima de adoración ante el Santísimo, me bastaba repetir las primeras palabras de un himno del místico alemán del siglo XVII Gerhard Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes y católicas de Alemania:
«Dios está aquí presente; ¡venid, adoremos! Con santa reverencia, entremos en su presencia. Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia»134.
Tal vez porque las palabras de una lengua extranjera están menos agotadas por el uso y la banalización, lo cierto es que aquellas palabras me producían cada vez un estremecimiento interior.
«Gott ist gegenwärtig, Dios está presente, ¡Dios está aquí!: las palabras se desvanecían rápidamente, quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el «sentimiento vivo de la presencia» de Dios.
El sentido de la adoración está reforzado, en nuestro himno, por el de la devoción: «adoro te devote». La Edad Media dio a este término un significado nuevo respecto a la antigüedad pagana y cristiana. Con él se indicaba al principio la adhesión a una persona, expresada en un fiel servicio y,
132 Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Comentario al Evangelio de Juan, VI, lez. 6, n. 954: «El maná sólo prefiguraba, mientras que este pan contiene aquello que representa» (continet quod figurat).
133 S. Agustín, In Ps. 98,9 (PL 37, 1264).
134 G. Tersteegen, Geistliches Blumengärtlein 11, Stuttgart 1969, p.340 s.: «Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten, Und in Ehrfurcht vor ihn treten! Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige Und sich innigst vor ihm beuge! »
en la costumbre cristiana, toda forma de servicio divino, sobre todo el litúrgico de la recitación de los salmos y de las oraciones.
En los grandes autores espirituales de la Edad media la palabra se interioriza; pasa a significar no las prácticas exteriores, sino las disposiciones profundas de corazón. Para San Bernardo indica «el fervor interior del alma encendida por el fuego de la caridad»135. Con San Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el objeto central de la devoción, entendida como el sentimiento de conmovida gratitud y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios. El Doctor angélico dedica dos artículos enteros de la Suma a la devoción, que considera el primero y más importante acto de la virtud de la religión136. Para él consiste en la prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí misma a Dios que se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.
Este rico y profundo contenido lamentablemente se perdió en gran parte después, cuando al concepto de «devoción» se arrimó el de «devociones», esto es, de prácticas exteriores y particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino más a menudo a santos o a lugares determinados, advocaciones e imágenes. Se volvió en la práctica al viejo significado del término.
En nuestro himno el adverbio devote conserva intacta toda la fuerza teológica y espiritual que el propio autor (si él es Tomás de Aquino) había contribuido a dar al término. La mejor explicación de qué se entiende aquí por devotio está en las palabras que siguen en la segunda parte de la estrofa: Tibi se cor meum totum subiicit; «a ti se somete mi corazón por completo». Disponibilidad total y amorosa a hacer la voluntad de Dios.
3. La contemplación eucarística
Queda por tomar la llamarada más alta que es la que se eleva de los dos últimos versos de la estrofa: Quia te contemplans totum deficit: Al contemplarte todo se rinde. La característica de ciertos venerables himnos litúrgicos latinos, como el «Adoro te devote», el «Veni creator» y otros, es la extraordinaria concentración de significado que se realiza en cada palabra. En ellos cada palabra está llena de contenido.
Para comprender plenamente el sentido de esta frase, como de todo el himno, es necesario tener en cuenta el ambiente y el contexto en que nace. Estamos, decía, en este lado del gran cambio de la teología eucarística ocasionado por la reacción a las teorías de Berengario de Tours. El problema sobre el que se concentra casi exclusivamente la reflexión cristiana es el de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que a veces excede en la afirmación de una presencia física y casi material137. De Bélgica partió la gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en poco tiempo toda la cristiandad y, en 1264, llevará a la institución de la fiesta del Corpus Domini por parte del Papa Urbano IV.
Se acrecienta el sentido de respeto de la Eucaristía y, paralelamente, aumenta el sentido de indignidad de los fieles de acercarse a ella, a causa de las condiciones casi impracticables establecidas para recibir la comunión (ayuno, penitencias, confesión, abstinencia de las relaciones
135 Cfr. J. Charillon, art. Devotio, in Dict. Spir. 3, col. 715.
136 Sto. Tomás, S. Th. II, IIae, q.82 a.1-2, cf. J.W. Curran, art. Dévotion, Fondement théologique, in Dict. Spir. III, coll. 716 ss.
137 La primera fórmula de fe que se hizo suscribir a Berengario sostenía que, en la comunión, el cuerpo y la sangre de Cristo estaban presentes en el altar «sensiblemente y eran en verdad tocados, y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles»: Denzinger - Schonmetzer, Enchiridion symbolorum, 690. Sto. Tomás de Aquino corrige esta afirmación, diciendo que el cuerpo de Cristo «no es partido, ni quebrado, ni dividido por quien lo recibe»: cfr. S. Th. III, q. LXXVII, a.7.
conyugales). La comunión por parte del pueblo pasó a ser un hecho tan raro que el Concilio Lateranense IV en 1215 tuvo que establecer la obligación de comulgar al menos en Pascua. Pero la Eucaristía sigue atrayendo irresistiblemente a las almas y así, poco a poco, la falta del contacto comestible de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual de la contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas razones, a los laicos se les sustrae también el contacto visual porque el rito central de la Misa se desarrolla tras una cortina que después de convertirá en el muro del iconostasio).
La elevación de la hostia y del cáliz en el momento de la consagración, antes desconocido (el primer testimonio escrito de su institución es de 1196), se transforma para los laicos en el momento más importante de la Misa, en el que desahogan sus sentimientos de devoción y esperan recibir gracias. Se tocan en ese momento las campanas para advertir a los ausentes y algunos corren de una Misa a otra para asistir a varias elevaciones. Muchos himnos eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para acompañar este momento; son himnos para la elevación. A ellos pertenece también nuestro «Adoro te devote». Desde el principio hasta el final su lenguaje es el de ver, contemplar: te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim beatus.
Nosotros ya no tenemos la misma concepción de la Eucaristía; hace tiempo que la comunión se convirtió en parte integrante de la participación en la Misa; las conquistas de la teología (movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que confluyeron en el Concilio Vaticano II y en la reforma litúrgica han restablecido en valor, junto a la fe en la presencia real, otros aspectos de la Eucaristía, el banquete, el sacrificio, el memorial, la dimensión comunitaria y eclesial...
Se podría pensar que en este nuevo clima ya no hay lugar para el «Adoro te devote» y las prácticas eucarísticas nacidas en aquel período. En cambio es precisamente ahora cuando esos nos resultan más útiles y necesarios para no perder, a causa de las conquistas de hoy, las de ayer. No podemos reducir la Eucaristía a la sola contemplación de la presencia real de la Hostia consagrada, pero sería también una gran pérdida renunciar a ella. El Papa no hace sino recomendarla desde su primera carta «El misterio y el culto de la Santísima Eucaristía», del Jueves Santo de 1980: «La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar su expresión en diversas formas de devoción eucarística: oración personal ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales... Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración y en la contemplación llena de fe».
Nuestros hermanos ortodoxos no comparten este aspecto de la piedad católica; alguno de ellos señala amablemente que el pan está hecho para ser comido, no para ser mirado. Otros, también entre los católicos, observan que la práctica se desarrolló en un tiempo de grave ofuscamiento de la vida litúrgica y sacramental.
Pero a favor de la bondad de la contemplación eucarística no hay especiales explicaciones teológicas y teóricas, sino el imponente testimonio de los hechos, literalmente «una nube de testimonios». Uno bastante reciente es el de Charles de Foucauld, quien hizo de la adoración de la Eucaristía uno de los puntos fuertes de su espiritualidad y de la de sus seguidores. Innumerables almas han alcanzado la santidad practicándola y está demostrada la contribución decisiva que ésta ha dado a la experiencia mística138. La Eucaristía, dentro y fuera de la Misa, ha sido para la Iglesia católica lo que en la familia era hasta hace poco el fuego doméstico durante el invierno: el lugar en torno al cual la familia reencontraba su propia unidad e intimidad, el centro ideal de todo.
138 Cfr. E. Longpré, Eucharistie et expérience mystique, in Dict. Spir. IV, coll.1586-1621.
Esto no quiere decir que no existan también razones teológicas en la base de la contemplación eucarística. La primera es la que brota de la palabra de Cristo: «Haced esto en memoria mía». En la idea de memorial hay un aspecto objetivo y sacramental que consiste en repetir el rito realizado por Cristo que recuerda y hace presente su sacrificio. Pero existe también un aspecto subjetivo y existencial que consiste en cultivar el recuerdo de Cristo, «en tener constantemente en la memoria pensamientos que se refieren a Cristo y a su amor»139. Esta «dulce memoria de Jesús» (Jesu dulcis memoria) no está limitada al tiempo que uno pasa ante el tabernáculo; se la puede cultivar con otros medios, como la contemplación de los iconos; pero es cierto que la adoración ante el Santísimo es un medio privilegiado para hacerlo.
Los dos aspectos del memorial –celebración y contemplación de la Eucaristía–, no se excluyen recíprocamente, sino que se integran. La contemplación de hecho es el medio con el que nosotros «recibimos», en sentido fuerte, los misterios, con el cual los interiorizamos y nos abrimos a su acción; es el equivalente de los misterios en el plano existencial y subjetivo; es un modo para permitir a la gracia, recibida en los sacramentos, plasmar nuestro universo interior, esto es, los pensamientos, los afectos, la voluntad, la memoria.
Hay una gran afinidad entre Eucaristía y Encarnación. En la Encarnación –dice San Agustín–
«María concibió al Verbo antes con la mente que con el cuerpo» (Prius concepit mente quam corpore). Es más, añade, de nada le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo hubiera llevado con amor también en su corazón140. También el cristiano debe acoger a Cristo en su mente antes de acogerlo y después tenerlo en su cuerpo. Y acoger a Cristo en la mente significa, concretamente, pensar en él, tener la mirada puesta en él, hacer memoria de él, contemplando el signo que él mismo eligió para permanecer entre nosotros.
4. Olvido de todo
Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno. ¿Qué encierra el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente presente en la hostia, pero no una presencia estática e inerte; indica todo el misterio de Cristo, la persona y la obra; es volver a escuchar silenciosamente el Evangelio o una frase suya en presencia del autor mismo del Evangelio que da a la palabra una fuerza e inmediatez particular.
Pero esto no es aún la cumbre de la contemplación. Los grandes maestros del espíritu han definido la contemplación: «Una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien:
«Una mirada afectiva en Dios» (San Buenaventura). Estar en contemplación eucarística significa, por lo tanto, concretamente, establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse al Padre en el Espíritu Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada. La contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a las partes. Contemplación eucarística es mirar a quien me mira.
Esta fase de contemplación es la descrita por el autor del «Adoro te devote» cuando afirma: te contemplans totum deficit, al contemplarte todo se rinde. Estas son palabras nacidas ciertamente de la experiencia. «Todo se rinde», ¿el qué? No sólo el mundo exterior, las personas, las cosas, sino también el mundo interior de los pensamientos, de las imágenes, de las preocupaciones. «Olvido de todo excepto de Dios», escribía Pascal describiendo una experiencia similar a ésta. Y Francisco de
139 N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI,4 (PG 150,653).
140 Cf Agustín, Sulla santa verginità, 3 (PL 40, 398).
Asís amonestaba a sus hermanos: «¡Gran miseria sería, y miserable mal si, teniéndole a Él así presente, os ocuparais de cualquier otra cosa que hubiera en todo el universo!»141.
Por la misma época en que se componía nuestro himno, o sea a finales del siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado de la Eucaristía, escribía estas palabras que parecen un comentario a la primera estrofa del «Adoro te devote» y una confirmación de la experiencia que de ella se trasluce:
«Si la majestad divina se hubiera manifestado sensiblemente, no habríamos podido sostenerla y nos habríamos rendido (deficeremus!) del todo por la reverencia, la devoción y el estupor... La experiencia lo demuestra. Los que se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no consiguen soportar la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en lágrimas y sin que su alma, saliendo de sí misma, se licue por la dulzura de la devoción, hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra ni por qué»142
La contemplación eucarística es todo menos indulgencia al quietismo. Se ha observado cómo el hombre refleja en sí, a veces también físicamente, lo que contempla. No se está por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la cara. Permaneciendo prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor sensible, ante el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos de Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex opere operato».
Sucede como en el proceso de fotosíntesis de las plantas. En primavera brotan de las ramas las hojas verdes; éstas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción de la luz solar, se «fijan» y transforman en alimento de la planta. ¡Tenemos que ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas que, contemplando el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu Santo mismo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice el apóstol Pablo: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2Co 3,18).
Si ahora, sin embargo, de estos fragmentos de luz que el autor del himno nos ha hecho entrever volvemos con el pensamiento a nuestra realidad y a nuestro pobre modo de estar ante la Eucaristía, nos arriesgamos a sentirnos acobardados y desanimados. Sería del todo erróneo. Es ya un aliento y un consuelo saber que estas experiencias son posibles; que lo que nosotros mismos hemos tal vez experimentado en los momentos de mayor fervor de nuestra vida y después perdido puede volver a encenderse, gracias también al año eucarístico que se nos ha dado a vivir.
Lo único que el Espíritu Santo requiere de nosotros es sólo que le demos nuestro tiempo, aunque al principio pudiera parecer tiempo perdido. Nunca olvidaré la lección que un día se me dio al respecto. Decía a Dios: «Señor, dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que quieras para la oración». En mi corazón hallé la respuesta: «Raniero, dame tu tiempo y yo te daré todo el fervor que quieras en la oración». Lo recuerdo por si puede servirle a alguien como a mí.
CREO TODO LO QUE HA DICHO EL HIJO DE DIOS
La historia del «Adoro te devote» es bastante singular. Es atribuido frecuentemente a Santo Tomás de Aquino, pero los primeros testimonios de tal atribución se remontan a no menos de
141 S. Francisco, Lettera a tutti I frati, 2 (FF 220).
142 Roger Bacon, De sacramento altaris, in Moralis philosophia, ed. E. Massa, Zurigo 1953, pp. 231 s.
cincuenta años desde la muerte del Doctor Angélico, ocurrida en 1274. Aunque la paternidad literaria está destinada a permanecer hipotética (como por lo demás, para los otros himnos eucarísticos que se atribuyen a su nombre) es cierto que el himno se sitúa en el surco de su pensamiento y de su espiritualidad.
El texto permaneció casi desconocido durante más de dos siglos y tal vez así habría seguido si San Pío V no lo hubiera introducido entre las oraciones de preparación y de acción de gracias de la Misa impresas en el Misal por él reformado de 1570. Desde aquella fecha el himno se ha impuesto en la Iglesia universal como una de las oraciones eucarísticas más amadas por el clero y por el pueblo cristiano. El nuevo Ritual Romano editado por orden de Pablo VI, lo acogió según el texto crítico establecido por Wilmart entre los textos para el culto eucarístico fuera de la Misa143.
El abandono del latín corre el riesgo de volver a echarlo en el olvido del que lo rescató San Pío V; por esto es deseable que el año de la Eucaristía contribuya a volver a resaltarlo. Existen de él versiones métricas en los principales idiomas; una, en inglés, por obra del gran poeta jesuita Gerard Manley Hopkins.
Orar con las palabras del «Adoro te devote» significa hoy para nosotros introducirnos en la cálida ola de la piedad eucarística de las generaciones que nos han precedido, de los muchos santos que lo han cantado. Significa tal vez revivir emociones y recuerdos que nosotros mismos hemos experimentado al cantarlo en ciertos momentos de gracia de nuestra vida.
1. Palabra y Espíritu en la consagración
Visus, tactus, gustus in te fállitur, sed audítu solo tuto créditur.
Credo quidquid dixit Dei Fílius; nil hoc verbo veritátis vérius
Traducida la segunda estrofa del «Adoto te devote» dice:
La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti, pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
La única observación acerca del texto crítico de esta estrofa se refiere al último verso. Así como está, tanto en el canto como en la recitación, se está obligado por la métrica a partir en dos la palabra veritatis (veri-tatis), por lo que parece preferible la variante que cambia el orden de las palabras y lee Nil hoc veritatis verbo verius144.
No es que los sentidos de la vista, del tacto y del gusto, por sí mismos, se engañen acerca de las especies eucarísticas, sino que somos nosotros los que podemos engañarnos al interpretar aquello que ellos nos dicen. No se engañan, porque el objeto propio de los sentidos son las apariencias –lo que se ve, se toca y se gusta– y las apariencias son realmente las del pan y del vino. «En este sacramento, escribe Santo Tomás, no hay ningún engaño. Los accidentes de hecho que se perciben
143 Rituale Romanum. «De sacra communione et de cultu Mysterii Eucharistici extra Missam», Typis Polyglottis Vaticanis 1973, pp. 61.s.
144 Wilmart, La tradition littéraire et textuelle de “l’Adoro te devote” , en Recherches de Théologie ancienne et médiévale, 1, 1929, p. 159, se lee “nichil veritatis verbo verius” ; yo creo que, con la mayoría de los manuscritos, hay que mantener el adjetivo «esta» (hoc verbo) por el motivo que explicaré más adelante.
por los sentidos están verdaderamente, mientras el intelecto que tiene por objeto la sustancia de las cosas es preservado de caer en engaño por la fe»145.
La frase «basta con el oído para creer con firmeza, auditu solo tuto créditur», se refiere a la afirmación de Romanos 10,17, que en la Vulgata sonaba: «Fides ex auditu, la fe viene de la escucha». Aquí, sin embargo, no se trata de la escucha de la palabra de Dios en general, sino de la escucha de una palabra precisa pronunciada por aquél que es la verdad misma. Por esto me parece importante mantener, en el último verso, el adjetivo demostrativo «esta palabra» (hoc verbo).
Está claro de qué palabra se trata: de la palabra de la institución que el sacerdote repite en la Misa: «Esto es mi cuerpo» (Hoc est corpus meum); «Éste es el cáliz de mi sangre» (Hic est calix sanguinis mei). La misma palabra con la que, según el autor del Pange lingua, «el Verbo hecho carne transforma el pan en su carne» (verbo carnem éfficit).
Un pasaje de la Suma de Santo Tomás, que nuestro himno parece haber puesto simplemente en poesía, dice: «Que el verdadero cuerpo y sangre de Cristo está presente en este sacramento, es algo que no se puede percibir ni con los sentidos ni con el intelecto, sino con la sola fe, la cual se apoya en autoridad de Dios. Por esto, comentando el pasaje de San Lucas 22,19: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros, Cirilo dice: No pongas en duda si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo él la verdad no miente»146.
Sobre esta palabra de Cristo se ha basado la Iglesia al explicar la Eucaristía; ella es la roca de nuestra fe en la presencia real. «Aunque los sentidos te sugieren lo contrario, decía el mismo San Cirilo de Jerusalén, la fe debe hacerte seguro. No debes, en este caso, juzgar según el gusto, sino dejarte guiar únicamente por la fe»147.
San Ambrosio es, entre los Padres latinos, quien escribió las cosas más penetrantes sobre la naturaleza de esta palabra de Cristo: «Cuando se llega al momento de realizar el venerable sacramento, el sacerdote no usa ya palabras suyas, sino de Cristo. Es por lo tanto la palabra la que obra (conficit) el sacramento... El Señor dio una orden y fueron hechos los cielos..., dio un mandato y todo empezó a existir. ¿Ves qué eficaz (operatorius) el hablar de Cristo? Antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración yo te digo que ya está el cuerpo de Cristo. Él ha hablado y se ha hecho, ha dado un mandato y ha sido creado (Cf. Sal 33,9)»148.
El santo doctor dice que la palabra «Esto es mi cuerpo» es una palabra «operativa», eficaz. La diferencia entre una proposición especulativa o teórica (por ejemplo, «el hombre es un animal racional») y una proposición operativa y práctica (por ejemplo: fiat lux, hágase la luz) es que la primera contempla la cosa como ya existente, mientras la segunda la hace existir, la llama al ser.
Si hay algo que añadir a la explicación de San Ambrosio y a las palabras de nuestro himno es que esa «fuerza operativa» ejercitada por la palabra de Cristo es debida al Espíritu Santo. Era el Espíritu Santo el que daba fuerza a las palabras pronunciadas en vida por Cristo, como declara en un caso él mismo a sus enemigos (Cf. Mt. 12,28). Fue en el Espíritu Santo, dice la carta a los Hebreos, que Jesús «se ofreció a sí mismo a Dios» en su pasión (Cf. Hb 9,14) y es en el mismo Espíritu Santo por lo mismo que él renueva sacramentalmente este ofrecimiento en la Misa.
145 S. Th. III, q. 75, a. 5, ad 2.
146 S. Th. , IIIª, q. 75, a. 1.
147 S. Cirilo de Jerusalén, Catechesi mistagogiche, IV, 2.6.
148 S. Ambrosio, De sacramentis, IV, 14-15.
En toda la Biblia se observa una maravillosa sinergia entre la palabra de Dios, la dabar, y el aliento, la ruach, que la vivifica y la conduce: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada» (Sal 33,6); «Su palabra será una vara que herirá al violento, con el soplo de sus labios matará al malvado» (Is 11,4). ¿Cómo se puede pensar que esta mutua compenetración se haya interrumpido precisamente en el momento culminante de la historia de la salvación?
Ésta fue, al principio, una convicción común tanto a los Padres latinos como a los Padres griegos. A la afirmación de San Gregorio Nacianceno: «Es la santificación del Espíritu Santo lo que confiere al pan y al cáliz la energía que los hace cuerpo y sangre de Cristo»149, le hace eco, en occidente, la de San Agustín: «El don no es santificado de forma que se convierta en este gran sacramento más que por obra del Espíritu de Dios»150.
Fue el deterioro de las relaciones entre las dos Iglesias lo que llevó a endurecer cada uno su propia postura y a hacer, también de esto, un punto de disputa. Para oponerse a quien sostenía que
«sólo por la virtud del Espíritu Santo el pan se convierte en el cuerpo de Cristo», los latinos, basándose en la autoridad de San Ambrosio, acabaron por insistir exclusivamente sobre las palabras de la consagración151.
Desde que se renunció al intento indebido de determinar «el instante preciso» en que acontece la conversión de las especies y se considera más justamente el conjunto del rito y la intención de la Iglesia en realizarlo ha habido un reacercamiento entre Ortodoxia e Iglesia Católica también en este punto y cada una reconoce la validez de la Eucaristía de la otra. Palabras de la institución e invocación del Espíritu, juntas, obran el prodigio.
2. Transustanciación y transignificación
Sin usar el término, en esta estrofa del himno está contenida la doctrina de la transustanciación, esto es, como la define el concilio de Trento, de la «admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre de nuestro Señor Jesucristo»152.
¿Es posible hacer comprensible hoy este término filosófico, fuera del exiguo círculo de los especialistas? Yo una vez lo intenté en una transmisión televisiva sobre el Evangelio, poniendo un ejemplo que espero que no parezca irreverente. Al ver a una señora salir de la peluquería con un peinado completamente nuevo, es espontáneo exclamar: «¡Qué transformación!». Ninguno sueña con decir: «¡Qué transustanciación!». Exactamente; han cambiado de hecho la forma y el aspecto externo, pero no el ser profundo y la personalidad. Si antes era inteligente, lo es ahora; si no lo era, tampoco ahora lo es. Han cambiado las apariencias, no la sustancia.
En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia, pero no las apariencias. El pan es transustanciado, pero no (al menos en este sentido) transformado; las apariencias de hecho (forma, sabor, color, peso) siguen siendo las de antes, mientras que ha cambiado la realidad profunda, se ha convertido en el cuerpo de Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús escuchada al comienzo: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
149 S. Gregorio Nacianceno, PG 33, 1113. 1124.
150 S. Agustín, De Trinitate, III, 4,10 (PL, 42, 874).
151 Cf. S. Tomás de Aquino, S.Th, III, q. LXXVIII, a.4: la frase citada se atribuye al Damasceno.
152 Denzinger - Schönmetzer, n. 1652.
En tiempos recientes la teología ha perseguido este mismo intento de traducir a un lenguaje moderno el concepto de transustanciación con una instrumentación y seriedad muy distinta, recurriendo a las categorías existenciales de transignificación y transfinalización. Con estas palabras es designado «el acto divino (no humano) en el que la sustancia (o sea, el significado y el poder) de un signo religioso es transformado con la revelación personal de Dios»153.
Como siempre, el intento no salió a la primera. En algunos autores (no en todos) estas nuevas perspectivas, más que explicar la transustanciación, acababan por reemplazarla. En este sentido, en la encíclica Mysterium fidei Pablo VI desaprueba los términos transignificación y transfinalización; más exactamente, desaprueba, escribe, «a quienes se limitan a usar sólo estos términos, sin hacer mención también de la transustanciación».
En realidad, el Papa mismo hace ver, en la citada encíclica, cómo estos nuevos conceptos pueden ser útiles si buscan sacar a la luz nuevos aspectos e implicaciones del concepto de transustanciación sin pretender sustituirlo. «Acontecida la transustanciación, escribe, las especies del pan y del vino sin duda adquieren un nuevo fin, no siendo ya el habitual pan y la habitual bebida, sino el signo de una cosa sagrada y el signo de un alimento espiritual; pero adquieren nuevo significado y nuevo fin en cuanto contienen una nueva “realidad”, que justamente denominamos ontológica»154.
Aún más claramente se expresó en una homilía por la solemnidad del Corpus Domini pronunciada cuando era arzobispo de Milán: «Este símbolo sagrado de la vida humana que es el pan quiso elegir Cristo para hacer de él símbolo, aún más sagrado, de sí. Lo ha transustanciado, pero no le ha quitado su poder expresivo; es más, ha elevado este poder expresivo a un significado nuevo, a un significado superior, a un significado místico, religioso, divino. Hizo de él una escalera para una ascensión que trasciende el nivel natural. Como un sonido se hace voz, y como la voz se hace palabra, se hace pensamiento, se hace verdad; así el signo del pan ha pasado, del humilde y piadoso ser suyo, a significar un misterio; se ha hecho sacramento, ha adquirido el poder de demostrar presente el cuerpo de Cristo»155.
La teología católica ha procurado revisar y profundizar en el concepto de transignificación y transfinalización a la luz de las reservas de Pablo VI156. Tal vez, a pesar de estos esfuerzos, no se ha llegado aún a una solución ideal que responda a todas las exigencias, pero no se puede renunciar a proseguir en el esfuerzo de «inculturar» en el mundo de hoy la fe en la Eucaristía, como los Padres de la Iglesia y Santo Tomás de Aquino hicieron, cada uno en su tiempo y en su cultura.
El próximo sínodo de los obispos sobre «La Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia» podrá dar una preciosa contribución en esta dirección. No es posible de hecho mantener viva y nueva la compresión de la Eucaristía en la Iglesia de hoy si nos detenemos en la fase de la reflexión teológica alcanzada hace muchos siglos, como si la exégesis, la teología bíblica, el movimiento ecuménico y la propia teología dogmática no hubieran aportado mientras tanto nada nuevo en este campo. También frente a los nuevos intentos de explicación del misterio eucarístico debemos aplicar el principio de discernimiento indicado por el Apóstol: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).
153 J.M. Powers, Teologia eucaristica, Brescia 1969, p.220.
154 Mysterium fidei, 47.
155 G.B. Card. Montini, Pane celeste e vita sociale, en “Rivista diocesana milanese”, 1959, pp. 428 ss, reproducido en Il Gesú di Paolo VI, a cargo de v. Levi, Milán, Mondadori 1985, p.189.
156 Cfr., por ejemplo, J.-M. R. Tillard, en Eucharistia. Encyclopédie de l’Eucharistie, a cargo de M. Brouard, du Cerf, París 2002, pp. 407
3. Misterio de la fe
Pasemos ahora a la respuesta que el autor del himno nos invita a gritar con él a la verdad enunciada. Está condensada en una palabra: ¡Creo! Credo quidquid dixit Dei Filius. Al término de la consagración del cáliz (en el antiguo Canon romano, directamente en medio de ella) resuena la exclamación: Mysterium fidei! ¡Misterio de la fe!
La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea no sólo «real», sino también «personal», esto es, de persona a persona. Una cosa es «estar ahí» y otra «estar presente». Sin la fe Cristo está en la Eucaristía, pero no está para mí. La presencia supone uno que está presente y uno para quien está presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos libres, que se percatan el uno del otro. Es mucho más, por lo tanto, que el simple estar en un determinado lugar. Ya en el tiempo en que Jesús estaba presente físicamente en la tierra, se necesitaba la fe; si no –como repite muchas veces él mismo en el Evangelio— su presencia no servía de nada, más que de condena: «¡Ay de ti Corazín, ay de ti Cafarnaúm!».
«Todos aquellos que vieron al Señor Jesucristo según la humanidad, amonestaba Francisco de Asís, y no vieron ni creyeron, según el Espíritu y la divinidad, que Él es el verdadero Hijo de Dios, están condenados; y así ahora todos los que ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es consagrado por medio de las palabras del Señor sobre el altar por las manos del sacerdote bajo las especies del pan y del vino, y no ven y no creen según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, están condenados»157.
«No abráis de par en par la boca, sino el corazón, decía San Agustín. No nos alimenta lo que vemos, sino lo que creemos»158.
¿Pero qué significa exactamente la exclamación Mysterium fidei en la Misa? No sólo aquello que como misterio indica el lenguaje corriente, esto es, una verdad inaccesible para la razón humana y cognoscible sólo por revelación (misterio de la Trinidad, misterio de la encarnación); no indica sólo algo que no se puede comprender, sino también «lo que no se acaba nunca de comprender».
Con la expresión «Misterio de la fe», al principio se quiso probablemente afirmar que «la Eucaristía contiene y desvela toda la economía de la redención»159. Actualiza todo el misterio cristiano. «Cada vez que se celebra el memorial de este sacrificio –dice una oración del Sacramentario gelasiano aún hoy en uso— se realiza la obra de nuestra redención»160. «Cuando el sacerdote proclama “¡Misterio de la fe!”, los presentes, observa Juan Pablo II en su encíclica, responden evocando lo esencial de toda la historia de la salvación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”»161.
No sólo toda la historia de la salvación está presente en la Eucaristía, sino también toda la Trinidad que es su artífice; no sólo lo que los Padres llamaban la oikonomia, sino también lo que llamaban la theologia. El Padre tanto amó al mundo que le dio su Unigénito para salvarlo; el Hijo tanto amó a los hombres que dio por ellos su vida; Padre e Hijo han querido unir tan íntimamente consigo a los hombres que infunden en ellos el Espíritu Santo, para que su misma vida more en sus corazones. ¡Y la Misa es todo esto!
157 S. Francisco, Ammonizioni, I (FF, 142).
158 S. Agustín, Sermo 112, 5 (PL 38, 645)
159 Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, III, Milán 1966, p. 396 (la explicación es de B. Botte).
160 Véase la oración del II domingo del tiempo ordinario.
161 Enc. Ecclesia de Eucaristia, 5.
Un fruto del año eucarístico esperado por el Papa, se decía la vez pasada, es renovar el estupor ante el misterio eucarístico. «Oh, Dios mío, esto es demasiado mayor que nosotros: sé tu sólo, por favor, responsable de esta enormidad». Así Paul Claudel expresa, como poeta, su estupor frente a la Eucaristía162.
El peligro más grave que corre la Eucaristía es el acostumbramiento, darla por descontado y por lo tanto banalizarla. Sucede que cada tanto se vuelve a oír entre nosotros el grito de Juan Bautista: «En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Jn 1,26). Nos horrorizamos justamente de las noticias de tabernáculos violados, copones robados para fines execrables. Tal vez de ellos Jesús repite lo que dijo de los que le crucificaban: «No saben lo que hacen», pero lo que más le entristece es quizá la frialdad de los suyos. A ellos –o sea, a nosotros– les repite las palabras del salmo: «Si todavía un enemigo me ultrajara, podría soportarlo...; pero tú, mi compañero, mi amigo y confidente» (Sal 54,13-14). En las revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús no se lamentaba tanto de los pecados de los ateos del tiempo como de la indiferencia y frialdad de las almas a él consagradas.
El Señor se sirvió de una mujer no creyente para hacerme entender qué debería experimentar uno que se tomara la Eucaristía en serio. Le había dado a leer un libro sobre este tema, al verla interesada sobre el problema religioso, aunque era atea. Tras una semana, me lo devolvió diciéndome: «Usted no me puso entre las manos un libro, sino una bomba... ¿Pero se da cuenta de la enormidad del tema? Según lo que está aquí escrito, bastaría abrir los ojos para descubrir que existe todo un mundo diferente en torno a nosotros; que la sangre de un hombre muerto hace dos mil años nos salva a todos. ¿Sabe que al leerlo me temblaban las piernas y a cada rato debía dejar de leerlo y levantarme? Si esto es cierto, cambia todo».
Junto al gozo de ver que la semilla no había sido echada en vano, al oírla experimentaba una gran sensación de humillación y vergüenza. Yo había recibido la comunión pocos minutos antes, pero no me temblaban las piernas. No estaba del todo equivocado aquel ateo que dijo un día a un amigo creyente: «Si yo pudiera creer que en aquella hostia está verdaderamente el Hijo de Dios, como decís vosotros, creo que caería de rodillas y no me levantaría nunca más».
La estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado en esta meditación llama de cerca la del Pange lingua que dice:
La palabra es carne
y hace carne y cuerpo con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos, basta fe, si existe
corazón sincero.
Cantémosla juntos en latín, intentado expresar con ella nuestra fe y nuestro estupor eucarístico:
Verbum caro panem verum verbo carnem éfficit:
fitque sanguis Christi merum.
162 P. Claudel, Hymne du Saint Sacrement, en Oeuvre poétique complète, París 1967, p. 402: «Soyez tout seul, mon Dieu, car pour moi ce n’est pas mon affaire, responsable de cette énormité» .
Et si sensus déficit,
ad firmándum cor sincérum sola fides súfficit.
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PIDO LO QUE PIDIÓ EL LADRÓN ARREPENTIDO
Una laude de Jacopone de Todi, compuesta en torno al año 1300, contiene una clara alusión a la segunda estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado la vez pasada: «Visus, tactus, gustus...» . En ella Jacopone imagina una especie de contienda entre los distintos sentidos humanos a propósito de la Eucaristía: tres de ellos (la vista, el tacto y el gusto) dicen que es sólo pan, «sólo el oído» se resiste, asegurando que «bajo estas formas visibles está escondido Cristo»163. Si ello no basta para afirmar que el himno es de Santo Tomás de Aquino, muestra sin embargo que es más antiguo de cuanto se pensaba hasta ahora y, al menos por la fecha, no es incompatible con una atribución al Doctor Angélico. Si Jacopone puede aludir a él como a texto conocido debía haber sido compuesto al menos una veintena de años antes y gozar ya de cierta popularidad.
1. Contemporáneos del buen ladrón
Vayamos ahora a la tercera estrofa del himno que nos acompañará en esta meditación:
In cruce latébat sola déitas;
at hic latet simul et humánitas. Ambo tamen credens atque cónfitens peto quod petívit latro poénitens.
En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad. Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
Se acerca ya la Navidad. Cierta tendencia romántica ha acabado por hacer de la Navidad una fiesta toda humana de la maternidad y de la infancia, de los regalos y de los buenos sentimientos. En la galería Tetriakov de Moscú el cuadro de la Virgen de la Ternura de Vladimir que estrecha hacia sí a Jesús Niño, durante el régimen comunista llevaba la leyenda: «Maternidad». Pero los expertos saben qué significa en esa imagen la mirada preocupada y dibujada de tristeza de la Madre que parece casi querer proteger al niño de un peligro amenazador: anuncia la pasión del Hijo que Simeón le ha hecho entrever en la presentación en el templo.
El arte cristiano ha expresado en mil modos este vínculo entre el nacimiento y la muerte de Cristo. En algunos cuadros de pintores célebres Jesús Niño duerme en las rodillas de la Madre o tendido sobre un paño, en la postura exacta en la que se le representa habitualmente en el descendimiento de la cruz; el cortero atado que a menudo se ve en las representaciones de la Natividad alude al cordero inmolado. En una pintura del siglo XV, uno de los Magos ofrece en regalo al Niño un cáliz con monedas dentro, signo del precio del rescate que él ha venido a pagar por
163 Jacopone de Todi, Laude XLVI: “Li quattro sensi dicono: / Questo si è vero pane. /Solo audito resistelo, / Ciascun de lor fuor remane. / So’ queste visibil forme / Cristo occultato ce stane” [«Los cuatro sentidos dicen: Esto no es sino pan. Sólo el oído se opone y les obliga a la retirada. Bajo estas formas visibles está escondido Cristo»]. Cf. F.J.E. Raby, The Date and Authorship of the Poem Adoro te devote, en “Speculum”, 20, 1945, pp. 236-238. El texto confirmaría la lección
«quae sub his formis», en lugar de «quae sub his figuris», en la primera estrofa.
los pecados. (¡El Niño está en actitud de tomar una de las monedas y ofrecerla a quien se la da, signo de que morirá también por él!)164.
Los artistas han expresado en tal modo una profunda verdad teológica. «El Verbo se hizo carne, escribe San Agustín, para poder morir por nosotros»165. Nace para poder morir. En los Evangelios mismos los relatos de la infancia nacieron en un segundo tiempo, como premisa de los relatos de la pasión.
No nos apartamos por lo tanto del significado de la Navidad si, tras los pasos de esta estrofa del himno, meditamos sobre la relación entre la Eucaristía y la cruz. El año de la Eucaristía nos ayuda a comprender el aspecto más profundo de la Navidad. La verdadera y viviente memoria de la Navidad no es el pesebre sino precisamente la Eucaristía. «La Eucaristía, escribe el Papa, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor»166.
En la tercera estrofa del «Adoro te devote» el autor se traslada espiritualmente al Calvario. En una estrofa sucesiva, la que comienza con las palabras «O memoriale mortis Domini», él contemplará la relación intrínseca y objetiva entre la Eucaristía y la cruz, la relación, esto es, que existe entre acontecimiento y sacramento. Aquí está expresada más bien la relación subjetiva entre lo que sucede en quienes asistieron a la muerte del Señor y lo que debe ocurrir en quien asiste a la Eucaristía; la relación entre quien vivió el acontecimiento y quien celebra el sacramento.
Es una invitación a hacerse «contemporáneos» del acontecimiento conmemorado. Hacerse contemporáneos, en el sentido fuerte y existencial del término, significa no considerar la muerte de Cristo a la luz del después, quiere decir prescindir, al menos por un momento, del halo de gloria que la resurrección le ha conferido e identificarse con aquellos que vivieron en toda su crudeza el
«escándalo» de la cruz.
Entre todos los personajes presentes en el Calvario el autor escoge a uno en particular con quien identificarse, el buen ladrón. Un profundo y franco sentimiento de humildad y contrición invade toda la estrofa que quien canta es invitado a hacer suyo. En el estilo alusivo del himno el episodio entero del buen ladrón y todas las palabras por él pronunciadas en la cruz son evocadas por el autor, no sólo la oración final: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino».
Él ante todo reprocha al compañero que insulta a Jesús: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc 23,40ss). El buen ladrón hace una confesión completa de pecado. Su arrepentimiento es de la más pura calidad bíblica. El verdadero arrepentimiento consiste en acusarse uno mismo y excusar a Dios, atribuirse a sí la responsabilidad del mal y proclamar «Dios es inocente». La fórmula constante del arrepentimiento en la Biblia es: «Tú eres justo en todo lo que has hecho, rectos tus caminos y justos tus juicios, nosotros hemos pecado» (Cf. Dn 3, 28 ss; cf Dt 32, 4 ss).
164 Las pinturas con este tema han constituido una sección de la exposición titulada «La salvación en imágenes» (“Seeing Salvation”) celebrada en Londres en el año 2000 y reproducida en parte en el catálogo de la exposición: cfr. The Images of Christ, Londres 2000, pp. 62-73.
165 San Agustín, Sermo 23°, 3 (CCL 41, 322); lo mismo afirma Gregorio de Nissa, Or. cat., 32 (PG 45, 80).
166 Ecclesia de Eucharistia, 55
«Él nada malo ha hecho»: el buen ladrón (o, en todo caso, el Espíritu Santo que ha inspirado estas palabras) se muestra aquí un excelente teólogo. Sólo Dios en efecto sufre como inocente; cualquier otro ser que sufre debe decir: «yo sufro justamente», porque aunque no se sea responsable de la acción que le es imputada, no está nunca del todo sin culpa. Sólo el dolor de los niños inocentes se parece al de Dios y por esto es tan misterioso y tan precioso.
Existe una profunda analogía entre el buen ladrón y quien se acerca con fe a la Eucaristía. El buen ladrón en la cruz vio a un hombre, además condenado a muerte, y creyó que era Dios, reconociéndole el poder de acordarse de él en su Reino. El cristiano está llamado a hacer una acto de fe, desde cierto punto de vista, aún más difícil: «In cruce latébat sola déitas; at hic latet simul et humánitas»: En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad.
Pero el orante no duda un instante; se eleva a la altura de la fe del buen ladrón y proclama que cree tanto en la divinidad como en la humanidad de Cristo: «Ambo tamen credens atque cónfitens»: Creo y confieso ambas cosas. Dos verbos; credo, confiteor, creo y confieso. No se trata de una repetición. San Pablo ha ilustrado la diferencia entre creer y confesar: «Con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10,10).
No basta creer en lo secreto del corazón, también hay que confesar públicamente la propia fe. En el tiempo en que fue escrito nuestro himno, la Iglesia había instituido hacía poco tiempo la fiesta del Corpus Domini justamente con este objetivo. En el fondo existía ya el recuerdo de la institución de la Eucaristía el Jueves Santo; si se instituyó esta nueva fiesta no es tanto para conmemorar el acontecimiento como para proclamar públicamente la propia fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Y de hecho, con la solemnidad extraordinaria que ha asumido y las manifestaciones que la han caracterizado en la piedad cristiana (procesiones, adornos de flores...), la fiesta ha llevado a cabo justamente esta tarea167.
2. Cuerpo, sangre, alma y divinidad
La verdad teológica central en esta estrofa (cada estrofa, hemos observado, tiene una) es que en la Eucaristía está realmente presente Cristo con su divinidad y humanidad, «en cuerpo, sangre, alma y divinidad», según la fórmula tradicional. Vale la pena detenerse un poco en esta fórmula y sus presupuestos, porque al respecto la teología bíblica moderna ha traído alguna novedad de la que no se puede prescindir.
La teología escolástica afirmaba que por las palabras «Esto es mi cuerpo» sobre el altar se hace presente por fuerza del sacramento (vi sacramenti) sólo el cuerpo –esto es, su carne, formada por huesos, nervios, etcétera–, mientras que su sangre y su alma se hacen presentes sólo por fuerza del principio de la «natural concomitancia», por el cual donde existe un cuerpo vivo allí también está necesariamente su sangre y su alma. Paralelamente, con las palabras: «Esta es mi sangre», por fuerza del sacramento se hace presente sólo la sangre, mientras el cuerpo y el alma están sólo por natural concomitancia168.
Toda esta problemática se debe al hecho de que se toma «cuerpo» en el significado que tiene en la antropología griega, esto es, como aquella parte del hombre que, unida al alma y a la inteligencia, forma el hombre completo. El progreso de las ciencias bíblicas en cambio nos ha hecho advertir que en el lenguaje bíblico, que es el de Jesús y de Pablo, «cuerpo» no indica, como para
167 Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, II, Milán 1969, pp.329-339
168 Cfr. S.Th. III, q. 76, a. 1. El principio de la natural concomitancia es retomado por el concilio de Trento (Denzinger - Sch`nmetzer, 1640) que en cambio en este punto no hace sino citar a Santo Tomás, sin dar a esta explicación valor dogmático.
nosotros hoy, una tercera parte del hombre, sino el hombre entero en cuanto que vive en una dimensión corpórea.
En los contextos eucarísticos cuerpo tiene el mismo significado que tiene en Juan la palabra carne. Sabemos qué significa para Juan decir que el Verbo se hizo «carne»: no que se hizo «carne, huesos, nervios», sino que se hizo hombre. La conclusión liberadora es que el alma de Cristo no está presente en la Eucaristía sólo por la natural concomitancia con el cuerpo, casi indirectamente, sino también por fuerza del sacramento, directamente, estando incluida en lo que Jesús entendía hablando de su cuerpo.
Si se entiende «cuerpo» a la manera filosófica griega, se hace difícil refutar la objeción: ¿qué necesidad había de consagrar aparte la sangre, desde el momento en que aquella no es sino una parte del cuerpo, al nivel de los huesos, de los nervios y de los demás órganos? La respuesta que se daba en un tiempo a esta objeción era la siguiente: «Porque en la pasión de Cristo, de la que el sacramento es memorial, ningún otro componente fue separado de su cuerpo más que la sangre»169. ¿Pero puede aún satisfacer una explicación tal?
La explicación, bastante más sencilla, es que la sangre, en la Biblia, es la sede de la vida y el derramamiento de la sangre es por ello el signo elocuente de la muerte. La consagración de la sangre se explica teniendo en cuenta que los sacramentos son signos sagrados y Jesús ha elegido tal signo para dejarnos un vivo «memorial de su pasión». Decir que la Eucaristía es el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo significa decir que es el sacramento de la vida y de la muerte de Cristo, en su realidad ontológica y en su desenvolvimiento histórico. Cuerpo, sangre y alma, todo por lo tanto, para nuestro consuelo, está presente en la Eucaristía por fuerza de las mismas palabras de Cristo, no por algún efecto colateral.
En nuestro himno toda esta problemática se mantiene afortunadamente fuera y todo se reduce sobriamente a la presencia de humanidad y divinidad de Cristo en la Eucaristía. La presencia de la divinidad, tanto en el cuerpo como en la sangre de Cristo, está asegurada por la unión indisoluble (hipostática, en lenguaje teológico) realizada entre el Verbo y la humanidad en la encarnación. De ello resulta que la Eucaristía no se explica sino a la luz de la encarnación; es, por así decir, la prolongación en clave sacramental170.
3. Con el corazón se cree
Esto nos impulsa a pasar de la afirmación teológica a la aplicación orante, un movimiento presente en cada estrofa del «Adoro te devote». El aspecto existencial en este caso es la invitación a un renovado acto de fe en la plena humanidad y divinidad de Cristo: Ambo tamen credens atque confitens: Creo y confieso ambas cosas. También la primera estrofa contenía una profesión de fe: Credo quidquid dixit Dei Filius, creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios. Pero allí se trataba sólo de fe en la presencia real de Cristo en el sacramento; aquí el problema es otro; se trata de saber quién es el que se hace presente en el altar; el objeto de la fe es la persona de Cristo, no la acción sacramental.
Credens atque confitens: creo y confieso. Hemos dicho que no basta creer, también hay que confesar. Debemos añadir inmediatamente: ¡no basta confesar, también hay que creer! El pecado más frecuente en los laicos es creer sin confesar, ocultando la propia fe por respetos humanos; el pecado más frecuente en nosotros, hombre de Iglesia, puede ser el de confesar sin creer. Es posible de hecho que la fe se convierta poco a poco en un «credo» que se repite con los labios, como una
169 S. Th. III, q.76. a.2,ad 2.
170 Es el punto en que basa toda su exposición de la Eucaristía M.J. Scheeben, I misteri del cristianesimo, cap. 6, Morcelliana, Brescia 1960, pp. 458- 526.
declaración de pertenencia, una bandera, sin nunca preguntarse si se cree verdaderamente en lo que se dice, se escribe o se predica. Corde creditur, nos ha recordado Pablo, una frase que San Agustín traduce: «De las raíces del corazón sale la fe»171.
Es necesario sin embargo distinguir la falta de fe de la oscuridad de la fe y de las tentaciones contra ella. En esta tercera semana de Adviento nos acompaña aún la figura de Juan Bautista, pero de una forma nueva e inédita. Es el Bautista que en el Evangelio del domingo pasado envía discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).
No se nos debe escapar el drama que se esconde tras este episodio de la vida del Precursor. Está en la cárcel, excluido de todo; sabe que su vida pende de un hilo; pero la oscuridad exterior es nada en comparación con la oscuridad que se ha hecho en su corazón. Ya no sabe si todo aquello por lo que ha vivido es verdadero o falso. Ha señalado al Rabí de Nazaret como el Mesías, como el Cordero de Dios, ha empujado al pueblo e incluso a sus discípulos a unirse a él y ahora la duda punzante de que todo esto pueda haber sido un error suyo, que no sea él el esperado. Qué distinto es este Juan Bautista de aquél de los domingos anteriores en los que tronaba a orillas del Jordán.
¿Pero cómo es que Jesús, que se muestra tan severo frente a la falta de fe de la gente y reprocha a sus discípulos ser «hombres de poca fe», se muestra en esta circunstancia tan comprensivo ante su Precursor? No rechaza dar los «signos» requeridos, como hace en otros casos:
«Id y contad a Juan lo que oís y veis...»; habiéndose marchado los enviados, hace del Bautista el mayor elogio jamás salido de su boca: «No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Añade sólo: «Dichoso, dijo Jesús en esa circunstancia, aquél que no halle escándalo en mí» (Mt 11,6). Sabía lo fácil que era «escandalizarse» de él, de su aparente impotencia, del aparente desmentido de los hechos.
La del Bautista es una prueba que se renueva en cada época. Ha habido almas grandes que han vivido sólo de fe y que, en una fase de la vida, con frecuencia justo en la final, han caído en la oscuridad más densa, atormentadas por la duda de haber errado en todo y vivido de engaño. De un obispo amigo suyo supe que un momento de este tipo atravesó antes de morir también Don Tonino Bello, el inolvidable obispo de Molfetta. En estos casos la fe está, y más robusta que nunca, pero escondida en un rincón remoto del alma, donde sólo Dios puede leer.
Si Dios glorificó tanto a Juan Bautista quiere decir que en la oscuridad él nunca dejó de creer en el Cordero de Dios que un día había indicado al mundo. El testamento del apóstol Pablo es también el suyo: «He llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7).
La fe es el anillo nupcial que une en alianza a Dios y al hombre (no por nada el anillo nupcial, al menos en italiano, se llama precisamente así, la «fede») [término que designa «fe» y «alianza». Ndt.]. Aquella, dice la Primera Carta de Pedro, al igual que el oro, debe purificarse en el crisol (Cf. 1 P 1,7) y el crisol de la fe es el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento causado por la duda y por la que San Juan de la Cruz llama la noche oscura del espíritu. Según la doctrina católica del Purgatorio, todo se puede seguir purificando tras la muerte –la esperanza, la caridad, la humildad...–, excepto la fe. Esta puede purificarse sólo en esta vida, antes que de la fe se pase a la visión, por esto la prueba tan frecuentemente se concentra sobre ella en esta tierra.
No se trata sólo de algunas almas excepcionales. La misma dificultad que empujó al Bautista a enviar mensajeros a Jesús es la que impide aún al pueblo judío reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías esperado. Y no sólo ellos. La Segunda Carta de Pedro nos refiere la pregunta que serpenteaba
171 San Agustín, In Ioh., 26, 2 (PL 35, 1077).
en su tiempo entre los cristianos: «¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al principio de la creación» (2 P 3,4). También hoy es ésta la razón que tiene más gente lejos de creer en la redención acontecida: «¡Todo sigue como antes!».
Pedro sugiere una explicación: Dios «usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P 3,9). Pero más que razones especulativas hay que sacar del propio corazón la fuerza que hace triunfar la fe sobre la duda y el escepticismo. Es en el corazón donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que Jesús está vivo y real, en un modo que no se puede traducir en razonamientos, pero que ningún razonamiento es capaz de vencer.
Basta con una palabra de la Escritura a veces para hacer inflamar esta fe y renovar la certeza. Para mí esta semana ha realizado esta tarea el oráculo de Balaam proclamado en la primera lectura del lunes pasado: «Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24,17). Nosotros conocemos esta estrella, sabemos a quién pertenece este cetro. No por abstracta deducción, sino porque desde hace dos mil años la realización de la profecía está bajo nuestros ojos.
Nos preparamos para celebrar, como cada año, la aparición de la estrella. Hemos recordado al principio que la Eucaristía es el verdadero pesebre en el que es posible adorar al Verbo de Dios no en imagen, sino en realidad. El signo más claro de la continuidad entre el misterio de la encarnación y el misterio eucarístico es que con las mismas palabras con las que, en el «Adoro te devote», saludamos al Dios escondido bajo las apariencias del pan y del vino, podemos, en Navidad, saludar al Dios escondido bajo las apariencias de un niño. Pongámonos por lo tanto en espíritu ante Jesús Niño en el pesebre y cantemos juntos la primera estrofa de nuestro himno, como si hubiera sido escrita para él:
Adóro te devóte, latens Déitas, quae sub his figuris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit, quia te contémplans totum déficit.
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CUARESMA
LA EUCARISTÍA, ENCUENTRO REGENERADOR Y DE AMOR CON JESÚS RESUCITADO
Plagas, sicut Thómas, non intúeor, Deum tamen meum te confíteor; fac me tibi semper magis crédere, in te spem habére, te dilígere.
No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios;
haz que yo crea más y más en ti, que en ti espere, que te ame.
La cuarta estrofa «nos llevaba al Calvario para» revivir «la muerte de Cristo»; ahora, la cuarta –«No veo las llagas como las vio Tomás / pero confieso que eres mi Dios: / haz que yo crea más y más en Ti, / que en Ti espere, que te ame»–, objeto de la meditación de este viernes, «nos lleva al cenáculo para hacernos encontrar con el Resucitado».
Y es que fue allí donde ocurrió la primera aparición de Cristo, el mismo día de la resurrección, y la segunda aparición –en la que se sitúa el episodio del Apóstol Tomás– volvió a suceder también el primer día después del sábado.
En el «Adoro te devote» se pone «en evidencia la profunda analogía que existe entre la situación de Tomás y la del creyente»; «él pide tocar sus llagas [las de Cristo. Ndr], pero también nosotros podemos pedirle [a Cristo] que toque las nuestras... Llagas distintas de las suyas, producidas por el pecado, no por el amor. Tocarlas para curarlas».
Añadió el predicador del Papa que «la insistencia en el dato cronológico de estas apariciones muestra la intención del evangelista de presentar el encuentro de Jesús con los suyos en el cenáculo como el prototipo de la asamblea dominical de la Iglesia».
En esos momentos «Jesús se hace presente entre sus discípulos en la Eucaristía; les da la paz y el Espíritu Santo; en la comunión ellos tocan, más aún, reciben su cuerpo herido y resucitado y, como Tomás, proclaman su fe en Él. Están casi todos los elementos de la Misa».
La verdad teológica que subraya la cuarta estrofa meditada «es que en la Eucaristía está presente no sólo el Crucificado, sino también el Resucitado», que es «memorial tanto de la Pasión como de la Resurrección», que «en toda Misa Jesús es a la vez víctima y sacerdote»: «como víctima Él hace presente su muerte», «como sacerdote hace presente su resurrección».
Y «a través de la resurrección es Dios Padre quien entra como protagonista en el misterio eucarístico. Si de hecho la muerte de Cristo es obra de los hombres, la resurrección es obra del Padre», puntualizó.
Redescubrimiento del domingo: día de la Resurrección
«El profundo vínculo teológico entre la Eucaristía y la resurrección crea el vínculo litúrgico entre la Eucaristía y el domingo». De hecho, es significativo que el día por excelencia «de la celebración eucarística no sea el de la muerte de Cristo, el viernes, sino el día de la resurrección, el domingo».
«Hay razones pastorales urgentes que impulsan a redescubrir el domingo como “día de la resurrección”. Hemos vuelto a estar más cerca de la situación de los primeros siglos que de la del medioevo, cuando el aspecto más importante del domingo era el precepto del descanso festivo».
«Ya no hay una legislación civil que “proteja”, por así decir, el día del Señor»; incluso «la propia ley del descanso festivo está sujeta, en la organización actual del trabajo, a muchos límites y excepciones».
Es nuestra tarea «redescubrir lo que era el domingo en los primeros siglos –exhortó el padre Cantalamessa– cuando era un día especial no por apoyos externos, sino por su propia fuerza interna».
Advirtió que «ningún fiel debería regresar a casa de la Misa dominical sin sentirse en alguna medida también él “regenerado a una esperanza viva por la resurrección de Jesús de entre los muertos” (1P 1, 3)»
Poco hace falta para lograr esto «y poner a toda la celebración dominical bajo el signo pascual de la resurrección –sugirió–: pocas, vibrantes, palabras en el momento del saludo inicial, la elección de una fórmula de despedida final apropiada, como “El gozo del Señor sea nuestra fuerza: id en paz”, o bien “Id y llevad a todos el gozo del Señor resucitado”».
Respuesta de amor
Del recuerdo de Tomás y de las palabras de Cristo –«Dichosos los que no han visto y han creído» (Jn 20, 29)– una invocación orante cierra la estrofa meditada: «Haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere y que te ame».
«En la práctica –aclaró el predicador del Papa– se pide un aumento de las tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad», que «no pueden no reencenderse al contacto con aquél que es su autor y su objeto, Jesús, Hijo de Dios y Él mismo Dios».
La «reina» de estas virtudes es el amor; y el «Adoro te devote» «nos habla de un aspecto particular del amor: el amor del alma por Jesús» –«Haz que te ame»–.
«Es de este amor de respuesta del que se pide un aumento. Una llamada cuanto más preciosa para nosotros hoy, para “no despersonalizar” la Eucaristía, reduciéndola a la sola dimensión comunitaria y objetiva. Una verdadera comunión entre dos personas libres no puede realizarse sino en el amor».
¿POR QUÉ COMULGAR FRECUENTEMENTE?
O memoriále mortis Dómini!
Panis vivus, vitam præstans hómini; præsta meæ menti de te vívere,
et te illi semper dulce sápere.
¡Oh memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que da la vida al hombre; concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dulzura.
En la quinta estrofa –teológicamente «la más densa de todo el himno»– «¡Memorial de la muerte del Señor! / Pan vivo que das vida al hombre: / concede a mi alma que de Ti viva / y que siempre saboree tu dulzura»– se resume la visión eucarística paulina –«memorial de la muerte del Señor» (Cf. 1Co 11, 24; Lc 22, 19)– y joánica –la Eucaristía como «pan vivo» (Cf. Jn 6, 30 ss)–.
De tal forma que la Eucaristía es «presencia de la encarnación y memorial de la Pascua».
«La perspectiva paulina acentúa la idea de sacrificio y de inmolación, haciendo de la Eucaristía el anuncio de la muerte del Señor y el cumplimiento de la Pascua: “Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor” (1Co 11, 26) y “Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado” (1Co 5, 7)».
Mientras que, siguiendo al predicador del Papa, «la perspectiva joánica acentúa la idea de la Eucaristía como banquete y como comunión: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 55)».
«Una explica la Eucaristía a partir del misterio pascual, otra a partir de la encarnación; si de hecho la carne de Cristo da la vida al mundo es porque “el Verbo se hizo carne” (Jn 1, 14). Están reconciliadas entre sí las dos dimensiones de la Eucaristía como sacrificio y como sacramento, no siempre fáciles de tener juntas».
Las dos visiones de la Eucaristía, la paulina –«centrada en el misterio pascual»– y la joánica
–«centrada en la encarnación del Verbo»–, «dieron lugar desde la antigüedad a dos teologías y dos espiritualidades eucarísticas distintas y complementarias: la alejandrina y la antioquena».
«La visión alejandrina de la Eucaristía está estrechamente ligada a un cierto modo de entender al encarnación y es como su corolario: “Y el Verbo se hizo carne: no dijo que se ha hecho en la carne, sino, repetidamente, que se ha hecho carne, para demostrar su unión... Así que quien come la santa carne de Cristo tiene la vida eterna: la carne tiene, de hecho, en sí misma el Verbo, que es Vida por naturaleza”».
«Todo aquí asume un carácter extremadamente concreto y realista. Quien come el cuerpo y bebe la sangre de Cristo viene a hallarse “unido y mezclado en Él, como cera unida a cera”. Como la levadura hace fermentar toda la masa, así una pequeña porción de pan eucarístico llena todo nuestro cuerpo de la energía divina. Él está en nosotros y nosotros en Él, como la levadura en la masa y la masa en la levadura. Gracias a la Eucaristía nos hacemos “corpóreos” de Cristo».
«La consecuencia práctica de todo ello es una urgente exhortación a la comunión frecuente».
De la visión joánica podemos valorar «otros elementos que mientras tanto se han hecho de gran actualidad», como «la insistencia sobre el servicio que impulsa al evangelista Juan a situar el lavatorio de los pies donde los sinópticos ponen la institución de la Cena», o resaltar «el papel del Padre en la Eucaristía»: «“No fue Moisés quien os dio el pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo”, dice Jesús a los judíos (Jn 6,32)».
En la perspectiva antioquena la Eucaristía es presentada «en su aspecto de sacrificio»; es vista «como memorial de un evento, la muerte y resurrección de Cristo». «Todo está centrado en el misterio pascual».
«Nosotros podemos hoy completar y actualizar también esta segunda visión patrística de la Eucaristía a la luz de la doctrina del cuerpo místico y del sacerdocio universal de todos los bautizados».
«La doctrina del cuerpo místico nos asegura que, en la Misa, la Iglesia no es sólo la que ofrece el sacrificio, sino también la que se ofrece en sacrificio junto a su cabeza»; «a su vez, la verdad del sacerdocio universal permite extender esta participación a todos los fieles, no sólo a los sacerdotes».
Finalmente, «tan sencilla como profunda», la conclusión orante de esta estrofa –«concede a mi alma que de Ti viva»– encierra por su parte un «valor causal y final», tanto de «proveniencia como de destino».
«Significa que quien come el cuerpo de Cristo vive “desde” Él, esto es, a causa de Él, en fuerza de la vida que proviene de Él», pero también vive «en vista de Él, por su gloria, su amor y su Reino».
Mientras que el último verso nos hace pedir «saborear la dulzura» de Cristo. Y es que «la Eucaristía ha sido siempre uno de los lugares privilegiados de la experiencia mística».
«El texto que mejor resume» «esta dulzura de la Eucaristía es la antífona al Magnificat de las Vísperas de la fiesta del Corpus Domini: “O qual suavis est Dominus espiritus tuus”: “¡Qué bueno es, Señor, tu espíritu! Para demostrar a tus hijos tu ternura, les has dado un pan delicioso bajado del cielo, que colma de bienes a los hambrientos y deja vacíos a los ricos hastiados”».
LA EUCARISTÍA, PERMANENTE «NO» DE DIOS A LA VIOLENCIA
Pie pellicáne, Iesu Dómine,
me immúndum munda tuo sánguine:
cuius una stilla salvum fácere totum mundum quit ab omni sælere.
Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí, inmundo, con tu sangre, de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.
En la época en que se compuso el «Adoro te devote» «muchos factores acabaron por hacer tácitamente de la Eucaristía el sacramento del Cuerpo de Cristo y mucho menos de su sangre».
Pero un símbolo, el pelícano, introduce el tema de la Sangre de Cristo en la sexta estrofa del himno eucarístico: «Señor Jesús, Pelícano bueno, / Límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, / De la que una sola gota puede liberar / De todos los crímenes al mundo entero».
Y es que «era creencia común en la antigüedad y en la Edad Media que el pelícano se abriera, con el pico, una herida en el pecho para alimentar, con su propia sangre, a sus pequeños hambrientos o incluso para despertarles a la vida si estaban muertos».
«El contenido teológico de esta estrofa es un solemne acto de fe en el valor universal de la sangre de Cristo, de la que una sola gota basta para salvar al mundo entero», pero la «dificultad más actual que plantea» el himno «se refiere al medio elegido para realizar esta salvación universal».
«¿Por qué precisamente la sangre? ¿Hay que pensar tal vez que el sacrificio de Cristo –y por lo tanto, la Eucaristía, que lo renueva sacramentalmente– no hace sino confirmar la afirmación según la cual “la violencia es el corazón y el alma secreta de lo sagrado”?».
Pero «nosotros tenemos hoy la posibilidad de arrojar una luz nueva y liberadora sobre la Eucaristía, precisamente siguiendo el camino que llevó a René Girard de la afirmación de que la violencia es intrínseca a lo sagrado, a la convicción de que el misterio pascual de Cristo ha desenmascarado y roto para siempre la alianza entre lo sagrado y violencia».
«Con su doctrina y su vida, Jesús, según este pensador, desenmascara y despedaza el mecanismo del chivo expiatorio que sacraliza la violencia, haciéndose él inocente, la víctima de toda violencia».
En este sentido es «emblemático el hecho de que sobre su muerte se aliaron “Herodes y Poncio Pilato con las naciones y los pueblos de Israel” (Hch 4, 27); los enemigos de antes se hicieron amigos, exactamente como en cada crisis de chivo expiatorio».
«Cristo venció la violencia: no oponiendo a ella una violencia mayor, sino sufriéndola y poniendo al descubierto la injusticia y la inutilidad. Inauguró un nuevo género de victoria que San Agustín condensó en tres palabras: “Victor quia victima”: vencedor porque es víctima».
Y «resucitándolo de la muerte, el Padre declaró, de una vez por todas, de qué parte está la verdad y la justicia y de qué parte el error y la mentira».
Incide en que «la novedad del sacrificio de Cristo se pone de relevancia desde distintos puntos de vista en la Carta a los Hebreos: Cristo no tiene necesidad de ofrecer víctimas primero por sus propios pecados, como cada sacerdote (7, 27); no tiene necesidad de repetir más veces el sacrifico, sino que “que se ha manifestado ahora una sola vez, en la plenitud de los tiempos, para la destrucción del pecado mediante el sacrificio de sí mismo” (9, 26)».
Refiriéndose a los textos sobre el sacrificio de Cristo y la redención, para el predicador de la Casa Pontificia «los sucesos y las experiencias del siglo XX, nunca antes vividos en estas proporciones por la humanidad, plantearon a la Escritura interrogantes nuevos, y la Escritura, como siempre, se reveló capaz de respuestas a la medida de los interrogantes».
«También la abolición de la pena de muerte recibe una luz nueva del análisis sobre la violencia y lo sagrado. Algo del mecanismo del chivo expiatorio está en marcha en toda ejecución capital, incluso en las avaladas por la ley».
«“Uno murió por todos” (2Co 5, 14): el creyente tiene un motivo más, eucarístico, para oponerse a la pena de muerte. ¿Cómo pueden los cristianos, en ciertos países, aprobar y alegrarse de la noticia de que un criminal haya sido condenado a muerte, cuando leemos en la Biblia: “Acaso me complazco yo en la muerte del malvado –oráculo del Señor Yahveh– y no más bien en que se convierta de su conducta y viva”? (Ez 18, 23)», interroga el padre Cantalamessa.
En su opinión, «el debate moderno sobre la violencia y lo sagrado nos ayuda así a acoger una dimensión nueva de la Eucaristía», gracias a la cual «el “no” absoluto de Dios a la violencia, pronunciado sobre la cruz, se mantiene vivo en los siglos. ¡La Eucaristía es el sacramento de la no- violencia!».
Al mismo tiempo, la Eucaristía «aparece, positivamente, como el “sí” de Dios a las víctimas inocentes, el lugar donde cada día la sangre derramada sobre la tierra se une a la de Cristo que grita a Dios “con voz más poderosa que la de Abel” (Hb 12, 24)».
«De aquí se entiende también qué se quita a la Misa (¡y al mundo!) si se le quita este carácter dramático, expresado desde siempre con el término de sacrificio».
CON LA EUCARISTÍA «PRE-SABOREAMOS» YA LA VIDA ETERNA
Iesu, quem velátum nunc aspício, oro, fiat illud quod tam sítio;
ut te reveláta cernens fácie,
visu sim beátus tuæ gloriæ. Amen.
Jesús, a quien ahora veo escondido,
te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
que al mirar tu rostro ya no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
«Es el modo mismo de presencia de Jesús en el sacramento lo que hace nacer en el corazón la esperanza y el deseo de algo más», pero «la Eucaristía no se limita a suscitar el deseo de la gloria futura, sino que es de ella la prenda».
Es «el sacramento que a nosotros, peregrinos en la tierra, nos revela el sentido cristiano de la vida» y, «como el maná» –«alimento de los que están en camino hacia la tierra prometida»–,
«recuerda constantemente al cristiano que él es “peregrino y forastero” en este mundo; que su vida es un éxodo»; el pan eucarístico «sostiene durante todo el camino de esta vida».
Dos orientaciones «distintas y complementarias» ha tomado la escatología cristiana a partir del Nuevo Testamento: la escatología «consiguiente» –de los sinópticos y de Pablo, «que sitúa el cumplimiento en el futuro, en la segunda venida de Cristo, y acentúa fuertemente la dimensión de la expectativa y de la esperanza»– y la escatología «realizada» –de Juan, «que sitúa el cumplimiento
esencial en el pasado, en la venida de Cristo de la encarnación y ve ya iniciada, en la fe y en los sacramentos, la experiencia de la vida eterna»–.
«La Eucaristía refleja ambas perspectivas» –constata–: «la escatología “consiguiente”, en cuanto que hace vivir “en la espera de su venida”, impulsa a mirar constantemente adelante y a sentirse caminantes en este mundo», y también «la escatología “realizada”», pues «permite saborear, ya ahora, las primicias de la vida eterna; es como una ventana abierta a través de la cual el mundo futuro hace irrupción en el presente, la eternidad entra en el tiempo y las criaturas comienzan su “retorno a Dios”».
Al recordar «adónde nos dirigimos, el destino final de gloria que nos espera, y haciéndonos ya “pre-saborear” algo de esta gloria futura», «la Eucaristía es, por eso mismo, la fuente donde se renueva cada día la esperanza y la gloria del cristiano».
«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, (...) son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón».
«Nada existe –podríamos añadir– que no halle un eco en la Eucaristía», pues en ella «es recogido y ofrecido a Dios, al mismo tiempo, todo el dolor, pero también todo el gozo de la humanidad».
«Encontramos muy natural dirigirnos a Dios en el dolor», pero «las alegrías en cambio preferimos disfrutarlas solos, a escondidas, casi a espaldas de Dios». «Qué bello sería si aprendiéramos a vivir también los gozos de la vida eucarísticamente, o sea, en acción de gracias a Dios».
Y es que «la presencia y la mirada de Dios no ofuscan nuestras alegrías honestas, al contrario, las amplifican. Con él, las pequeñas alegrías se convierten en un incentivo para aspirar al gozo imperecedero cuando, como canta nuestra estrofa, le contemplemos cara a cara y seamos felices por la eternidad».
¡SALVE, VERDADERO CUERPO NACIDO DE MARÍA VIRGEN!
Homilía en la celebración de la Pasión del Señor, Viernes Santo de 2005
¡Viernes Santo de 2005, año de la Eucaristía! ¡Cuánta luz, sobre uno y otro misterio, de este acercamiento! Pero si la Eucaristía es «el memorial de la pasión», ¿cómo es que la Iglesia se abstiene de celebrarla precisamente el Viernes Santo? (A lo que estamos asistiendo no es, como sabemos, una Misa, sino una liturgia de la Pasión en la que sólo se recibe el cuerpo de Cristo consagrado el día precedente).
Existe una profunda razón teológica en ello. Quien se hace presente en el altar en cada Eucaristía es Cristo resucitado y vivo, no un muerto. La Iglesia se abstiene por ello de celebrar la Eucaristía en los dos días en que se recuerda a Jesús que yace muerto en el sepulcro, cuya alma está separada del cuerpo (si bien no de la divinidad). El hecho de que hoy no se celebre la Misa no atenúa, sino que refuerza el vínculo entre el Viernes Santo y la Eucaristía. La Eucaristía es a la muerte de Cristo como el sonido y la voz son para la palabra que transportan en el espacio y hacen llegar al oído.
Hay un himno latino, no menos querido que el Adoro te devote para la piedad eucarística de los católicos, que evidencia el vínculo entre la Eucaristía y la cruz, el Ave verum. Compuesto en el
siglo XIII para acompañar la elevación de la Hostia en la Misa, se presta igualmente bien para saludar la elevación de Cristo en la cruz. Son apenas cinco versos, cargados sin embargo de mucho contenido:
¡Salve, verdadero cuerpo nacido de María Virgen! Verdaderamente atormentado e inmolado en la cruz por el hombre. De tu costado traspasado brotó agua y sangre.
Sé para nosotros prenda en el momento de la muerte.
¡Oh Jesús dulce, oh Jesús piadoso, oh Jesús, hijo de María!
El primer verso proporciona la clave para comprender el resto. Berengario de Tours había negado la realidad de la presencia de Cristo en el signo del pan, reduciéndola a una presencia simbólica. Para quitar todo pretexto a esta herejía, se comienza por afirmar la identidad total entre el Jesús de la Eucaristía y el de la historia. El cuerpo de Cristo presente en el altar es definido
«verdadero» (verum corpus) para distinguirlo de un cuerpo puramente «simbólico» e incluso del cuerpo «místico» que es la Iglesia.
Todas las expresiones siguientes se refieren al Jesús terrenal: nacimiento de María, pasión, muerte, traspasamiento del costado. El autor se detiene en este punto; no menciona la resurrección porque ésta podría hacer pensar en un cuerpo glorificado y espiritual, y por lo tanto no lo suficientemente «real».
La teología ha vuelto hoy a una visión más equilibrada de la identidad entre el cuerpo histórico y el eucarístico de Cristo e insiste en el carácter sacramental, no material (si bien real y sustancial) de la presencia de Cristo en el sacramento del altar.
Pero, aparte de esta diferente acentuación, permanece intacta la verdad de fondo afirmada por el himno. Es el Jesús nacido de María en Belén, el mismo que «pasó haciendo el bien a todos» (Hch 10, 38), que murió en la cruz y resucitó al tercer día, el que está presente hoy en el mundo, no una vaga presencia espiritual suya, o, como dice alguno, su «causa». La Eucaristía es el modo inventado por Dios para ser para siempre el «Emmanuel», Dios-con-nosotros.
Tal presencia no es una garantía y una protección sólo para la Iglesia, sino para todo el mundo. «¡Dios está con nosotros!». Esta frase nos atemoriza y ya casi no nos atrevemos a pronunciarla. Se le ha dado a veces un sentido exclusivo: Dios está «con nosotros», se entiende no con los demás, es más, está «contra» los demás, contra nuestros enemigos. Pero con la venida de Cristo todo se ha hecho universal. «Dios ha reconciliado al mundo consigo en Cristo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» (2Co 5, 19). Al mundo entero, no a una parte; a todos los hombres, no a un solo pueblo.
«Dios está con nosotros», esto es, de parte del hombre, es su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Es el único que personifica todo y solo el frente del bien contra el frente del mal. Esto daba la fuerza a Dietrich Bonhoeffer, en la cárcel y en espera de la sentencia de muerte por parte del «poder malo» de Hitler, de afirmar la victoria del poder bueno:
Envueltos de maravilla por fuerzas amigas esperamos con calma lo que ocurra.
Dios está con nosotros en la noche y en la mañana, estará con nosotros cada nuevo día.
Von guten Mächten wunderbar geborgen erwarten wir getrost, was kommen mag. Gott ist mit uns am Abend und am Morgen
und ganz gewiss an jeden neuen Tag.
«No sabemos –escribe el Papa en la Novo millennio ineunte– qué acontecimientos nos reservará el milenio que está comenzando, pero tenemos la certeza de que éste permanecerá firmemente en las manos de Cristo, el “Rey de Reyes y Señor de los Señores”» (Ap 19, 16)172.
Tras el saludo llega, en el himno, la invocación: Esto nobis praegustatum mortis in examine. Sé para nosotros, oh Cristo, prenda y anticipo de vida eterna en la hora de la muerte. Ya el mártir Ignacio de Antioquía llamaba la Eucaristía «medicina de inmortalidad», esto es, remedio a nuestra mortalidad173. En la Eucaristía tenemos «la prenda de la gloria futura»: «et futurae gloriae nobis pignus datur».
Algunas investigaciones han revelado un hecho extraño: hay, también entre los creyentes, personas que creen en Dios, pero no en una vida para el hombre después de la muerte. ¿Pero cómo se puede pensar algo así? Cristo, dice la Carta a los Hebreos, murió para procurarnos «una redención eterna» (Hb 9, 12). ¡No temporal, sino eterna!
Se objeta que nadie ha vuelto jamás del más allá para asegurarnos que existe de verdad y que no se trata sólo una piadosa ilusión. ¡No es cierto! Hay uno que cada día vuelve del más allá para asegurarnos y renovar sus promesas, si sabemos escucharle. Aquél hacia el cual estamos encaminados nos sale al encuentro en la Eucaristía para darnos una muestra (praegustatum!) del banquete final del reino.
Debemos gritar al mundo esta esperanza para ayudarnos a nosotros mismos y a los demás a vencer el horror que nos provoca la muerte y reaccionar al sombrío pesimismo que flota en nuestra sociedad. Se multiplican los diagnósticos desesperados sobre el estado del mundo: «un hormiguero que se desmorona», «un planeta que agoniza»... La ciencia traza con detalles cada vez mayores el posible escenario de la disolución final del cosmos. «Se enfriará la tierra y los demás planetas, se enfriará el sol y las demás estrellas, se enfriará todo... Disminuirá la luz y aumentarán en el universo los agujeros negros... La expansión un día se agotará y comenzará la contracción y al final se asistirá al colapso de toda la materia y de toda la energía existente en una estructura compacta de densidad infinita. Ocurrirá entonces el Big Crunch o gran implosión, y todo volverá al vacío y al silencio que precedió a la gran explosión o Big Bang, de hace quince mil millones de años...».
Nadie sabe si las cosas se desarrollarán verdaderamente así o de otra forma. En cambio la fe nos asegura que, aunque así fuera, no será ese el final total. Dios no ha reconciliado al mundo consigo para abandonarlo después a la nada; no ha prometido permanecer con nosotros hasta el fin del mundo para después retirarse, solo, en su cielo, cuando este fin acontezca. «Con amor eterno te he amado», dijo Dios al hombre en la Biblia (Jr 31, 3), y las promesas de «amor eterno» de Dios no son como las del hombre.
Prosiguiendo idealmente la meditación del Ave verum, el autor del Dies irae eleva a Cristo una abrasadora oración que nunca como en este día podemos hacer nuestra: «Recordare, Iesu pie, quod sum causa tuae viae: ne me perdas illa die»: Acuérdate, oh buen Jesús, que por mí subiste a la cruz: no permitas que me pierda en ese día. «Quaerens me sedisti lassus, redemisti crucem passus: tantus labor non sit cassus»: Al buscarme, te sentaste un día cansado en el pozo de Siquem y subiste a la cruz para redimirme: que tanto dolor no sea malgastado.
172 San Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 35.
173 S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 20, 2.
El Ave verum se cierra con una exclamación dirigida a la persona de Cristo: «O Iesu dulcis, o Iesu pie». Estas palabras nos presentan una imagen exquisitamente evangélica de Cristo: el Jesús
«dulce y piadoso», esto es, clemente, compasivo, que no parte la caña quebrada y no apaga la mecha mortecina (Cf. Mt 12, 20). El Jesús que un día dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). La Eucaristía prolonga en la historia la presencia de este Jesús. ¡Es el sacramento de la no violencia!
La mansedumbre de Cristo sin embargo no justifica, más bien hace aún más extraña y odiosa, la violencia que se registra hoy frente a su persona. Se ha dicho que, con su sacrificio, Cristo puso fin al perverso mecanismo del chivo expiatorio, sufriendo él mismo las consecuencias174. Hay que decir con tristeza que tal mecanismo perverso está nuevamente en marcha respecto a Cristo de una forma hasta ahora desconocida.
Contra él se desahoga todo el resentimiento de un cierto pensamiento secular referente a las manifestaciones de unión entre la violencia y lo sagrado. Como es regla en el mecanismo del chivo expiatorio, se elige al elemento más débil para ensañarse contra él. «Débil», aquí, en el sentido de que se le puede escarnecer impunemente, sin correr peligro alguno de retorsión, habiendo los cristianos renunciado desde hace tiempo a defender la propia fe con la fuerza.
No se trata sólo de las presiones para retirar el crucifico de los lugares públicos y el pesebre de las celebraciones navideñas. Se suceden sin descanso novelas, películas y espectáculos en los que se manipula a placer la figura de Cristo basándose en fantasmales e inexistentes documentos y descubrimientos. Se está convirtiendo en una moda, una especie de género literario.
Siempre ha existido la tendencia a revestir a Cristo de los ropajes de la propia época o de la propia ideología. Pero al menos en el pasado, aún discutibles, había causas serias y de gran alcance: el Cristo idealista, socialista, revolucionario... Nuestra época, obsesionada con el sexo, ya no sabe representar a Jesús más que como un gay ante litteram o uno que predica que la salvación viene de la unión con el principio femenino y da ejemplo de ello casándose con la Magdalena.
Surgen como paladines de la ciencia contra la religión: ¡una reivindicación sorprendente a juzgar por como es tratada en estos casos la ciencia histórica! Las historias más fantasiosas y absurdas son propinadas y bebidas lamentablemente por muchos como si se tratasen de historia verdadera, más aún, de la única historia libre por fin de censuras eclesiásticas y tabúes. «El hombre que ya no cree en Dios está dispuesto a creer en todo», dijo alguien. Los hechos le están dando la razón.
Se especula sobre la vastísima resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que significa para una gran parte de la humanidad, a fin de asegurarse una popularidad a buen precio o causar sensación con mensajes publicitarios que abusan de símbolos e imágenes evangélicas. (Ha ocurrido recientemente con la imagen de la última cena) ¡Pero esto es parasitismo literario y artístico!
Jesús es vendido de nuevo por treinta monedas, escarnecido y recubierto con vestidos de burla como en el pretorio. (¡En un espectáculo emitido el pasado enero por una televisión estatal europea Cristo aparecía en la cruz con pañales de niño!). Y luego surge el escándalo y se critica la intolerancia y la censura si los creyentes reaccionan enviando cartas y telefoneando en protesta a los responsables. La intolerancia desde hace tiempo ha cambiado de campo en Occidente: ¡de intolerancia religiosa se ha transformado en intolerancia de la religión en algunos ambientes!
174 Cf. R. Girard, Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, París 1978.
«Nadie –se objeta– tiene el monopolio de los símbolos y de las imágenes de una religión». Pero también los símbolos de una nación –el himno, la bandera– son de todos y de nadie; ¿está acaso por esto permitido burlarse de ellos y explotarlos a placer?
El misterio que celebramos en este día nos prohíbe abandonarnos a complejos de persecución y levantar de nuevo muros o bastiones entre nosotros y la cultura (o in-cultura) moderna. Tal vez debemos imitar a nuestro Maestro y decir sencillamente: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen». Perdónales a ellos y a nosotros, porque es ciertamente también a causa de nuestros pecados, presentes y pasados, que todo esto sucede y se sabe que frecuentemente es para golpear a los cristianos y a la Iglesia que se golpea a Cristo.
Nos permitimos sólo dirigir a nuestros contemporáneos, en nuestro interés y en el suyo, el llamamiento que Tertuliano hacía en su tiempo a los gnósticos enemigos de la humanidad de Cristo:
«Parce unicae spei totius orbis»: no quitéis al mundo su única esperanza175.
La última invocación del Ave verum evoca la persona de la madre: «O Iesu filii Mariae». Dos veces es recordada, en el breve himno, la Virgen: al principio y al final. Por lo demás, todas las exclamaciones finales del himno son una reminiscencia de las últimas palabras de la Salve Regina:
«O clemens, o pia, o dulcis virgo Maria»: oh clemente, oh pía, oh dulce Virgen María.
La insistencia en el vínculo entre María y la Eucaristía no responde a una necesidad sólo devocional, sino también teológica. Nacer de María fue, en tiempo de los Padres, el argumento principal contra el docetismo que negaba la realidad del cuerpo de Cristo. Coherentemente, este mismo nacimiento atestigua ahora la verdad y realidad del cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía.
Juan Pablo II concluye su carta apostólica Mane nobiscum Domine remitiéndose precisamente a las palabras del himno: «El Pan eucarístico que recibimos –escribe– es la carne inmaculada del Hijo: “Ave verum corpus natum de Maria Virgine”. Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida»176.
Aprovechamos la ocasión de estas palabras suyas para hacer llegar al Santo Padre el agradecimiento por el don del año eucarístico y el deseo de que recupere pronto la salud. Vuelva pronto, Santo Padre; la Pascua es mucho menos «Pascua» sin usted.
Concluyamos volviendo a nuestro himno. El signo más claro de la unidad entre Eucaristía y misterio de la cruz, entre el año eucarístico y el Viernes Santo, es que nosotros podemos ahora emplear las palabras del Ave verum, sin cambiar una sílaba, para saludar a Cristo, quien dentro de poco será elevado en la cruz ante nosotros. Humildemente, por ello, invito a todos los presentes (los que no conozcan el texto latino lo pueden encontrar en el librito que tienen en la mano) a unirse a mí y –posiblemente de pié– proclamar en voz alta, con conmovida gratitud y en nombre de todos los hombres redimidos por Cristo:
Ave verum corpus natum de Maria Virgine Vere passum, immolatum in cruce pro homine Cuius latus perforatum fluxit aqua et sanguine Esto nobis praegustatum mortis in examine
O Iesu dulcis, o Iesu pie, o Iesu fili Mariae!
175 Tertuliano, De carne Christi, 5, 3 (CCL 2, p. 881).
176 Mane nobiscum Domine, 31.
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HABLAR CON DIOS
EL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
— Amor y veneración a Jesús Sacramentado
— Alimento para la vida eterna
— La procesión del Corpus Christi
I. Lauda, Sion, Salvatorem... Alaba, Sión, al Salvador; alaba al guía y al pastor con himnos y cánticos177. Hoy celebramos esta gran Solemnidad en honor del misterio eucarístico. En ella se unen la liturgia y la piedad popular, que no han ahorrado ingenio y belleza para cantar al Amor de los amores. Para este día, Santo Tomás compuso esos bellísimos textos de la Misa y del Oficio divino. Hoy debemos dar muchas gracias al Señor por haberse quedado entre nosotros, desagraviarle y mostrarle nuestra alegría por tenerlo tan cerca: Adoro te, devote, latens Deitas..., te adoro con devoción, Dios escondido..., le diremos hoy muchas veces en la intimidad de nuestro corazón
En la Visita al Santísimo podremos decirle al Señor despacio, con amor: plagas, sicut Thomas, non intueor..., no veo las llagas, como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame
La fe en la presencia real de Cristo en la Sagrada Eucaristía llevó a la devoción a Jesús Sacramentado también fuera de la Misa. La razón de conservar las Sagradas Especies, en los primeros siglos de la Iglesia, era poder llevar la comunión a los enfermos y a quienes, por confesar su fe, se encontraban en las cárceles en trance de sufrir martirio. Con el paso del tiempo, la fe y el amor de los fieles enriquecieron la devoción pública y privada a la Sagrada Eucaristía. Esta fe llevó a tratar con la máxima reverencia el Cuerpo del Señor y a darle un culto público. De esta veneración tenemos muchos testimonios en los más antiguos documentos de la Iglesia, y dio lugar a la fiesta que hoy celebramos
Nuestro Dios y Señor se encuentra en el Sagrario, allí está Cristo, y allí deben hacerse presentes nuestra adoración y nuestro amor. Esta veneración a Jesús Sacramentado se expresa de muchas maneras: bendición con el Santísimo, procesiones, oración ante Jesús Sacramentado, genuflexiones que son verdaderos actos de fe y de adoración... Entre estas devociones y formas de culto, «merece una mención particular la solemnidad del Corpus Christi como acto público tributado a Cristo presente en la Eucaristía (...). La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves faltas y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración»178. Especialmente el día de hoy ha de estar lleno de actos de fe y de amor a Jesús sacramentado
Si asistimos a la procesión, acompañando a Jesús, lo haremos como aquel pueblo sencillo que, lleno de alegría, iba detrás del Maestro en los días de su vida en la tierra, manifestándole con naturalidad sus múltiples necesidades y dolencias; también la dicha y el gozo de estar con Él. Si le vemos pasar por la calle, expuesto en la Custodia, le haremos saber desde la intimidad de nuestro corazón lo mucho que representa para nosotros... Adoradle con reverencia y con devoción; renovad en su presencia el ofrecimiento sincero de vuestro amor; decidle sin miedo que le queréis;
agradecedle esta prueba diaria de misericordia tan llena de ternura, y fomentad el deseo de acercaros a comulgar con confianza. Yo me pasmo ante este misterio de Amor: el Señor busca mi pobre corazón como trono, para no abandonarme si yo no me aparto de Él179. En ese trono de nuestro corazón Jesús está más alegre que en la Custodia más espléndida
II. El Señor los alimentó con flor de harina y los sació con miel silvestre180, nos recuerda la
Antífona de entrada de la Misa
Durante años el Señor alimentó con el maná al pueblo de Israel errante por el desierto. Aquello era imagen y símbolo de la Iglesia peregrina y de cada hombre que va camino de su patria definitiva, el Cielo; aquel alimento del desierto es figura del verdadero alimento, la Sagrada Eucaristía. « Éste es el sacramento de la peregrinación humana (...). Precisamente por esto, la fiesta anual de la Eucaristía que la Iglesia celebra hoy contiene en su liturgia tantas referencias a la peregrinación del pueblo de la Alianza en el desierto »181. Moisés recordará con frecuencia a los israelitas estos hechos prodigiosos de Dios con su Pueblo: No sea que te olvides del Señor tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud...182
Hoy es un día de acción de gracias y de alegría porque el Señor se ha querido quedar con nosotros para alimentarnos, para fortalecernos, para que nunca nos sintamos solos. La Sagrada Eucaristía es el viático, el alimento para el largo caminar de la vida hacia la verdadera Vida. Jesús nos acompaña y fortalece aquí en la tierra, que es como una sombra comparada con la realidad que nos espera; y el alimento terreno es una pálida imagen del alimento que recibimos en la Comunión. La Sagrada Eucaristía abre nuestro corazón a una realidad totalmente nueva183.
Aunque celebramos una vez al año esta fiesta, en realidad la Iglesia proclama cada día esta dichosísima verdad: Él se nos da diariamente como alimento y se queda en nuestros Sagrarios para ser la fortaleza y la esperanza de una vida nueva, sin fin y sin término. Es un misterio siempre vivo y actual
Señor, gracias por haberte quedado. ¿Qué hubiera sido de nosotros sin Ti? ¿Dónde íbamos a ir a restaurar fuerzas, a pedir alivio? – ¡Qué fácil nos haces el camino desde el Sagrario!
III. Un día que Jesús dejaba ya la ciudad de Jericó para proseguir su camino hacia Jerusalén, pasó cerca de un ciego que pedía limosna junto al camino. Y éste, al oír el ruido de la pequeña comitiva que acompañaba al Maestro, preguntó qué era aquello. Y quienes le rodeaban le contestaron: Es Jesús de Nazaret que pasa184.
Si hoy, en tantas ciudades y aldeas donde se tiene esa antiquísima costumbre de llevar en procesión a Jesús Sacramentado, alguien preguntara al oír también el rumor de las gentes: « ¿qué es?
» , « ¿qué ocurre? » , se le podría contestar con las mismas palabras que le dijeron a Bartimeo: es Jesús de Nazaret que pasa. Es Él mismo, que recorre las calles recibiendo el homenaje de nuestra fe y de nuestro amor. – ¡Es Él mismo! Y, como a Bartimeo, también se nos debería encender el corazón para gritar: – ¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí! Y el Señor, que pasa bendiciendo y haciendo el bien185, tendrá compasión de nuestra ceguera y de tantos males como a veces pesan en el alma.
179 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 161.
180 Antífona de entrada. Sal 81, 17.
181 SAN JUAN PABLO II, Homilía, 4-VI-1988.
182 Primera lectura. Ciclo A. Cfr. Dt 8, 2-3; 14-16.
183 Cfr. Evangelio de la Misa. Ciclo C. Lc 9, 11-17.
Porque la fiesta que hoy celebramos, con una exuberancia de fe y de amor, « quiere romper el silencio misterioso que circunda a la Eucaristía y tributarle un triunfo que sobrepasa el muro de las iglesias para invadir las calles de las ciudades e infundir en toda comunidad humana el sentido y la alegría de la presencia de Cristo, silencioso y vivo acompañante del hombre peregrino por los senderos del tiempo y de la tierra »186. Y esto nos llena el corazón de alegría. Es lógico que los cantos que acompañen a Jesús Sacramentado, especialmente este día, sean cantos de adoración, de amor, de gozo profundo. Cantemos al Amor de los amores, cantemos al Señor; Dios está aquí, venid, adoremos a Cristo Redentor... Pange, lingua, gloriosi... Canta, lengua, el misterio del glorioso Cuerpo de Cristo...
La procesión solemne que se celebra en tantos pueblos y ciudades de tradición cristiana es de origen muy antiguo y es expresión con la que el pueblo cristiano da testimonio público de su piedad hacia el Santísimo Sacramento187. En este día el Señor toma posesión de nuestras calles y plazas, que la piedad alfombra en muchos lugares con flores y ramos; para esta fiesta se proyectaron magníficas Custodias, que se hacen más ricas cuanto más cerca de la Forma consagrada están los elementos decorativos. Muchos serán los cristianos que hoy acompañen en procesión al Señor, que sale al paso de los que quieren verle, haciéndose el encontradizo con los que no le buscan. Jesús aparece así, una vez más, en medio de los suyos: ¿cómo reaccionamos ante esa llamada del Maestro? (...)
La procesión del Corpus hace presente a Cristo por los pueblos y las ciudades del mundo. Pero esa presencia (...) no debe ser cosa de un día, ruido que se escucha y se olvida. Ese pasar de Jesús nos trae a la memoria que debemos descubrirlo también en nuestro quehacer ordinario. Junto a esa procesión solemne de este jueves, debe estar la procesión callada y sencilla, de la vida corriente de cada cristiano, hombre entre los hombres, pero con la dicha de haber recibido la fe y la misión divina de conducirse de tal modo que renueve el mensaje del Señor en la tierra (...)
Vamos, pues, a pedir al Señor que nos conceda ser almas de Eucaristía, que nuestro trato personal con Él se exprese en alegría, en serenidad, en afán de justicia. Y facilitaremos a los demás la tarea de reconocer a Cristo, contribuiremos a ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Se cumplirá la promesa de Jesús: Yo, cuando sea exaltado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí (Jn 12, 32)188.
***
UN DIOS ESCONDIDO
– Jesús se oculta para que le descubran nuestra fe y nuestro amor.
– La Sagrada Eucaristía nos transforma.
– Cristo se nos entrega a cada uno, personalmente.
I. Adoro te devote, latens Deitas... Te adoro con devoción, Dios escondido, que estás verdaderamente oculto bajo estas apariencias. A ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte189. Así comienza el himno que escribió Santo Tomás para la fiesta del Corpus Christi, y que ha servido a tantos fieles para meditar y expresar su fe y su amor a la Sagrada Eucaristía.
186 PABLO VI, Homilía 11-VIII-1964.
187 Cfr. J. ABAD y M. GARRIDO, Iniciación a la liturgia de la Iglesia, Palabra, Madrid 1988, pp. 656 - 657.
188 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, o. c., 156
189 Himno Adoro te devote.
Te adoro con devoción, Dios escondido...
Verdaderamente Tú eres un Dios oculto190, había proclamado ya el Profeta Isaías. El Creador del Universo ha dejado las huellas de su obra; parecía como si Él quisiera quedarse en un segundo plano. Pero llegó un momento en la historia de la humanidad en que Dios decidió revelarnos su ser más íntimo. Es más, quiso en su bondad habitar entre nosotros, plantar su tienda en medio de los hombres, y se encarnó en el seno purísimo de María. Vino a la tierra y permaneció oculto para la mayoría de las gentes, que estaban preocupadas de otras cosas. Le conocieron algunos que poseían un corazón sencillo y una mirada vigilante para lo divino: María, José, los pastores, los Magos, Ana, Simeón... Este anciano había esperado toda su vida la llegada del Mesías anunciado, y pudo exclamar ante Jesús Niño: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo según tu palabra: porque mis ojos han visto a tu Salvador...191. ¡Si nosotros pudiéramos decir lo mismo al acercarnos al Sagrario!
Y después, en la vida pública, a pesar de los milagros en que Jesús manifestaba su poder divino, muchos no supieron descubrirlo. En otras ocasiones es el mismo Señor el que se esconde y manda a quienes Él mismo que no le descubran ha curado. En Getsemaní y en la Pasión parecía oculta completamente la divinidad a los ojos de los hombres. En la Cruz, la Virgen sabía con certeza que Aquel que moría era Jesús, Dios hecho hombre. Y a los ojos de muchos moría como un malhechor.
En la Sagrada Eucaristía, bajo las apariencias de pan y de vino, Jesús se vuelve a ocultar para que le descubran nuestra fe y nuestro amor. A Él le decimos en nuestra oración: “Señor, que nos haces participar del milagro de la Eucaristía: te pedimos que no te escondas”, que esté siempre claro tu rostro a nuestros ojos; “que vivas con nosotros”, porque sin Ti nuestra vida no tiene sentido; “que te veamos”, con los ojos purificados en el sacramento de la Penitencia; “que te toquemos”, como aquella mujer que se atrevió a tocar la orla de tu vestido y quedó curada; “que te sintamos”, sin querer nunca acostumbrarnos al milagro; “que queramos estar siempre junto a Ti”, que es el único lugar en el que hemos sido felices plenamente; “que seas el Rey de nuestras vidas y de nuestros trabajos”, porque te lo hemos dado todo192.
II. La presencia es una necesidad del amor, y el Maestro, que había dejado a los suyos el supremo mandamiento del amor, no podía sustraerse a esta característica de la verdadera amistad: el deseo de estar juntos. Para realizar este vivir con nosotros, a la espera del Cielo, se quedó en nuestros Sagrarios. Así hizo posibles aquellas vivas recomendaciones antes de su partida: Permaneced en Mí y Yo en vosotros. En adelante ya no os llamaré siervos. Yo os digo: vosotros sois mis amigos... Permaneced en mi amor193. Una amistad profunda con Jesús ha ido creciendo en tantas Comuniones, en las que Cristo nos ha visitado, y en tantas ocasiones como nosotros hemos ido a verle al Sagrario. Allí, oculto a los sentidos, pero tan claro a nuestra fe, Él nos esperaba; a sus pies hemos afirmado nuestros mejores ideales, y en Él hemos abandonado las preocupaciones, lo que en alguna ocasión nos podía agobiar... El Amigo comprende bien al amigo. Allí, en la fuente, hemos ido a beber el modo de practicar las virtudes. Y hemos procurado que su fortaleza sea nuestra fortaleza, y su visión del mundo y de las personas, la nuestra... ¡Si un día pudiéramos decir también nosotros, como San Pablo: Ya no soy yo quien vive, sino Cristo en mí!194.
190 Is 45, 15.
191 Lc 2, 29 - 30.
192 Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 542.
193 Jn 15, 4; 9, 15.
194 Ga 2, 20.
Santo Tomás afirma que la virtud de este sacramento es llevar a cabo cierta transformación del hombre en Cristo por el amor195. Todos tenemos la experiencia de que cada uno vive, en buena parte, según aquello que ama. Los hombres con afición al estudio, al deporte, a su profesión, dicen que esas actividades son su vida. De manera semejante, si un hombre busca sólo su interés, vive para sí. Y si amamos a Cristo y nos unimos a Él, viviremos por Él y para Él, de una manera tanto más profunda cuanto más hondo y verdadero sea el amor. Es más, la gracia nos configura por dentro y nos endiosa. “¿Amas la tierra? −exclama San Agustín−. Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué voy a decir? ¿Que serás dios? No me atrevo a decirlo, pero te lo dice la Escritura: Yo dije: sois dioses, y todos hijos del Altísimo (Sal 81, 6)”196.
Vamos a ver a Jesús oculto en el Sagrario, y se anulan las distancias, y hasta el tiempo pierde sus límites ante esta Presencia que es vida eterna, semilla de resurrección y pregustación del gozo celestial. Es ahí donde la vida del cristiano irradia la vida de Jesús: en medio del trabajo, en su sonrisa habitual, en el modo como lleva las contrariedades y los dolores, el cristiano refleja a Cristo. Él, que permanece en el Sagrario, se manifiesta y se hace presente a los hombres en la vida corriente del cristiano.
Sagrarios de plata y oro // que abrigáis la omnipresencia // de Jesús, nuestro tesoro, // nuestra vida, nuestra ciencia. // Yo os bendigo y os adoro // con profunda reverencia...197.
Desde hace dos mil años, el Hijo de Dios habita en medio de los hombres. “¡Él, en quien el Padre encuentra delicias inefables, en quien los bienaventurados beben una eternidad de dicha! El Verbo encarnado está ahí, en la Hostia, como en tiempo de los Apóstoles y de las muchedumbres de Palestina, con la infinita plenitud de una gracia capital, que no pide sino desbordarse sobre todos los hombres para transformarlos en Él. Habría que acercarse a este Verbo salvador con la fe de los humildes del Evangelio, que se precipitaban al encuentro de Cristo para tocar la franja de su vestidura y volvían sanos”198. Así hacemos el propósito de acercarnos nosotros.
III. A Ti se somete mi corazón por completo, y se rinde totalmente al contemplarte.
No deben desconcertarnos las apariencias sensibles. No todo lo real, ni siquiera todas las realidades creadas de este mundo, son percibidas por los sentidos, que son fuente de conocimiento, pero a la vez limitación de nuestra inteligencia. La Iglesia, en su peregrinación por este mundo hacia el Padre, posee en la Sagrada Eucaristía a la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, a la que no perciben los sentidos, que ha asumido la Humanidad Santísima de Cristo. El Verbo se hizo carne199 para habitar entre nosotros y hacernos partícipes de su divinidad. Vino para el mundo entero, y se hubiera encarnado por el menor y más indigno de los hombres. San Pablo pregustaba esta realidad con gozo, y decía: el Hijo de Dios me amó y se entregó a Sí mismo por mí200. Jesús habría venido al mundo y padecido por mí solo. Ésta es la gran realidad que llena mi vida, podemos pensar todos. En la economía de la Redención, la Eucaristía fue el medio providencial elegido por Dios para permanecer personalmente, de modo único e irrepetible, en cada uno de nosotros. Con alegría cantamos en la intimidad de nuestro corazón: Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium... Canta,
195 Cfr. santo TOMAS, Libro IV de las Sentencias, Dist. 12, q. 2, a. 2 ad 1. 196 SAN AGUSTIN, Comentario a la Carta de San Juan a los Parthos,2, 14. 197 SOR CRISTINA DE ARTEAGA, Sembrad, XCIX.
198 M. M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, Palabra, 2ª ed., Madrid 1980, p. 132.
199 Jn 1, 14.
200 Ga 2, 20.
lengua mía, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de las naciones, Hijo de Madre fecunda, derramó por rescatar al mundo201.
No está oculto Jesús. Nosotros le vemos cada día, le recibimos, le amamos, le visitamos...
¡Qué clara y diáfana es su Presencia cuando le contemplamos con una mirada limpia, llena de fe! Pensemos en cómo vamos a comulgar, quizá dentro de pocos minutos o de algunas horas, y pidamos a Dios Padre, nuestro Padre, que aumente la fe y el amor de nuestro corazón. Quizá nos pueda servir aquella oración de Santo Tomás con la que tal vez nos hemos preparado para recibir a Jesús en otras ocasiones: “Omnipotente y sempiterno Dios, me acerco al sacramento de vuestro Hijo Unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, como un enfermo al médico que le habrá de dar vida; como un inmundo acudo a la fuente de la misericordia; ciego, vengo a la luz de la eternidad; pobre y falto de todo, me presento al soberano Señor del cielo y de la tierra. Ruego a vuestra inmensa largueza se sirva sanar mis enfermedades, purificar mis manchas, iluminar mis tinieblas, enriquecer mi miseria, vestir mi desnudez. Dulcísimo Señor, concededme que reciba el Cuerpo de vuestro Hijo Unigénito, nacido de la Virgen, con tal fervor que pueda ser unido íntimamente a Él y contado entre los miembros de su Cuerpo místico”.
***
LA EUCARISTÍA, PRESENCIA SUBSTANCIAL DE CRISTO
– La transubstanciación.
– El Sagrario: presencia real de Cristo.
– Confianza y respeto ante Jesús Sacramentado.
I. Visus, tactus, gustus in te fallitur...
Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto, pero basta con el oído para creer con firmeza; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios; nada más verdadero que esta palabra de verdad202.
Cuando la vista, el gusto y el tacto juzgan sobre la presencia −verdadera, real y substancial− de Cristo en la Eucaristía fallan totalmente: ven las apariencias externas, los accidentes; perciben el color del pan o del vino, el olor, la forma, la cantidad, y no pueden concluir sobre la realidad allí presente porque les falta el dato de la fe, que llega únicamente a través de las palabras con las que nos ha sido transmitida la divina revelación: basta con el oído para creer firmemente. Por eso, cuando contemplamos con los ojos del alma este misterio inefable debemos hacerlo “con humilde reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina”203, que da a conocer esta verdadera y misteriosa realidad.
La Iglesia nos enseña que Cristo se hace realmente presente en la Sagrada Eucaristía “por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y la conversión de toda la substancia del vino en su sangre, permaneciendo solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos. La cual conversión misteriosa es llamada por la santa Iglesia conveniente y propiamente transubstanciación”204. Y la misma Iglesia nos advierte que cualquier explicación que se dé para una mayor comprensión de este misterio inefable “debe poner a salvo que, en la misma
201 Himno Pange, lingua.
202 Himno Adoro te devote, 2.
203 PABLO VI, Enc. Mysterium fidei, 3 - IX - 1965.
204 IDEM, Credo del Pueblo de Dios, 30 - VI -1968, 25.
naturaleza de las cosas, independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la consagración, han dejado de existir, de modo que el adorable cuerpo y sangre de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros, bajo las especies sacramentales de pan y de vino”205.
“Por la misma naturaleza de las cosas”, “independiente de mi espíritu”... Después de la Consagración, en el Altar o en el Sagrario en el que se reservan las Formas consagradas, Jesús está presente, aunque yo, por ceguera, no hiciera el menor acto de fe y, por dureza de corazón, ninguna manifestación de amor. No es “mi fervor” quien lo hace presente; Él está allí.
Cuando, en el siglo IV, San Cirilo de Jerusalén desea explicar esta extraordinaria verdad a los cristianos recién convertidos, se vale, a modo de ejemplo, del milagro que llevó a cabo el Señor en las bodas de Caná de Galilea, donde convirtió el agua en vino206. Se pregunta San Cirilo: si hizo tal maravilla al convertir el agua en vino, “¿vamos a pensar que es poco digno de creer el que convirtiese el vino en su Sangre? Si en unas bodas hizo este estupendo milagro, ¿no hemos de pensar con más razón que a los hijos del tálamo nupcial les dio su Cuerpo y Sangre para alimentarlos? (...). Por lo cual, no mires al pan y al vino como simples elementos comunes..., y, aunque los sentidos te sugieran lo contrario, la fe debe darte la certeza de lo que es en realidad”207; esta realidad es Cristo mismo, que, inerme, se nos entrega. Los sentidos se equivocan completamente, pero la fe nos da la mayor de las certidumbres.
II. En el milagro de Caná, el color del agua fue alterado y tomó el del vino; el sabor del agua cambió igualmente y se transformó en sabor de vino, de buen vino; las propiedades naturales del agua cambiaron... Todo cambió en aquel agua que llevaron los sirvientes a Jesús. No sólo las apariencias, los accidentes, sino el mismo ser del agua, su substancia: el agua fue convertida en vino por las palabras del Señor. Todos gustaron aquel vino excelente que pocos momentos antes era agua corriente.
En la Sagrada Eucaristía, Jesús, a través de las palabras del sacerdote, no cambia, como en Caná, los accidentes del pan y del vino (el color, el sabor, la forma, la cantidad), sino sólo la substancia, el ser mismo del pan y del vino, que dejan de serlo para convertirse de modo admirable y sobrenatural en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Permanece la apariencia de pan, pero allí ya no hay pan; se mantienen las apariencias del vino, pero allí no hay nada de vino. Ha cambiado la substancia, lo que era antes en sí misma, aquello por lo que una cosa es tal a los ojos del Creador. Dios, que puede crear y aniquilar, puede también transformar una cosa en otra; en la Sagrada Eucaristía ha querido que esta milagrosa transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo pueda ser percibida sólo por medio de la fe.
En el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces208, la substancia y los accidentes no sufrieron alteración alguna: pan y peces había al principio, y este mismo alimento fue el que comieron aquellos cinco mil hombres, quedando saciados. En Caná, el Señor transformó sin multiplicarla una cantidad de agua en otra igual de vino; en aquel lugar apartado donde le habían seguido aquellas multitudes, Jesús aumentó la cantidad, sin transformarla. En el Santísimo Sacramento, a través del sacerdote, Jesús transforma la substancia misma, permaneciendo los accidentes, las apariencias. Cristo no viene con un movimiento local, como cuando uno se traslada de un lugar a otro, al Sacramento del Altar. Se hace presente mediante esa admirable conversión del pan
205 Ibídem.
206 Cfr. SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis Mistagógicas, 4ª , 2.
207 Ibídem, 4ª , 2 y 5.
y del vino en su Cuerpo y en su Sangre. Quod non capis, // quod non vides // animosa firmat fides... Lo que no comprendes y no ves, una fe viva lo atestigua, fuera de todo el orden de la naturaleza...209.
Cristo está presente en la Sagrada Eucaristía con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Es el mismo Jesús que nació en Belén, que hubo de huir a Egipto en brazos de José y de María, el que creció y trabajó duramente en Nazaret, el que murió y resucitó al tercer día, el que ahora, glorioso, está a la derecha de Dios Padre. ¡El mismo! Pero es lógico que no pueda estar del mismo modo, aunque su presencia sea la misma. “En orden a Cristo −escribe Santo Tomás de Aquino− no es lo mismo su ser natural que su ser sacramental”210. Pero la realidad de su presencia no es menor en el Sagrario que en el Cielo: “Cristo, todo entero, está presente en su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar”211. Poco más podemos decir de esta admirable presencia.
Cuando vamos a verle, podemos decir, en el sentido estricto de las palabras: estoy delante de Jesús, estoy delante de Dios. Como lo podían decir aquellas gentes llenas de fe que se cruzaron con Él en los caminos de Palestina. Podemos decir: “Señor, miro el Sagrario y falla la vista, el tacto, el gusto..., pero mi fe penetra los velos que cubren ese pequeño Sagrario y te descubre ahí, realmente presente, esperando un acto de fe, de amor, de agradecimiento..., como lo esperabas de aquellos sobre los que derramabas tu poder y tu misericordia. Señor, creo, espero, amo”.
III. Al juzgar de Ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto... En la Sagrada Eucaristía, en verdad, los sentidos no perciben la presencia más real que existe a nuestro alrededor. Y esto es así porque se trata de la presencia de un Cuerpo glorificado y divino: es, por consiguiente, una presencia divina, “un modo de existir divino”, que difiere esencialmente de los modos de ser y de estar de los cuerpos sometidos al espacio y al tiempo.
La Eucaristía no agota los modos de presencia de Jesús entre nosotros. Él nos anunció: Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos212. Y lo está de muchas maneras. La Iglesia nos recuerda que está presente en los más necesitados, de la familia y de los que no conocemos; está presente cuando nos reunimos en su nombre213. De una manera particular, está en la Palabra divina 214. Todos estos modos de presencia son reales, pero en la Sagrada Eucaristía está la
presencia de Dios entre nosotros por excelencia, dado que en este sacramento está Cristo en su propia Persona, de una manera verdadera, real y substancial. Esta presencia −enseña Pablo VI− “se llama real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y Hombre, entero o íntegro”215.
Pensemos hoy cómo hemos de comportarnos en su presencia, con qué confianza y respeto. Meditemos si nuestra fe se vuelve más penetrante al estar delante del Sagrario, o si prevalece la oscuridad de los sentidos, que permanecen como ciegos en presencia de esta realidad divina.
¡Cuántas veces le hemos dicho a Jesús: “Creo, Señor, firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes; te adoro con profunda reverencia. ”!
Los milagros de las bodas de Caná y de la multiplicación de los panes y de los peces que antes hemos considerado, nos pueden ayudar también a sacar mayor provecho para comprender
209 Secuencia Lauda, Sion, Salvatorem.
210 santo TOMAS, Suma Teológica, 3, q. 76, a. 6.
211 PABLO VI, Enc. Mysterium fidei.
212 Mt 28, 20.
213 Cfr. Mt 18, 20.
214 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum concilium, 7.
215 PABLO VI, Enc. Mysterium fidei.
mejor este prodigio del amor divino. En uno y otro milagro, Jesús requiere la colaboración de otros. Los discípulos distribuirán el alimento a la muchedumbre y quedarán todos satisfechos. En Caná, dirá a los servidores: llenad las vasijas de agua; y ellos las llenaron hasta arriba, hasta que ya no cabía más. Si hubieran estado remisos y hubieran puesto menos agua, la cantidad de vino también habría sido menor. Algo semejante ocurre en la Sagrada Comunión. Aunque la gracia siempre es inmensa y el honor inmerecido, Jesús pide también nuestra colaboración; nos invita a corresponder, con nuestra propia devoción, a la gracia que recibimos, nos recompensa en la proporción en que encuentra en nuestros corazones esa buena disposición que nos pide. El deseo cada vez mayor, la limpieza de nuestro corazón, las comuniones espirituales, la presencia eucarística a lo largo del día y de modo particular al pasar cerca de un Sagrario..., nos capacitarán para llenarnos de más gracia, de más amor, cuando Jesús venga a nuestro corazón.
***
COMO EL LADRÓN ARREPENTIDO
– Los Sagrarios de nuestro camino habitual.
– Imitar al Buen Ladrón.
– Purificación de nuestras faltas.
I. In Cruce latebat sola Deitas... En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí se esconde también la humanidad; creo y confieso ambas cosas, y pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
El Buen Ladrón supo ver en Jesús moribundo al Mesías, al Hijo de Dios. Su fe, por una gracia extraordinaria de Dios, venció la dificultad que representaban aquellas apariencias, que sólo hablaban de un ajusticiado. La divinidad se había ocultado a los ojos de todos, pero aquel hombre podía al menos contemplar la Humanidad Santísima del Salvador: su mirar amabilísimo, el perdón derramado a manos llenas sobre quienes le insultaban, su silencio conmovedor ante las ofensas. Jesús, también en la Cruz, en medio de tanto sufrimiento, derrocha amor.
Nosotros miramos a la Hostia santa y nuestros ojos nada perciben: ni la mirada amable de Jesús, ni su compasión... Pero con la firmeza de la fe, le proclamamos nuestro Dios y Señor. Muchas veces, expresando la seguridad de nuestra alma y nuestro amor, le hemos dicho: Creo, Señor, firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes... Tu mirada es tan amable como la que contempló el Buen Ladrón y tu compasión sigue siendo infinita. Sé que estás atento a la menor de mis peticiones, de mis penas y de mis alegrías.
Jesús, de distinto modo, está igualmente presente en el Cielo y en la Hostia consagrada. “No hay dos Cristos, sino uno solo. Nosotros poseemos, en la Hostia, al Cristo de todos los misterios de la Redención: al Cristo de la Magdalena, del hijo pródigo y de la Samaritana, al Cristo del Tabor y de Getsemaní, al Cristo resucitado de entre los muertos, sentado a la diestra del Padre (...). Esta maravillosa presencia de Cristo en medio de nosotros debería revolucionar nuestra vida (...); está aquí con nosotros: en cada ciudad, en cada pueblo”216. Todos los días, quizá al transitar por la calle, pasamos cerca, a pocos metros de donde Él se encuentra. ¿Cuántos actos de fe se habrán hecho a esa hora de la mañana o de la tarde delante de ese Sagrario, desde la misma calle o entrando unos instantes donde Él está? ¿Cuántos actos de amor?... ¡Qué pena si nosotros pasáramos de largo! Jesús no es indiferente a nuestra fe y a nuestro amor. No seas tan ciego o tan atolondrado que dejes de
216 M. M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, p. 116.
meterte dentro de cada Sagrario cuando divises los muros o torres de las casas del Señor. −Él te espera217. ¡Cuánto bien nos hace este consejo lleno de sabiduría y de piedad!
Jesús escuchó emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Era la voz de un ladrón que, aun estando Dios tan oculto, le supo ver y le confesó en voz alta, y además le dio a conocer a su compañero. El encuentro con Jesús le llevó al apostolado.
El amor rechaza la ceguera y el atolondramiento, la tibieza. Ese amor vivo −quizá expresado en una jaculatoria encendida− hemos de tener nosotros cuando queden ya pocos instantes para recibir a Jesús en la Sagrada Comunión y cuando pasemos cerca de un Sagrario, camino del trabajo. Y nuestra alma se llenará de gozo. ¿No te alegra si has descubierto en tu camino habitual por las calles de la urbe ¡otro Sagrario!?218. ¡Es la alegría de todo encuentro deseado! Si nos late el corazón más de prisa cuando divisamos a una persona amada a lo lejos, ¿vamos a pasar indiferentes ante un Sagrario?
II. Pido lo que pidió el ladrón arrepentido... Jesús, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino219.
Con una jaculatoria −¡tan grande fue su fe!− mereció el Buen Ladrón purificar toda su vida. Llamó a Jesús por su nombre, como hemos hecho nosotros tantas veces. Y Él “siempre da más de lo que se le pide. Aquél pedía que el Señor se acordara de él cuando estuviera en su Reino, y el Señor le contestó: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso; y es que la vida verdadera consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está su reino”220[5]. Es tan grande el deseo del Maestro de tenernos con Él en la gloria, que nos da su Cuerpo como anticipo de la vida eterna.
Hemos de imitar a aquel hombre que reconoció sus faltas221 y supo merecer el perdón de sus culpas y su completa purificación. He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: peto quod petivit latro poenitens, y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido!
Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo222. ¡Si nosotros, delante del mismo Jesús, consiguiéramos aborrecer sinceramente todo pecado venial deliberado y purificar ese fondo del alma en el que hay tantas cosas que oscurecen la imagen de Jesús: egoísmos, pereza, sensualidad, apegamientos desordenados...! “Jesús en el Sacramento es esta fuente abierta a todos, donde siempre que queramos podemos lavar nuestras almas de todas las manchas de los pecados que cada día cometemos”223.
La Comunión frecuente, realizada con las debidas disposiciones, nos llevará a desear una Confesión también frecuente y contrita, y esta mayor pureza de corazón crea, a su vez, unos vivos deseos de recibir a Jesús Sacramentado224. El mismo sacramento eucarístico, recibido con fe y amor, purifica el alma de sus faltas, debilita la inclinación al mal, la diviniza y la prepara para los grandes ideales que el Espíritu Santo inspira en el alma del cristiano.
Pidamos al Señor un gran deseo de purificarnos en esta vida para que podamos librarnos del Purgatorio y estar cuanto antes en la compañía de Jesús y de María: “¡Ojalá, Jesús mío, fuera verdad
217 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 269.
218 Ibídem, n. 270.
219 Lc 23, 42.
220 SAN AMBROSIO, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in loc.
221 Cfr. Lc 23, 41.
222 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Vía Crucis, Rialp, Madrid 1981, XII, n. 4.
223 SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Visitas al Santísimo Sacramento, 20.
224 Cfr. JUAN PABLO II, Alocución a la Adoración Nocturna, Madrid 31 - X - 1982.
que yo nunca os hubiera ofendido! Pero ya que el mal está hecho, os ruego que os olvidéis de los disgustos que os he causado y, por la muerte amarga que por mí habéis padecido, llevadme a vuestro reino después de la muerte; y mientras la vida me dure haced que vuestro amor reine siempre en mi alma”225. Ayúdame, Señor, a aborrecer todo pecado venial deliberado; dame un gran amor a la Confesión frecuente.
III. El Santo Cura de Ars recoge en sus sermones la piadosa leyenda de San Alejo, y saca unas consecuencias acerca de la Eucaristía. Se cuenta de este Santo que un día, oyendo una particular llamada del Señor, dejó su casa y vivió lejos como un humilde pordiosero. Pasados muchos años, regresó a su ciudad natal flaco y desfigurado por las penitencias y, sin darse a conocer, recibió albergue en el mismo palacio de sus padres. Diecisiete años vivió bajo la escalera. Al morir y ser amortajado el cuerpo, la madre reconoció al hijo y exclamó llena de dolor: “¡Oh, hijo mío, qué tarde te he conocido...!”.
El Santo Cura de Ars comentaba que el alma, al salir de esta vida, verá por fin a Aquel que poseía cada día en la Sagrada Eucaristía, a quien hablaba, con el que se desahogaba cuando ya no podía con sus penas. Ante la vista de Jesús glorioso, el alma poco enamorada, de fe escasa, tendrá que exclamar: ¡Oh Jesús, que pena haberte conocido tan tarde...!, habiéndote tenido tan cerca.
Cuando estemos delante del Sagrario o miremos la Hostia Santa sobre el Altar hemos de vera Cristo allí presente, el mismo de Belén y de Cafarnaún, el que resucitó al tercer día de entre los muertos y ahora está glorioso a la diestra de Dios Padre. Tantum ergo Sacramentum // veneremur cernui... Adoremos de rodillas este Sacramento −nos invita la liturgia−; y el Antiguo Testamento ceda el lugar al nuevo rito: la fe supla la flaqueza de nuestros sentidos226. Una fe firme y llena de amor.
Jesús nos reveló que los limpios de corazón verán a Dios227. Esta visión comienza ya aquí en la tierra y alcanza su perfección y plenitud en el Cielo. Cuando el corazón se llena de suciedad, se oscurece y desdibuja la figura de Cristo y se empobrece la capacidad de amar. Ese Cristo, que tú ves, no es Jesús. −Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios...
−Purifícate. Clarifica tu mirada con la humildad y la penitencia. Luego... no te faltarán las limpias luces del Amor. Y tendrás una visión perfecta. Tu imagen será realmente la suya: ¡Él!228. Le reconoceremos, como el Buen Ladrón, en cualquier circunstancia.
¡Qué alegría tener a Cristo tan cerca!... y verle... y amarle... y servirle. Él nos escucha cuando en la intimidad de nuestra oración le decimos: Señor, acuérdate de mí, desde el Cielo y desde ese Sagrario más cercano donde estás también realmente presente. Para que purifiquemos en esta vida la huella dejada por los pecados, Él nos mueve a una mayor penitencia y a un amor más grande al sacramento del perdón, a aceptar los dolores y contrariedades de la vida con espíritu de reparación, a buscar esas pequeñas mortificaciones que vencen el propio egoísmo, que ayudan a los demás, que permiten una mayor perfección en nuestra tarea diaria.
Si somos fieles a estas gracias, el día último de nuestra vida aquí en la tierra, quizá dentro de no mucho tiempo, oiremos a Jesús que nos dice: Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Y le veremos y le amaremos con un gozo sin fin.
225 SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Meditaciones sobre la Pasión, Meditación XII, para el Miércoles Santo, 1.
226 Himno Tantum ergo.
227 Cfr. Mt 5, 8.
228 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 212.
Al terminar nuestra oración le decimos a Jesús Sacramentado: Ave verum Corpus natum ex María Virgine... Salve, verdadero Cuerpo, nacido de María Virgen... Haz que te gustemos en el trance de la muerte. Al Ángel Custodio le pedimos que nos recuerde la cercanía de Cristo, para que jamás pasemos de largo. Y nuestra Madre Santa María, si acudimos a Ella, acrecentará la fe y nos enseñará a tratarle con más delicadeza, con más amor.
***
LAS LLAGAS QUE VIO TOMÁS
– Fe con obras.
– Fe y Eucaristía.
– Trato con Jesús presente en el Sagrario.
I. Plagas, sicut Thomas, non intueor, Deum tamen meum te confiteor... No veo las llagas como las vio Tomás, pero confieso que eres mi Dios; haz que yo crea más y más en Ti, que en Ti espere, que te ame. Tomás no estaba presente cuando se apareció Jesús a sus discípulos. Y a pesar del testimonio de todos, que le aseguraban con firmeza: ¡Hemos visto al Señor!229, este Apóstol se resistió a creer en la Resurrección del Maestro: Si no veo la señal de los clavos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos, y mi mano en su costado, no creeré230.
Ocho días más tarde, el Señor se apareció de nuevo a sus discípulos. Tomás está ya entre ellos. Entonces Jesús se dirigió al Apóstol y, en un tono de reconvención singularmente amable, le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Ante tanta delicadeza de Jesús, el discípulo exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!231. Era un acto de fe y de entrega. La respuesta de Tomás no fue una simple exclamación de sorpresa, era una afirmación, un profundo acto de fe en la divinidad de Jesucristo. ¡Señor mío y Dios mío! Estas palabras pueden servir como una espléndida jaculatoria; quizá nosotros la hemos repetido muchas veces en el momento de la Consagración o al hacer una genuflexión ante el Sagrario. En ese acto de fe también nosotros queremos decirle a Jesús que creemos firmemente en su presencia real allí y que puede disponer de nuestra vida entera.
Nosotros no vemos ni tocamos las llagas sacratísimas de Jesús, como Tomás, pero nuestra fe es firme como la del Apóstol después de ver al Señor, porque el Espíritu Santo nos sostiene con su constante ayuda. “Y −comenta San Gregorio Magno− nos alegra mucho lo que sigue: Bienaventurados los que sin haber visto creyeron. Sentencia en la que, sin duda, estamos incluidos nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque sólo cree de verdad el que practica lo que cree”232.
Cuando estemos delante del Sagrario, miremos a Jesús, que se dirige a nosotros para fortalecer la fe, para que ésta se manifieste en nuestros pensamientos, palabras y obras: en el modo de juzgar a otros con un espíritu amplio, lleno de caridad; en la conversación que anima siempre a los demás a ser personas honradas, a seguir a Jesús de cerca; en las obras, siendo ejemplares en terminar con perfección lo que tenemos encomendado, huyendo de las chapuzas, de los trabajos y obras mal acabadas. Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro. Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: Mete aquí tu dedo, y registra mis manos (...); y, con el
229 Jn 20, 25.
230 Ibídem.
231 Jn 20, 26 - 29.
Apóstol, saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por Maestro, y ya para siempre −con tu auxilio− voy a atesorar tus enseñanzas y me esforzaré en seguirlas con lealtad233.
II. Jesús aseguró a Tomás que eran más dichosos aquellos que sin ver con los ojos de la carne tienen, sin embargo, esa aguda visión de la fe. Por eso les anunció durante la Última Cena: Conviene que Yo me vaya234. Cuando estaba con sus discípulos y recorría los caminos de Palestina, la divinidad de Jesús estaba lo suficientemente oculta para que ellos ejercitaran constantemente la fe. Ver, oír, tocar significan poco si la gracia no actúa en el alma y no se tiene el corazón limpio y dispuesto para creer. Ni siquiera los milagros por sí mismos determinan a la fe si no hay buenas disposiciones. Después de la resurrección de Lázaro muchos judíos creyeron en Jesús, pero otros fueron a ver a los fariseos con ánimo de perderle235. El resultado de la reunión del Sanedrín, que tuvo lugar a raíz de estos testimonios, se concreta en una frase recogida por San Juan: Desde aquel día decidieron darle muerte236.
En el fondo, la suerte de aquellos que estuvieron con Él, le vieron, le oyeron y le hablaron es la misma que la nuestra. Lo que decide es la fe. Por eso escribe Santa Teresa que “cuando oía decir a algunas personas que quisieran ser en el tiempo que andaba Cristo nuestro bien en el mundo, se reía entre sí, pareciéndome que teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, qué más se les daba”237.
Y el Santo Cura de Ars señala que incluso nosotros tenemos más suerte que aquellos que vivieron con Él durante su vida terrena, pues a veces habían de andar horas o días para encontrarle, mientras nosotros le tenemos tan cerca en cada Sagrario238. Normalmente es bien poco lo que hemos de esforzarnos para encontrar al mismo Jesús.
Al Señor le vemos en esta vida a través de los velos de la fe, y un día, si somos fieles, le veremos glorioso, en una visión inefable. “Después de esta vida desaparecerán todos los velos para que podamos ver cara a cara”239. Todo ojo le verá240, nos dice San Juan en el Apocalipsis, y sus siervos le servirán y verán su rostro241. Mientras tanto, en esta vida, creemos en Él y le amamos sin haberle visto242. Pero un día le veremos con su cuerpo glorificado, con aquellas santísimas llagas que mostró a Tomás. Ahora le confesamos como a nuestro Dios y Señor: ¡Señor mío y Dios mío!, le diremos tantas veces. En este rato de oración le pedimos: Haz que yo crea más y más en Ti, con una fe más firme; que en Ti espere con una esperanza más segura y alegre; que te ame con todo mi ser.
Hoy, al considerar una vez más esa proximidad de Jesús en la Sagrada Eucaristía, hacemos el propósito de vivir muy unidos al Sagrario más cercano. Nos ayudará saber cuál es el más próximo a nuestro lugar de trabajo o a nuestro hogar. Tendremos siempre esta referencia en nuestro corazón: cuando practicamos algún deporte, mientras viajamos..., pues “es muy buena compañía la del buen Jesús para no separarnos de ella y de su sacratísima Madre”243, siempre cerca de su Hijo.
233 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, 145.
234 Jn 16, 7.
235 Cfr. Jn 11, 45 - 46.
236 Jn 11, 53.
237 SANTA TERESA, Camino de perfección,34, 6.
238 Cfr. santo CURA DE ARS, Sermón sobre el Jueves Santo.
239 SAN AGUSTIN, en Catena Aurea, vol. VIII, p. 86.
240 Ap 1, 7.
241 Ap 22, 4.
242 Cfr. 1P 1, 8.
243 SANTA TERESA, Moradas,6,7, 13.
Acude perseverantemente ante el Sagrario, de modo físico o con el corazón, para sentirte seguro, para sentirte sereno: pero también para sentirte amado..., ¡y para amar!244.
III. Cuando Jesús iba a un lugar, sus amigos fieles estaban pendientes de su llegada. No podía ser de otro modo. Nos narra San Lucas que, en cierta ocasión, Jesús llegaba a Cafarnaún, en barca, desde la orilla opuesta y todos estaban esperándole245. Nos imaginamos a cada uno de ellos con su propia alegría esperando al Maestro, con las peticiones que querían hacerle, con su anhelo por estar con Él. Allí −dice el Evangelista− hizo dos portentosos milagros: la curación de una mujer que se atrevió a tocar la orla de su vestido, y la resurrección de la hija de Jairo. Pero todos se sintieron confortados por las palabras de Jesús, por una mirada o por una pregunta acerca de los suyos... Quizá alguno se decidió aquel día a seguirle con más generosidad. Los amigos estaban atentos al Amigo.
Nosotros, que no le vemos físicamente, estamos tan cerca de Él como aquellos que le esperaban y salían a su encuentro al desembarcar. También nosotros hemos de cobrar cada vez más un sentido vivo de su presencia en nuestras ciudades y pueblos. Hemos de tratarle −Él lo quiere así− como a nuestro Dios y Señor, pero también como al Amigo por excelencia. Cristo, Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver sólo entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace desear su compañía definitiva246.
Cada día salimos a su encuentro. Y Él nos espera. Y nos echa de menos si alguna vez −¡qué enorme pena!− nos olvidáramos de tratarle con intimidad, “sin anonimato”, con la misma realidad con la que tratamos a otras personas que encontramos en el trabajo, en el ascensor o en la calle. Para hallarle, poca ayuda vamos a recibir de los sentidos, en los que tanto solemos apoyarnos en la vida corriente. Muchas veces nos sentiremos “como ciegos delante del Amigo”247, y esa oscuridad inicial se irá transformando en una claridad que jamás tuvieron los sentidos. Dice Santa Teresa que fue tanta la humildad del buen Jesús, que quiso como pedir licencia para quedarse con nosotros248. ¿Cómo no vamos a agradecerle tanta bondad, tanto amor?
Le decimos al terminar nuestra oración: Señor, te trataríamos aunque tuviésemos que hacer muchas antesalas, aunque hubiera que pedir muchas audiencias. ¡Pero no hay que pedir ninguna! Eres tan todopoderoso, también en tu misericordia, que, siendo el Señor de los señores y el Rey de los que dominan, te humillas hasta esperar como un pobrecito que se arrima al quicio de nuestra puerta. No aguardamos nosotros; nos esperas Tú constantemente.
Nos esperas en el Cielo, en el Paraíso. Nos esperas en la Hostia Santa. Nos esperas en la oración. Eres tan bueno que, cuando estás ahí escondido por Amor, oculto en las especies sacramentales −yo así lo creo firmemente−, al estar real, verdadera y sustancialmente, con tu Cuerpo y tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad, también está la Trinidad Beatísima: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Además, por la inhabitación del Paráclito, Dios se encuentra en el centro de nuestras almas, buscándonos249. No le hagamos esperar nosotros. Y nuestra Madre Santa María nos anima constantemente a salir a su encuentro. ¡Cómo hemos de cuidar la diaria Visita al Santísimo!
***
244 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 837.
245 Lc 8, 40.
246 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 116.
247 PABLO VI, Audiencia general 13 - I - 1971.
248 Cfr. SANTA TERESA, Camino de perfección,33, 2.
249 S. BERNAL. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1976, p. 318.
ALIMENTO PARA LOS DÉBILES
– La Sagrada Eucaristía, memorial de la Pasión.
– El Pan vivo.
– Sustento para el camino. Deseos grandes de recibir la Comunión. Evitar toda rutina.
I. O memoriale mortis Domini! Panis vivus... ¡Oh memorial de la muerte del Señor, Pan vivo que das la vida al hombre, concede a mi alma que viva de ti, y que saboree siempre tu dulzura250. Desde los inicios de la Iglesia, los cristianos conservaron como un tesoro las palabras que el Señor pronunció en la Última Cena, por las que el pan y el vino se convirtieron por vez primera en su Cuerpo y en su Sangre sacratísima. Unos años después de aquella noche grande en que fue instituida la Sagrada Eucaristía, San Pablo recordaba a los primeros cristianos de Corinto lo que ya les había enseñado. Él mismo dice que recibió esta doctrina del Señor, es decir, de una tradición guardada celosamente, que se remontaba hasta el mismo Jesús. Dice el Apóstol: Porque yo recibí del Señor lo que también os transmití (esto es la tradición de la Iglesia: “recibir” y “transmitir”): que el Señor Jesús, la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en conmemoración mía. Y de la misma manera, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en conmemoración mía251. Son substancialmente las mismas palabras que cada sacerdote repite al hacer presente a Cristo sobre el altar.
Haced esto en conmemoración mía. La Santa Misa, la renovación incruenta del sacrificio del Calvario, es un banquete en el que el mismo Cristo se da como alimento, y un recuerdo −un memorial− que se hace realidad en cada altar en el que se renueva el misterio eucarístico252. La palabra conmemoración tiene un sentido distinto del recuerdo subjetivo de un hecho o de un acontecimiento que hacemos presente trayéndolo de nuevo a la memoria. El Señor no encarga a los Apóstoles y a la Iglesia que recuerden simplemente aquel acontecimiento que presencian, sino que lo actualicen. La palabra conmemoración toma su sentido de un término hebreo que se usaba para designar la esencia de la fiesta de la Pascua, como recuerdo o memorial de la salida de Egipto y del pacto o alianza que Dios había hecho con su Pueblo. Con el rito pascual los israelitas no solamente recordaban un acontecimiento pasado, sino que tenían conciencia de actualizarlo y de revivirlo, para participar en él a lo largo de las generaciones253. En la cena pascual se actualizaba el pacto que Dios había hecho con ellos en el Sinaí. Cuando Jesús dice a los suyos haced esto en conmemoración mía, no se trata, pues, de recordar meramente la cena pascual de aquella noche, sino de renovar su propio sacrificio pascual del Calvario, que está ya presente, anticipadamente, en aquella Cena última. Enseña Santo Tomás que “Cristo instituyó este sacramento como el memorial perenne de su pasión, como el cumplimiento de las antiguas figuras y la más maravillosa de sus obras; y lo dejó a los suyos como singular consuelo en las tristezas de su ausencia”254.
La Santa Misa es el memorial de la Muerte del Señor, en el que tiene lugar, realmente, el banquete pascual, “en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da en prenda la gloria venidera”255.
250 Himno Adoro te devote, 5.
251 1Co 11, 23 - 25.
252 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum concilium, 47.
253 Cfr. SAGRADA BIBLIA, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA, Pamplona 1984, nota a 1Co 11, 24; cfr. L. BOUYER, Diccionario de Teología, voz MEMORIAL, p. 441.
254 santo TOMAS, Sermón para la fiesta del Corpus Christi.
255 CONC. VAT. II, loc. cit.
Meditando en la Sagrada Eucaristía, nos unimos a la oración que nos propone la liturgia: Oh Dios, que en este Sacramento admirable nos dejaste el memorial de tu Pasión, te pedimos nos concedas venerar de tal modo los Sagrados Misterios de tu Cuerpo y de tu Sangre, que experimentemos constantemente en nosotros el fruto de tu Redención.
II. Tú les diste pan del Cielo256, había escrito el salmista, pensando en aquella maravilla, blanca como el rocío, que un día encontraron los israelitas en el desierto cuando las provisiones escaseaban. Pero aquello, como lo declara el Señor en la sinagoga de Cafarnaún, no era el verdadero Pan del Cielo. En verdad os digo, que no os dio Moisés pan del Cielo, sino que mi Padre os da el verdadero Pan del Cielo. Pues el Pan de Dios es el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo. Ellos le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan257.
La verdadera realidad está en el Cielo; aquí encontramos muchas cosas que consideramos como definitivas y en realidad son copias pasajeras en relación con las que nos aguardan. Cuando, por ejemplo, Jesús habla a la samaritana del agua viva, no quiere decir agua fresca o agua corriente, como al principio supone la mujer; quiere indicarnos que no sabremos lo que realmente quiere decir agua hasta que tengamos experiencia directa de aquella realidad de la gracia de la cual el agua es sólo una pálida imagen258.
Lo mismo ocurre con el pan, que durante muchos siglos ha sido alimento básico, y a veces casi único, para el sustento de muchos pueblos. El pan que sirve de alimento y el maná que recogían cada día los israelitas en el desierto son signos e imágenes desvaídas para que pudiéramos entender lo que debe representar la Eucaristía, Pan vivo queda la vida al hombre, en nuestra existencia. Quienes oyen a Jesús saben que el maná que sus antepasados recogían todas las mañanas259 era símbolo de los bienes mesiánicos; por eso, en aquella ocasión pidieron a Jesús un portento semejante. Pero no podían sospechar que el maná era figura del don inefable de la Eucaristía, el pan que ha bajado del Cielo y da la Vida al mundo260. “Aquel maná caía del cielo, éste está por encima del Cielo; aquél era corruptible, éste no sólo es ajeno a toda corrupción sino que comunica la incorrupción a todos los que lo comen con reverencia (...). Aquello era la sombra, esto es la realidad”261.
Este sacramento admirable es sin duda la acción más amorosa de Jesús, que se entrega no ya a la humanidad entera sino a cada hombre en particular. La Comunión es siempre única e irrepetible; cada una es un prodigio de amor; la del día de hoy es siempre diferente a la de ayer; nunca se repite del mismo modo la delicadeza de Jesús con nosotros, y tampoco se debe repetir el amor que se renueva incesantemente, sin rutina, cuando nos acercamos al banquete eucarístico.
Ecce panis angelorum... He aquí el pan de los ángeles, hecho alimento de los caminantes; es verdaderamente el Pan de los hijos, que no debe ser echado a los perros262, canta la liturgia. Día tras día, año tras año, es nuestro alimento indispensable. El Profeta Elías realizó un viaje a través del desierto que duró cuarenta días con la energía que le proporcionó una sola comida que le fue enviada por el ángel del Señor263. Y a los cristianos que vivan en lugares donde les sea imposible comulgar,
256 Sal 78, 24; 104, 40.
257 Jn 6, 32 - 34.
258 Cfr. R. A. KNOX, Sermones pastorales, Rialp, Madrid 1963, pp. 432 ss .
259 Cfr. Ex 16, 13 ss.
260 Cfr. Jn 6, 33.
261 SAN AMBROSIO, Tratado sobre los misterios, 48.
262 Secuencia Lauda, Sion, Salvatorem.
263 Cfr. 3 R 19, 6.
el Señor les otorgará las gracias necesarias, pero normalmente la Sagrada Eucaristía es la que restablecerá nuestra debilidad en cada día de marcha por esta tierra en la que nos encontramos como peregrinos.
III. Pan vivo que das la vida al hombre, concede a mi alma que viva de Ti, y que saboree
siempre tu dulzura.
Jesucristo, que se nos da en la Eucaristía, es nuestro alimento absolutamente imprescindible. Sin Él, muy pronto caemos en una extrema debilidad. “La comida material primero se convierte en el que la come y, en consecuencia, restaura sus pérdidas y acrecienta sus fuerzas vitales. La comida espiritual, en cambio, convierte en sí al que la come, y así el efecto propio de este sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que no viva él sino Cristo en él; y, en consecuencia, tiene el doble efecto de restaurar las pérdidas espirituales causadas por los pecados y deficiencias, y de aumentar las fuerzas de las virtudes”264.
Él nos fortalece para caminar, pues cada jornada recorremos un trozo de camino que nos acerca al Cielo. Dios, al final de la vida, debe encontrarnos en la plenitud del amor. Pero “el alimento para la marcha está destinado precisamente a la marcha y tenéis que haber estirado bien los músculos si queréis disfrutarlo. No hay nada que resulte más insípido que la comida de una excursión que, a causa del mal tiempo, habéis tenido que comer en casa. Tienes que ceñirte la cintura, dice Nuestro Señor; tenemos que ser peregrinos bona fide si queremos encontrar el alimento adecuado en la Sagrada Eucaristía”265. Nuestros deseos de mejorar cada día −de estar en cada jornada un poco más cerca del Señor− son la mejor preparación para la Comunión. El “hambre de Dios”, los deseos de santidad nos impulsan a tratar a Jesús con esmero, a desear vivamente que llegue el momento de acercarnos a recibirle; contaremos entonces las horas... y los minutos que faltan para tenerlo en nuestro corazón. Acudiremos al Ángel Custodio para que nos ayude a prepararnos bien, a dar gracias. Nos dará pena que pase tan deprisa ese rato en que Jesús Sacramentado permanece en el alma después de haber comulgado. Y durante el día nos acordaremos con nostalgia de aquellos momentos en que tuvimos a Jesús tan cerca que nos identificamos con Él, y esperaremos, impacientes, que llegue la nueva oportunidad de recibirle. ¡No permitamos jamás que se metan la rutina ni la dejadez ni la precipitación en estos instantes que son los más grandes de la vida del hombre!
Es de bien nacido el ser agradecido, y nosotros debemos agradecer a Jesús el hecho maravilloso de que se nos entregue Él mismo. ¡Que venga a nuestro pecho el Verbo encarnado!...
¡Que se encierre, en nuestra pequeñez, el que ha creado cielos y tierra!... La Virgen María fue concebida inmaculada para albergar en su seno a Cristo. Si la acción de la gracia ha de ser proporcional a la diferencia entre el don y los méritos, ¿no deberíamos convertir todo nuestro día en una Eucaristía continua? No os alejéis del templo apenas recibido el Santo Sacramento. ¿Tan importante es lo que os espera, que no podéis dedicar al Señor diez minutos para decirle gracias? No seamos mezquinos. Amor con amor se paga266. ¡No tengamos jamás prisa al dar gracias a Jesús después de la Comunión! ¡Nada es más importante que saborear esos minutos con Él!
***
“SEÑOR JESÚS, LÍMPIAME...”
264 santo TOMAS, Comentario al IV Libro de las Sentencias, d. 12, q. 2, a. 11.
265 R. A. KNOX, o. c. , p. 469.
266 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Amar a la Iglesia, pp. 78 - 79.
– La entrega de Cristo en la Cruz, renovada en la Eucaristía, purifica nuestras flaquezas.
– Jesús en Persona viene a curarnos, a consolarnos, a darnos fuerzas.
– La Humanidad Santísima de Cristo en la Eucaristía.
I. Pie pellicane, Iesu Domine, me immundum munda tuo sanguine... Señor Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre, de la que una sola gota puede salvar de todos los crímenes al mundo entero267.
Cuenta una vieja leyenda que el pelícano devolvía la vida a sus hijos muertos hiriéndose a sí mismo y rociándolos con su sangre268. Esta imagen fue aplicada desde muy antiguo a Jesucristo por los cristianos. Una sola gota de la Sangre Santísima de Jesús, derramada en el Calvario, hubiera bastado para reparar por todos los crímenes, odios, impurezas, envidias..., de todos los hombres de todos los tiempos, de los pasados y de los que han de venir. Pero Cristo quiso más: derramó hasta la última gota de su Sangre por la humanidad y por cada hombre, como si sólo hubiera existido él en la tierra:... éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados, dirá Jesús en la Última Cena, y repite cada día el sacerdote en la Santa Misa, renovando este sacrificio del Señor hasta el fin de los tiempos. Al día siguiente, en el Calvario, cuando había ya entregado su vida al Padre, uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua269, la última que le quedaba. Los Padres de la Iglesia ven brotar los sacramentos y la misma vida de la Iglesia de este costado abierto de Cristo: “¡Oh muerte queda vida a los muertos! −exclama San Agustín−. ¿Qué cosa más pura que esta sangre? ¿Qué herida más saludable que ésta?”270. Por ella somos sanados.
Santo Tomás de Aquino, comentando este pasaje del Evangelio, resalta que San Juan señala de un modo significativo aperuit, non vulneravit, que abrió el costado, no que lo hirió, “porque por este costado se abrió para nosotros la puerta de la vida eterna”271. Todo esto ocurrió −afirma el Santo en el mismo lugar− para mostrarnos que a través de la Pasión de Cristo conseguimos el lavado de nuestros pecados y manchas.
Los judíos consideraban que en la sangre estaba la vida. Jesús derrama su sangre por nosotros, entrega su vida por la nuestra. Ha demostrado su amor por nosotros al lavarnos de nuestros pecados con su propia sangre y resucitarnos a una vida nueva272. San Pablo afirma que Jesús fue expuesto públicamente por nosotros en la Cruz: colgaba allí como un anuncio para llamar la atención de todo el que pasara delante. Para llamar nuestra atención. Por eso le decimos hoy, en la intimidad de la oración: Señor Jesús, bondadoso pelícano, a mí, inmundo, que me encuentro lleno de flaquezas, límpiame con tu sangre...
II. El Señor viene en la Sagrada Eucaristía como Médico para limpiar y sanar las heridas que tanto daño hacen al alma. Cuando hemos ido a visitarlo, nos purifica su mirada desde el Sagrario. Pero cada día, si queremos, hace mucho más: viene a nuestro corazón y lo llena de gracias. Antes de comulgar, el sacerdote nos presenta la Sagrada Forma y nos repite unas palabras que recuerdan las que el Bautista dijo al oído de Juan y de Andrés, señalando a Jesús que pasaba: Éste es el Cordero de
267 Himno Adoro te devote.
268 Cfr. SAN ISIDORO DE SEVILLA, Etimologías,12,7, 26, BAC, Madrid 1982, p. 111.
269 Jn 19, 34.
270 SAN AGUSTIN, Tratado sobre el Evangelio de San Juan,120, 2.
271 santo TOMAS, Lectura sobre el Evangelio de San Juan, in loc., n. 2458 .
272 Cfr. Ap 1, 5.
Dios que quita el pecado del mundo. Y los fieles responden con aquellas otras del centurión de Cafarnaún, llenas de fe y de amor: Señor, no soy digno de que entres en mi casa... En aquella ocasión, Jesús se limitó a curar a distancia al siervo de este gentil, lleno de una fe grande. Pero en la Comunión, a pesar de que le decimos a Jesús que no somos dignos, que nunca tendremos el alma suficientemente preparada, Él desea llegar en Persona, con su Cuerpo y su Alma, a nuestro corazón manchado por tantas indelicadezas. Todos los días repite las palabras que dirigió a sus discípulos al comenzar la Última Cena: Desiderio desideravi... He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros...273. ¡Cómo puede llenar nuestro corazón de gozo y de amor el meditar con frecuencia el inmenso deseo que tiene Jesús de venir a nuestra alma!
Bien se puede pensar que “el milagro de la transubstanciación se ha realizado exclusivamente para vosotros. Jesús vino y habitó sólo para vosotros (...). Ningún intermediario, ningún agente secundario nos comunicará la influencia que nuestra alma necesita; vendrá Él mismo. ¡Cuánto debe querernos para hacer esto! ¡Qué decidido debe estar a que por parte suya no falte nada, que no tengamos ninguna excusa para rechazar lo que nos ofrece, cuando lo trae Él mismo! ¡Y nosotros tan ciegos, tan vacilantes, tan desdeñosos, tan poco dispuestos a darnos plenamente a Aquel que se da totalmente a nosotros!”274.
Las faltas y miserias cotidianas, de las que nadie está nunca libre, no son obstáculo para recibirla Comunión. “No por reconocernos pecadores hemos de abstenernos de la Comunión del Señor, sino más bien a prestarnos a ella cada vez con mayor deseo. Para remedio del alma y purificación del espíritu, pero con tal humildad y tal fe que, juzgándonos indignos de recibir tan gran favor, vayamos más bien a buscar el remedio de nuestras heridas”275. Sólo los pecados graves impiden la digna recepción de la Sagrada Eucaristía, si antes no ha tenido lugar la Confesión sacramental, en la que el sacerdote, haciendo las veces de Cristo, perdona los pecados.
La Redención, su Sangre derramada, se nos aplica de muchas maneras. De modo muy particular en la Santa Misa, renovación incruenta del sacrificio del Calvario. En el momento de la Comunión de manos del sacerdote, el alma se convierte en un segundo Cielo, lleno de resplandor y de gloria, ante el cual los ángeles sienten sorpresa y admiración. Cuando le recibas, dile: Señor, espero en Ti; te adoro, te amo, auméntame la fe. Sé el apoyo de mi debilidad, Tú, que te has quedado en la Eucaristía, inerme, para remediar la flaqueza de las criaturas276.
III. ...Me immundum, munda tuo sanguine...”, a mí, inmundo, límpiame con tu sangre... Debemos pedir al Señor un gran deseo de limpieza en nuestro corazón. Al menos como aquel leproso que un día, en Cafarnaún, se postró delante de Él y le suplicó que le limpiara de su enfermedad, que debía de estar ya muy avanzada, pues el Evangelista dice que estaba cubierto de lepra277. Y Jesús extendió su mano, tocó su podredumbre, y dijo: Quiero, queda limpio. Y al instante desapareció de él la lepra. Y eso hará el Señor con nosotros, pues no solamente nos toca sino que viene a habitar en nuestra alma y derrama en ella sus gracias y dones.
En el momento de la Comunión estamos realmente en posesión de la Vida. “Tenemos al Verbo encarnado todo entero, con todo lo que Él es y todo lo que hace, Jesús Dios y hombre, todas las gracias de su Humanidad y todos los tesoros de su Divinidad, o, para hablar con San Pablo, la
273 Lc 22, 15.
274 R. A. KNOX, Sermones pastorales, pp. 516-517.
275 CASIANO, Colaciones,23, 21.
276 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Forja, n. 832.
277 Cfr. Lc 5, 12 ss.
riqueza insondable de Cristo (Ef 3, 8)”278. En primer lugar, Jesús está en nosotros como hombre. La Comunión derrama en nosotros la vida actual, celestial y glorificada de su Humanidad, de su Corazón y de su Alma. En el Cielo están los ángeles inundados de felicidad por la irradiación de esta Vida.
Algunos santos tuvieron la visión del Cuerpo glorificado de Cristo como está en el Cielo, resplandeciente de gloria, y como está en el alma en el momento de la Comunión, mientras permanecen en nosotros las sagradas especies. Dice Santa Angela de Foligno: “era una hermosura que hacía morir la palabra humana”, y durante mucho tiempo conservó de esta visión “una alegría inmensa, una luz sublime, un deleite indecible y continuo, un deleite deslumbrante que sobrepuja a todo deslumbramiento”279. Éste es el mismo Jesús que cada día nos visita en este sacramento y obra las mismas maravillas.
También viene el Señor a nuestra alma como Dios. Especialmente en esos momentos estamos unidos a la vida divina de Jesús, a su vida como Hijo Unigénito del Padre. “Él mismo nos dice: Yo vivo por el Padre (Jn 6, 58). Desde la eternidad, el Padre da a su Hijo la vida que tiene en su seno. Y se la da totalmente, sin medida, y con tal generosidad de amor que, permaneciendo distintos, no forman más que una divinidad con una misma vida, plenitud de amor, de la alegría y de la paz.
“Ésta es la vida que nosotros recibimos”280.
Ante un misterio tan insondable, ante tantos dones, ¿cómo no vamos a desear la Confesión, que nos dispone para recibir mejor a Jesús? ¿Cómo no le vamos a pedir, cuando esté en el alma en gracia, que purifique tantas manchas, tantas flaquezas? Si el leproso quedó curado al ser tocado por la mano de Jesús, ¿cómo no va a quedar purificado nuestro corazón, si nuestra falta de fe y de amor no lo impide? Hoy le decimos a Jesús, en la intimidad de la oración: Señor, si quieres −y Tú quieres siempre−, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino281.
***
PRENDA DE VIDA ETERNA
– Un adelanto del Cielo.
– Participación en la Vida que nunca acaba.
– María y la Eucaristía.
I. Iesu, quem velatum nunc aspicio... Jesús, a quien ahora veo escondido, te pido que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirarte, con el rostro ya descubierto, sea yo feliz con la visión de tu gloria. Amén282.
Un día, por la misericordia divina, veremos a Jesús cara a cara, sin velo alguno, tal como está en el Cielo, con su Cuerpo glorificado, con las señales de los clavos, con su mirada amable, con su actitud acogedora de siempre. Le distinguiremos enseguida, y Él nos reconocerá y saldrá a nuestro
278 P. M. BERNADOT, De la Eucaristía a la Trinidad, Palabra, 7ª ed., Madrid 1976, pp. 22 - 23.
279 Cfr. Ibídem.
280 P. M. BERNADOT, o. c., p. 24.
281 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, 93.
encuentro, después de tanta espera. Ahora le vemos escondido, oculto a los sentidos. Lo encontramos cada día en mil situaciones: en el trabajo, en los pequeños servicios que prestamos a quienes están junto a nosotros, en todos los que comparten con nosotros la misma fatiga y los mismos gozos... Pero le hallamos sobre todo en la Sagrada Eucaristía. Allí nos espera y se nos da por entero en la Comunión, que es ya un adelanto de la gloria del Cielo. Cuando le adoramos, tomamos parte de la liturgia que se celebra en la Jerusalén celestial, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios Padre. Aquí en la tierra nos unimos ya al coro de los ángeles que le alaban sin fin en el Cielo, pues este sacramento “aúna el tiempo y la eternidad”283.
La Sagrada Eucaristía es ya un adelanto y garantía del amor que nos aguarda; en ella “se nos da una prenda de la gloria futura”284. Nos da fuerzas y consuelo, nos mantiene vivo el recuerdo de Jesús, es el viático, las “viandas” necesarias para recorrer el camino, que en ocasiones puede hacerse cuesta arriba. “Al anunciar la Iglesia en la celebración eucarística la muerte del Señor, proclama también su venida. Anuncio que va dirigido al mundo y a sus propios hijos, es decir, a sí misma”285. Nos recuerda que nuestros cuerpos, recibiendo este sacramento, “no son ya corruptibles, sino que pose en la esperanza de la resurrección para siempre”286. El Señor lo reveló claramente en la sinagoga de Cafarnaún: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día287.
Jesús, a quien ahora vemos oculto −Iesu quem velatum nunc aspicio...−, no ha querido esperar el encuentro definitivo, que tendrá lugar después de la jornada de trabajos aquí en la tierra, para unirse íntimamente con nosotros. Ahora, en el Santísimo Sacramento, nos hace entrever lo que será la posesión en el Cielo. En el Sagrario, oculto a los sentidos pero no a la fe, nos espera en cualquier momento en que queramos visitarle. “Allí está como detrás de un muro, y desde allí nos mira como a través de celosías (Cant 2, 9). Aun cuando nosotros no lo veamos, Él nos mira desde allí, y allí se encuentra realmente presente, para permitir que le poseamos, si bien se oculta para que le deseemos. Y hasta que no lleguemos a la patria celestial, Jesús quiere de este modo entregársenos completamente y vivir así unido a nosotros”288.
II. El Señor nos enseña con frecuencia en el Evangelio que muchas cosas que nosotros consideramos reales y definitivas son como imágenes y copias de las que nos aguardan en el Cielo. Cristo es la verdadera realidad, y el Cielo es la Vida auténtica y definitiva; la felicidad eterna, la que realmente tiene contenido, a cuya sombra la de esta vida no es sino un mal sueño. Cuando el Señor nos dice: El que come de este pan vivirá para siempre289, nos habla del Alimento por excelencia y de la Vida que nunca acaba y que es la plenitud del existir.
Para agradecer de todo corazón el inmenso regalo de Jesús presente en la Sagrada Eucaristía, pensemos que se nos da ya como Vida definitiva, como anticipo de la que tendremos un día para siempre en la eternidad; ante esta consideración, “todo el clamor y el estrépito de las calles, todas las grandes fábricas que dominan nuestros paisajes −escribe R. Knox−, son sólo ecos y sombras si pensamos por un momento en ellas a la luz de la eternidad; la realidad está aquí, está encima del altar, en esa parte del mismo que nuestros ojos no pueden ver ni nuestros sentidos distinguir. El
283 PABLO VI, Breve Apost. al Cardenal Lercaro, 16 - VII - 1968.
284 CONC. VAT. II, Const. Sacrosanctum concilium, 47.
285 M. SCHMAUS, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed. , Madrid 1963, vol. VI, p. 448.
286 SAN IRENEO, Contra las herejías,1,4, 18.
287 Jn 6, 54.
288 SAN ALFONSO Mª DE LIGORIO, Práctica del amor a Jesucristo, 2.
289 Jn 6, 58.
epitafio colocado en la tumba del Cardenal Newman debería ser el de todo católico −afirma este autor inglés−: Ex umbris et imaginibus in veritatem, desde las sombras y las apariencias hacia la verdad. Cuando la muerte nos lleve a otro mundo, el efecto no será el de una persona que se duerme y tiene sueños, sino el de una persona que se despierta de un sueño a la plena luz del día. En este mundo estamos tan rodeados por las cosas de los sentidos, que las tomamos por la realidad absoluta. Pero algunas veces tenemos un destello que corrige esta perspectiva errónea. Y, sobre todo, cuando vemos al Santísimo Sacramento entronizado, debemos mirar a ese disco blanco que brilla en la Custodia como si fuera una ventana a través de la cual, por un momento, llega hasta aquí la luz del otro mundo”290, el que contiene toda plenitud.
Cuando contemplamos la Sagrada Forma en el altar o en la Custodia, vemos a Cristo mismo que nos anima y alienta a vivir en la tierra con la mirada en los Cielos, en Él mismo, a quien veremos glorioso, rodeado de los ángeles y de los santos. Aquí en la tierra es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré291. Ese alivio personal y profundo, que es la única medicina verdadera de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar −al menos como participación y pregustación− en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística292. No dejemos de recibirle como merece.
III. Muy próxima a Jesús encontramos siempre a Nuestra Señora: en el Cielo y aquí en la tierra, en la Sagrada Eucaristía. Los Hechos de los Apóstoles nos señalan que después de la Ascensión de Jesús al Cielo, María se encuentra junto a los Apóstoles, unida a ellos −ejerciendo ya su oficio como Madre de la Iglesia− en la oración y en la fracción del pan293, “comulgando en medio de los fieles con el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su propio Hijo (...). María reconocía en el Cristo de la Misa y de sus comuniones eucarísticas al Cristo de todos los misterios de la Redención. ¿Qué mirada humana osaría medir la profundidad de la intimidad en que el alma de la Madre y la del Hijo se volvían a encontrar en la Eucaristía?”294. ¿Cómo sería la Comunión de Nuestra Señora mientras permaneció aquí en la tierra?
Después de su Asunción a los Cielos, María contempla cara a cara, de nuevo, a Jesús glorioso, está íntimamente unida a Él, y en Él conoce todo el plan redentor, en el centro del cual se hallan la Encarnación y su Maternidad divina. En torno a Él, en el Cielo y en la tierra, los ángeles y los santos le alaban sin cesar. María, más que todos juntos, ama y adora a su Hijo realmente presente en el Cielo y en la Eucaristía, y nos enseña a tener en nosotros los mismos sentimientos que Ella tuvo en Nazaret, en Belén, en el Calvario, en el Cenáculo; nos anima a tratarle con el amor con el que Ella adora a su Hijo en el Cielo y en el Sacramento del Altar295. Mirando esta inmensa piedad de Nuestra Señora, podemos nosotros repetir: Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre...
La Virgen Santísima, cerca siempre de su Hijo, nos alienta y nos enseña a recibirle, a visitarle, a tenerle como centro de nuestro día, al que dirigimos frecuentemente nuestros pensamientos, al que acudimos en las necesidades. En el Cielo, muy cerca de Jesús, veremos a María
290 R. A. KNOX, Sermones pastorales, p. 435.
291 Mt 11, 28.
292 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía 9 - VII - 1980.
293 Hch 2, 42.
294 M. M. PHILIPON, Los sacramentos en la vida cristiana, pp. 139 - 140.
295 Cfr. R. M. SPIAZZI, María en el misterio cristiano, p. 202.
y, junto a Ella, a nuestro Padre y Señor San José. La gloria del Cielo será, en cierto modo, la continuación del trato que aquí en la tierra tenemos con ellos.
“Muchas veces los autores medievales han comparado a María con la Nave bíblica que trae el Pan desde lejos. Realmente así es. María es la que nos trae el Pan Eucarístico; es la Mediadora; es la Madre de la vida divina que Él da a las almas. Sobre todo, a la luz de la Maternidad espiritual de María nos agrada considerar las relaciones entre María y la Eucaristía; como Madre, nos dice Ella: venid, comed el Pan que yo os he preparado, comed bastante, que os dará la vida verdadera”296.
Es la invitación maternal que nos hace llegar en estos días en los que todavía tenemos presente la pasada festividad del Corpus et Sanguis Christi y siempre.
PENSAR POR LIBRE
Comentarios de Enrique Monasterio
http://pensarporlibre.blogspot.mx/
I. Dios juega al escondite
El sagrario está abierto. Desde el lugar en que me encuentro veo el pequeño copón dorado, cubierto con un sencillo conopeo blanco. Acabo de recitar el “Adoro Te Devote”, un himno eucarístico del siglo XIII que ha servido de oración a miles de santos.
Adoro te devote, latens Deitas…, Dios escondido, te adoro! Hoy me detengo aquí, en el primer verso del canto.
Cuando una persona adulta se esconde es porque no quiere ser descubierta. Cuando un niño se esconde es porque quiere que alguien lo encuentre: juega al escondite y llama a los que le buscan, porque no soporta estar solo mucho tiempo.
Dios en la Eucaristía juega al escondite con nosotros. Desde el Sagrario nos grita: a que no me encuentras. Estoy aquí: escondido en el Sagrario, escondido en el copón, escondido en las especies eucarísticas, escondido dentro de ti cuando me recibas dentro de media hora.
Latens Deitas… En castellano decimos “latente” de aquello que se esconde pero está a punto de aparecer, como el pájaro en las ramas del árbol. Dios “latente” en la Eucaristía no se oculta por completo. Cuando lo tenga en mis manos dentro de un momento, sentiré los latidos de su corazón.
II.
Hoy también, como el jueves pasado, hago la oración frente al Sagrario abierto mirando el copón dorado y meditando el “Adoro te Devote”, un himno que quizá escribió Santo Tomás o quizá no, pero que, en todo caso, ya es mío, porque lo he ido creando y recreando cada jueves desde hace más de cuarenta años.
Adoro te…
296 Ibídem, pp. 203 - 204.
Me fijo en ese pronombre, “te”: te adoro a ti… He leído que sobra, que hay una sílaba de más en el primer verso y chirría la métrica por culpa precisamente de esa palabra.
Sin embargo a mí me resulta imprescindible. Si estuviese solo en el oratorio, al decir “te” extendería la mano para señalar el copón donde se guardan las formas consagradas.
—A ti, Señor, a ti, que estás a dos metros, tan sólido y concreto que asusta pensarlo. No adoro a un Dios abstracto, lejano y etéreo. Sabemos que eres infinito, inmenso, inmutable, incomprehensible; pero has querido estar al alcance de mi vista y de mi corazón.
Un obispo africano me dijo hace muchos años:
—Jesús instituyó la Eucaristía pensando en África. Los africanos necesitamos ver, tocar, palpar… Vivimos de los sentidos. Por eso somos un poco idólatras. No somos capaces de pensar en un Dios demasiado grande; queremos verlo pequeño. Y Jesús, que lo sabía, nos dejó la Hostia Santa para que la adoremos.
Recuerdo cómo se reía mientras bromeaba con lo que él llamaba la “idolatría” de los de su pueblo y de su tribu. Yo le hice ver que, en ese sentido, todos somos “idólatras”. El mismo San Juan lo dijo en su primera carta: “lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos tocando al Verbo de la vida…” El Apóstol sentía el escalofrío de saber que había tocado con sus manos al mismo Dios.
Si por un momento todas las estrellas del Cielo, los millones de galaxias que pueblan el firmamento se concentraran en un punto, sería un milagro mucho más pequeño que éste. Y si toda la historia de los hombres, desde el primer minuto hasta el final de los tiempos, se hiciese presente hoy y ahora, apenas sería nada en comparación con este Dios Infinito que se ha encerrado en un copón.
Adoro te…!
III. Sobre el amor y la guerra
Tibi se cor meum totum subiicit, quia te contémplans totum deficit.
No hablo de San Valentín. Es jueves y sigo saboreando el Adoro te devote verso a verso mientras hago la oración frente al Sagrario abierto.
A ti se somete mi corazón por completo; se rinde sin reservas al contemplarte.
San Tomás, al escribir estas palabras, sabía que el lenguaje de la guerra y el del amor coinciden, porque en todo amor que merezca este nombre hay una batalla; una victoria y una rendición. El enamorado descubre que para llegar a poseer a la persona que ama debe derrotarse a sí mismo y someterse sin condiciones. Amar es ser poseído por aquél a quien conquistamos; es desvivir y desvivirse; dar la vida.
Y cuando el amor tiene a Dios por término la derrota es total. El corazón entonces se convierte en templo del Todopoderoso y mucho más noble que el de Jerusalén. Jesús debe entrar como Señor y desalojar a latigazos a los mercaderes.
Yo sé que en mi corazón aún hay demasiados mercaderes. Todos tienen sus papeles en regla y sus buenas razones para no marcharse, pero ocupan un lugar que no es suyo. Mi casa, ay de mí, es todavía una cueva de ladrones.
Como todas las mañanas, dentro de pocos minutos voy a tomar en las manos a mi Dios. Lo acariciaré con la mirada; lo besaré con mis labios heridos y a veces putrefactos y volveré a pedirle perdón por recibirle en esta pocilga.
Y firmaré mi rendición una vez más, que será para siempre, para siempre, con su Gracia.
IV.
También hoy, como todos los jueves, puedo hacer la oración ante el Santísimo Sacramento, mientras sigo meditando, verso a verso, el “Adoro te devote”.
Visus, tactus, gustus in te fallitur…
“Ante ti se equivocan la vista, el tacto, el gusto…”
—Se equivocan mis ojos, que no te ven, pero no mi mirada que no quiere despegarse de ti.
—Se equivocan mis dedos, que no pueden acariciar tu Cuerpo torturado y glorioso, pero no se equivocan cuando siguen rozándote a ciegas al elevarte sobre el altar.
—Se equivoca mi paladar, que nunca será capaz de saborear tu amor en esta vida, pero no se equivoca al recibirte, porque en la Vida eterna no querrá otro alimento distinto de ti mismo.
Estos días en La Lloma hemos hablado mucho de teología, y yo me he sentido feliz al comprobar que a los teólogos que me acompañan no les mueve la vanidad ni el orgullo terco de tener razón. Saben que la fría inteligencia o la erudición por sí solas apenas sirven para despegarse unos centímetros de la tierra, y ellos necesitan volar muy alto para dar “a la caza alcance”, como escribió San Juan de la Cruz. Por eso son piadosos; quieren ser santos y sabios, con la Sabiduría que sólo adquieren los que hablan con Dios cara a cara, como un amigo habla con su amigo.
Los teólogos —como los poetas— quieren meter la cabeza en el Paraíso para abrir los ojos, como niños deslumbrados por la belleza del Creador. Los racionalistas en cambio aspiran a meter a Dios en su cabeza, y como no lo consiguen, se fabrican un dios a su medida; un dios de bolsillo que no moleste, que ni siquiera nos ame demasiado.
Los teólogos —como los poetas— necesitan cantar, mostrar a los demás lo que ellos han contemplado. Y hacen versos, himnos y oraciones.
Los teólogos —quizá también los poetas—, aunque escriban libros de gran calado, saben que su ciencia es la más humilde de todas porque no descubre verdades nuevas, no pretende aportar nada a lo revelado por Jesús. Nace de la contemplación y termina en la contemplación.
Los teólogos —como los poetas— sólo escuchan, ponen el oído atento a la voz de Dios. “Se equivocan la vista, el tacto, el gusto…
sed auditu solo tuto creditur… pero me basta el oído para creer con certeza”
Termino con un texto de San Efrén, santo, teólogo y poeta del siglo IV:
“El Maligno, por obra de la serpiente, vertió el veneno en el oído de Eva. El Benigno, en cambio, se abajó en su misericordia y, a través del oído, penetró en María. La misma puerta por donde entró la muerte sirvió para que entrara la Vida.” (Himno por el nacimiento de Cristo)
V.
Credo quidquid dixit Dei Filius; Nil hoc verbo Veritatis verius.
“Creo en lo que dijo el Hijo de Dios; nada más verdadero que su Palabra de verdad.”
Estos dos versos del “Adoro te devote” me trasladan a Cafarnaúm. ¿Recuerdas? Fue aquel día de primavera en que nos pediste que creyéramos en ti más allá de lo razonable; que te siguiéramos sin miedo y nos lanzásemos al abismo sin fondo que se abría detrás de tus palabras.
Estábamos en la Sinagoga y te escuchaba una gran multitud que pocas horas antes había tratado de coronarte rey. Yo también lo quería, sin entender gran cosa. Dijiste entonces que eres el Pan de vida y te escuchamos con gusto. Yo entendí que se trataba de una hermosa imagen, parecida a otras que tú mismo empleaste: “yo soy el Buen Pastor, la Vid, el Camino, la Verdad…”
Pero seguiste hablando y el discurso se hizo más concreto y más duro. Y cuando, de pronto, pronunciaste las terribles palabras “carne” y “sangre” y dijiste que debíamos comerte y beberte, despertamos de golpe a realidad de tu locura. Fue como una descarga eléctrica que estremeció a cada uno de los que te escuchábamos. Algunos se taparon los oídos o se rasgaron las vestiduras. Los más cercanos a ti se alejaron avergonzados: “Jesús se ha vuelto loco…”, decían.
Y nos quedamos solos tú, yo y los 12.
—¿También vosotros queréis marcharos…?
Pedro respondió en nombre de todos que sólo tú tienes palabras de vida eterna. Nil hoc verbo Veritatis verius. Te lo repito yo ahora con las palabras de este poema.
No vuelvas a preguntarme, Señor, si quiero irme. A veces tengo miedo de volverme razonable y escapar.
VI.
In Cruce latébat sola déitas, at hic latet simul et humánitas. “En la Cruz sólo se escondía la divinidad; aquí se oculta también su humanidad.”
Dios en la Cruz es un delincuente entre delincuentes. Dios se esconde en una escupidera, entre úlceras, moratones, edemas, fracturas... La piel de Jesús esta bañada en sangre desde la cabeza a los pies. Esa mirada perdida en el vacío es la mirada de Dios.
—Si eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz…
—¿Lo ves? Si fuera quien dice ser, si fuese inocente, bajaría. Algo habrá hecho para merecer ese castigo.
—¿Se puede caer más bajo, Señor?
El Señor me responde que sí, que es posible humillarse más, porque frente a la cruz se blasfema o se llora, se insulta o se reza; o se permanece en pie, como María, uniéndose al Sacrificio redentor; pero nadie se queda impasible. Sin embargo aquí, junto al Sagrario abierto, he visto gestos de indiferencia, bostezos de sueño o de hastío. Yo mismo me he dormido algunas veces.
—Estoy aquí —dice Dios desde ese pequeño copón—. No tengas miedo. Puedes mirarme. No te asustaré con el espectáculo sangrante de mis heridas. Tú te quejas porque nadie te hace caso, porque te llevan de un lado a otro, te tratan como si fueses una cosa, un objeto inanimado, un mueble invisible del salón. Eso soy yo: menos que un animalito. La mirada de un perro aun puede conmover; pero yo…
Puedes bostezar si quieres. Tampoco necesito que hagas la genuflexión. Tienes un poco de artritis, ya lo sé. Sería pediré demasiado. Además no te ve nadie. Castígame, si quieres, con tu apatía. Pero no te olvides que estoy aquí, junto a esa lámpara de aceite, que es la luz más brillante y eficaz del universo. ¡Si supieras cuánto agradezco tu compañía!
Humildad de Jesús: en Belén, en Nazaret, en el Calvario... —Pero más humillación y más anonadamiento en la Hostia Santísima: más que en el establo, y que en Nazaret y que en la Cruz. (San Josemaría, Camino 533).
VII.
In cruce latebat sola deitas;
at hic latet simul et humanitas.
Ambo tamen credens atque confitens, peto quod petivit latro poenitens.
En la Cruz se escondía sólo la divinidad, pero aquí también se esconde la humanidad. Creo y confieso ambas cosas, pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
Entre todos los personajes presentes en el Calvario, el autor del “Adoro te devote” elige a uno: al que hemos llamado siempre “el Buen ladrón”.
Compartir el mismo tormento crea una camaradería única, rocosa y duradera como ninguna otra en el mundo. No hay compañerismo más auténtico ni más fraternal que el de los soldados que luchan en la misma trinchera o el de los que sufren idéntica condena. Cuando dos reclusos padecen juntos esa tortura legal que es la pérdida de la libertad, pueden llegar a odiarse o convertirse en amigos hasta la muerte, en hermanos de prisión y de sangre. Y si uno de ellos es inocente o si está a punto de salir porque ya ha cumplido con la ley, el otro tiene derecho a gritarle: “acuérdate de mí cuando estés en tu casa”.
Desde ese momento, el que queda en prisión sabe que no estará solo nunca, que le espera un hogar, un lecho y un amigo que no lo traicionará.
Mi corazón está muy cerca de ese bandido. También porque es la única persona canonizada en vida por el mismo Dios:
—”Hoy estarás conmigo en el Paraíso” —le respondió Jesús—. Hoy, esta tarde, a las tres en punto. Espera un poco. Aguanta conmigo este tormento de la Cruz y llegaremos juntos a casa. Allí estarás a salvo para siempre conmigo.
Ahora, cuando miro a Jesús en la Eucaristía, al recordar los sufrimientos —¡tan pequeños!— que he padecido en mi vida, no me cuesta nada repetir las palabras de mi colega el ladrón:
—Yo estoy en la Cruz con toda razón, pues sólo recibo el justo pago de lo que he hecho. En cambio tú eres inocente. ¿Qué haces aquí, en mis manos, con tus llagas abiertas? ¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino! Yo sé que tú eres el Rey, el Dios escondido; es nuestro secreto, el que tú me confiaste en confidencia de amigo cuando estábamos juntos en la misma prisión.
VIII.
La sombra de la Cruz está presente en cada verso del Adoro te devote. Plagas sicut Thomas non intueor/ Deum tamen meum te confiteor…
No veo las llagas, como las vio Tomás; sin embargo confieso que eres mi Dios…
Tomás Apóstol; “el mellizo” lo llama el Evangelio. Otros lo han tildado luego de incrédulo o escéptico, también de empirista. ¡Aquella protesta desafortunada! —”si no veo en sus manos la señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos”—…; pero no, Tomás no era así.
Si alguna vez os encontráis con un escéptico que alardea de serlo, tened la certeza de que estáis ante un hombre apasionado que ha recibido una herida demasiado profunda y se acoraza en un falso cinismo para no volver a sufrir.
Tomás fue entusiasta, vehemente, exaltado hasta la locura de querer entregar la vida con Jesús y por él:
—¡Vayamos todos y muramos con él!, exclamo poco antes de la Pasión.
Pero cuando la losa del sepulcro se cerró sobre el cadáver del Maestro, se le derrumbaron con estrépito todos sus sueños y aquel corazón impetuoso se enfrió de golpe hasta convertirse en un bloque de hielo.
¡Pobre Tomás! ¡Tenía tanto miedo de volver a empezar!
—Pon aquí tu dedo y mira mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado…
Le bastó oír de nuevo aquella voz y el cariñoso reproche de Jesús para que el hielo saltara en pedazos y manifestase su amor y su fe con la vehemencia y la pasión de siempre. Y Tomás —el escéptico— fue el primero que llamó “Dios” a Jesús.
Ahora, al contemplar a Jesús Sacramentado, yo tampoco veo sus llagas, pero recuerdo, como si fuera ayer mismo, que después de hacer la Primera Comunión, siempre que asistía a Misa, durante la elevación de la Hostia y el cáliz, mi madre me susurraba al oído, para que yo las repitiera, las mismas palabras de Santo Tomás:
—¡Señor mío y Dios mío!
Creo que nunca he dejado de decirlas.
IX.
O memoriale mortis Domini!/ panis vivus, vitam praestans homini!
¡Oh, memorial de la muerte del Señor/ Pan vivo que da la vida al hombre!
¿Memorial...? ¿La Eucaristía es sólo un recuerdo?
“Hacer memoria”, recordar, es convertir en presente el pasado, rescatarlo de la amenaza del olvido y reconstruirlo piedra a piedra con la imaginación. Es buscar a tientas viejos placeres y emociones antiguas, tratar de vencer al tiempo con la fantasía. La memoria nos crea la ilusión de que los años nunca pasan del todo.
Recordar es también sufrir el dolor punzante de la nostalgia. El que añora comprende que, a pesar de los pesares, la vida no tiene marcha atrás, que la memoria no puede hacer habitable el pasado para vivir de nuevo en él.
Cristo sí que es capaz de hacerlo. Cuando Jesús recuerda, su memoria infinita nos trae a las manos realmente su Cuerpo y su Sangre derramada en la Cruz. En la Eucaristía, por gracia de ese recuerdo divino, se rompen las barreras del espacio y del tiempo, y nos vamos al Gólgota, con Santa María, con San Juan, con las santas mujeres…
Hace muy pocos años Juan Pablo II escribió:
Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de 1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral del Wawel en Cracovia, mis ojos han quedado fijos en la hostia y el cáliz en los que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han
“concentrado” y se ha representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa “contemporaneidad”.
Por eso ahora, cuando lo tengo en mis manos de sacerdote, sé que Jesús y yo hemos vencido a la historia. Aquí y ahora el Sacrificio de la Cruz se hace realidad: su Sangre es un torrente de Gracia, un caudal inagotable que alcanza hasta el último rincón del Planeta.
No tengamos miedo, el mundo estará a salvo mientras haya un solo sacerdote que celebra la Eucaristía.
X.
Pie pellicane Iesu Domine,
Me inmundum munda tuo sanguine, Cuius una stilla salvum facere Totum mundum quit ab omni scelere.
Señor Jesús, bondadoso pelícano, límpiame, a mí inmundo, con tu sangre, Una sola gota habría bastado para liberar de todos los crímenes al mundo entero.
(La tradición medieval ve en el pelícano una figura de Cristo: esta ave, para dar alimento a sus polluelos, se sirve de la enorme bolsa que le cuelga del pico. Tal vez este modo de actuar y la misma posición vertical del pico hizo pensar que, en efecto, se abría el pecho para nutrirlos con su sangre.)
Es Jueves Santo y estoy en Riaza. Esta tarde concelebraré con varios sacerdotes la Misa “en la Cena del Señor” y estaré en el cenáculo con Jesús. Es un día glorioso y doloroso al mismo tiempo. Cristo, sobre la mesa de la cena pascual, convertirá el pan en su propio cuerpo y el vino en su sangre; se tomará a sí mismo con las manos y representará dramáticamente su muerte, adelantando su sacrificio ya inminente. Los 12 apóstoles, atónitos, serán investidos sacerdotes de la Nueva Alianza y, por primera vez en la historia, comerán la carne y beberán la sangre del Pelícano divino.
Luego llegará la agonía en el huerto, el sueño de los apóstoles, la traición de Judas.
Una sola gota habría bastado… Señor, ¿por qué te empeñaste en sufrir tanto? ¿Por qué tanta sangre derramada? Una gota habría sido suficiente para pagar el rescate. Y ni siquiera eso: una lágrima, un deseo, un minuto de tu trabajo en el taller de Nazaret…
Te excediste, Señor. ¿Por qué? Tú sabías que yo no sería capaz de seguirte: que me dormiría en Getsemaní como aquellos primeros obispos de tu Iglesia Católica. Y es que una cosa es estar dispuesto a morir contigo y otra muy distinta aguantar el peso de los párpados después de una buena cena.
Aquella noche —y todas las noches— sólo Judas fue capaz de permanecer en vela.
¡Haced esto en memoria mía!
Cada día, en tu memoria, repito las palabras que hacen realidad tu presencia sobre el altar. Cada día me alimento de tu Cuerpo y de tu Sangre. Cada día me propongo seguir despierto a tu lado.
XI.
Hay pocos manuscritos del Adoro te devote anteriores a la invención de la imprenta y no todos son plenamente concordes. A mí me gusta le edición crítica que elaboró Wilmart, cuyo final es algo distinto del tradicional. Dice así:
Iesu, quem velatum nunc aspicio, Quando fiet illud qud tam cupio Ut, te revelata cernens facie,
Visu sim beatus tuae gloriae? Amen.
Jesús, a quien ahora veo escondido, ¡Cuando ocurrirá lo que tanto deseo, que al mirar tu rostro ya descubierto, sea yo feliz viendo tu gloria! Amén.
El rostro de Cristo
Al hablar del rostro de Cristo no pienso tanto en la belleza de tus facciones como en la fuerza de tu mirada, en la luz de esos ojos que siempre han buscado los santos. Vultum tuum Domine requiram!, repetía con palabras del salmo 26 San Josemaría Escrivá.
Yo también quiero ver tu mirada, Señor. Quiero enfrentarme a ella y descubrir el amor que me entregas cada día, en cada instante.
Pero también tu mirada se oculta: latens Deitas. Mirada escondida.
Ya sé que puedo ver tu rostro velado en los ojos transparentes de los niños, en las pupilas traslúcidas de los ancianos, en el gesto aterrorizado de los perseguidos, de las mujeres maltratadas, de los torturados, de los condenados a muerte.
Sé que te escondes de nuevo para que te descubra en la mirada suplicante de los mendigos, en los ojos turbios de los alcohólicos o de los toxicómanos. Quieres que no olvide nunca que la mirada de Dios es la me hiere desde lo alto de la cruz.
Pero llegará un día en que tus ojos y mis ojos se enfrentarán desnudamente. Tu mirada de fuego abrasará las escamas que me impiden verte, Y desaparecerá toda falsedad, toda la roña que he ido acumulando en mi vida. Será un encuentro doloroso y feliz; el poder santo de tu amor me penetrará como una llama, permitiéndome ser por fin totalmente tuyo.
Vultum tuum, Domine, requiram!